jueves, 6 de octubre de 2016

[TUTORÍA] Guía III


“Not all who wander are lost”
“No todos los que vagan están perdidos”
 J.R.R. Tolkien

Guía III    
Fecha de entrega: 14/10 (Viernes).    
Modalidad: Individual.                                

The art of getting by (2011)

a)¿Cuál es el tema principal de la película? ¿De qué trata realmente?
b)¿Cuál es la postura de George sobre la vida al inicio de la película? ¿Y al final? ¿Qué cambia? ¿Por qué?
c)¿Estás de acuerdo con algunas actitudes, posturas o pensamientos de George? ¿Cuáles? ¿Por qué?
d)Leer con atención el “El recorrido del héroe” y, tomando a George como héroe, explicar su recorrido y ejemplificarlo con el comentario de escenas de la película.
e)¿Cuál es tu opinión personal sobre el apartado “El viaje interior”?
f)“Cada uno de nosotros contiene en su interior un héroe a la espera de una llamada. El héroe acude a la aventura e inicia su viaje. Durante el mismo supera una serie de retos y desafíos en el que aprende valiosas lecciones. Finalmente, regresa al lugar de inicio transformado, habiendo ascendido en su interior a lo largo de una espiral de crecimiento. A lo largo de nuestras vidas realizamos varios de estos ciclos mientras evolucionamos”
Reflexionar: ¿En qué parte del viaje creés que estás?

“Nuestro destino nunca es un lugar si no una nueva forma de ver las cosas”
Henry Miller.

EL RECORRIDO DEL HÉROE
El viaje del héroe es la historia más antigua jamás contada. Es un patrón que se repite a lo largo del tiempo y de las culturas de la humanidad. Describe las diferentes etapas del camino que lleva a un ser humano a encontrarse a sí mismo mediante su interacción con el mundo del que forma parte. Un viaje interior del ser humano en su propio autodescubrimiento.

El mitógrafo Joseph Campbell recogió su propia interpretación de este recorrido en su libro “El héroe de las mil caras”, en el que describe este patrón narrativo común a tantos mitos culturales. Este patrón se resume en la tríada: separación, iniciación y retorno. Puede ser aplicado a cualquier novela, cuento, historia o película.

Las doce etapas del viaje del héroe
1. El mundo ordinario: el mundo normal del héroe antes de que la historia comience. El héroe comienza en su vida cotidiana en su mundo conocido. Todo le resulta familiar y estable. Se siente cómodo. Concibe la vida de una manera determinada.
2. La llamada de la aventura: En un momento dado, al héroe se le presenta un problema, un desafío o aventura, y es entonces cuando debe decidir si responde a la llamada o no.
3. Reticencia del héroe o rechazo de la llamada: Por miedo al cambio o a lo desconocido, o por apego a lo conocido, el héroe rechaza la llamada. Prefiere seguir en su mundo cotidiano, en la comodidad y en la familiaridad.
4. Encuentro con el mentor o la ayuda sobrenatural: El héroe encuentra alguien o algo que le lleva a aceptar finalmente la llamada. Recibe más información sobre la aventura o realiza algún importante aprendizaje que le anima a responder al desafío.
5. El primer umbral: A través del primer umbral, el héroe abandona su mundo ordinario para entrar en un mundo diferente, especial o mágico. Se adentra en lo desconocido y deja atrás lo familiar.
6. Pruebas, aliados y adversarios: Mientras recorre su camino, el héroe se enfrenta a una serie de pruebas, encuentra aliados en su aventura y se topa con sus adversarios. Mientras lo hace, aprende las reglas de ese nuevo mundo.
7. Acercamiento: El héroe avanza en el camino cosechando sus primeros éxitos. Supera las pruebas que se le van presentando, hace nuevos aprendizajes y establece nuevas creencias.
8. Prueba difícil o traumática: El héroe se enfrenta a su primera crisis en una prueba a vida o muerte.
9. Recompensa: Tras su encuentro con la muerte, el héroe se sobrepone a sus miedos y obtiene a cambio una recompensa.
10. El camino de vuelta: Superada la gran prueba y ya con el botín, el héroe emprende el camino de regreso al que fue su mundo ordinario.
11. Resurrección del héroe: El héroe se enfrenta de nuevo a una segunda prueba a vida o muerte en la que debe utilizar todos los recursos y aprendizajes que recogió por el camino.
12. Regreso con el elixir: El héroe regresa a casa con la recompensa y la utiliza para ayudar a todos en su mundo ordinario, que ahora se ha transformado como resultado de su propia transformación durante el viaje.

Campbell describió el recorrido del héroe como un ciclo donde primero se abandona, se es atraído, arrastrado o se avanza voluntariamente lejos del hogar internándose en un mundo lleno de amenazas y pruebas; para esto debe cruzar el primer umbral, donde puede encontrar una sombra, guardián, dragón o hermano que se le opone y debe derrotar o conciliar. Luego puede entrar vivo o descender a la muerte en un reino de oscuridad, o mundo de fuerzas poco familiares, pero íntimas, algunas de las cuales le amenazan. 

El héroe tiene que resolver pruebas o acertijos, en ocasiones con la ayuda o guía de un mentor. En la cúspide de su aventura se le presenta una prueba suprema y recibe su recompensa, está puede ser un matrimonio sagrado (que representa la resolución del complejo de Edipo), el reconocimiento del padre-creador, la propia divinización o también, si las fuerzas permanecen hostiles, el robo del elixir (o su desposada). Hacia el final emprenderá el regreso, ya sea como emisario o como fugitivo. Al llegar al umbral del retorno, dejará atrás a sus rivales, emergiendo del reino de la congoja o resucitando y trayendo el don que restaurará al mundo


“El verdadero viaje del descubrimiento no consiste en ver nuevos paisajes sino en tener nuevos ojos.”
Marcel Proust.
El viaje interior
Siempre me pregunté por qué la gente viajaba. Pensaba que era algo estúpido. Te vas y cuando volvés estás donde estabas y tenés menos plata. Fue algún tiempo después, en mi primer gran viaje, cuando descubrí que, cuando volvés, volvés al lugar desde el que te fuiste pero algo cambió. Vos cambiaste. Sos diferente. El viaje te transformó
El verdadero viaje es un viaje interior.
“… desde el punto de vista espiritual, el viaje no es nunca la mera traslación en el espacio, sino la tensión de búsqueda y de cambio que determina el movimiento y la experiencia que se deriva del mismo. En consecuencia, estudiar, investigar, buscar, vivir intensamente lo nuevo y profundo son modalidades de viajar o, si se quiere, equivalentes espirituales del viaje. Los héroes son siempre viajeros, es decir, inquietos. El viajar es una imagen de aspiración, dice Jung, del anhelo nunca saciado, que en parte alguna encuentra su objeto. Señala luego que ese objeto es el hallazgo de la madre perdida. Pero el verdadero viaje no es nunca una huida ni un sometimiento, es evolución. Viajar es buscar. Así, en general, diríamos que el viaje a los infiernos simboliza el descenso al inconsciente, la toma de conciencia de todas las posibilidades del ser. En cambio el viaje al interior de la tierra es el retorno al seno de la madre…”
—Eduardo Cirlot

Pueden volver a ver la película ACÁ
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Cualquier duda o pregunta, en los comentarios
Saludos, chicos.

martes, 17 de mayo de 2016

[TUTORÍA] Guía Nº 1: El dador de recuerdos.

Guía I
El dador de recuerdos
(The Giver, Phillip Noyce, 2014)
Fecha límite de entrega: viernes 20 de Mayo de 2015. 



1.       Analiza las ventajas y desventajas de la Comunidad de Jonas. ¿De qué maneras la comunidad en la que vive Jonas parece ser una utopía? Hacé una lista de ellas. ¿Por qué estas cosas parecen contribuir a la “perfección”?
2.       ¿Cómo se percibe el concepto de familia en la Comunidad y cuál es su función?
3.       Compara la relación que Jonas tiene con el Dador de recuerdos con la relación que tiene con su madre, su padre y su hermana.
4.       Explica qué importancia tiene el uso del lenguaje en la película.
5.       Explicá por qué los sentimientos y los recuerdos han sido eliminados de la comunidad de Jonas.
6.       Explica cómo funciona la selección y asignación de trabajos y tareas en la comunidad de Jonas. ¿Estás de acuerdo con la idea?
7.       ¿Por qué Jonas es alienado de sus amigos después de haber sido elegido como el siguiente “Recibidor”?
8.       Ser un Recibidor ¿Es un honor o un castigo? ¿Por qué?
9.       ¿Qué sucedió con el recibidor anterior a Jonas?
10.   ¿Cómo se plantea la idea de muerte en la película? ¿Por qué?
11.   ¿Qué ha resignado la gente en la comunidad de Jonas a cambio de vivir en un “ambiente seguro”?
12.   ¿Por qué la película al inicio está en blanco y negro? ¿Qué produce el cambio?
13.   ¿Qué decide Jonas cerca del final de la película? ¿Qué lleva con él? ¿Por qué?
14.   ¿Cuáles son los valores que podés recuperar de la película? ¿En qué momentos los evidenciás?
15.   ¿Elegirías vivir en una comunidad como la de Jonas? Argumentá tu respuesta, sea positiva o negativa.
16.   “Cuando la gente tiene la libertad de elegir, elige mal”. ¿Estás de acuerdo con esta afirmación? Argumentá tu respuesta, sea positiva o negativa.

Para volver a ver la película: 




jueves, 12 de mayo de 2016

jueves, 5 de mayo de 2016

La identidad cultural de los argentinos. Qué nos distingue.



I. Nosotros y el mundo

No somos sólo lo que nos distingue

Es difícil hablar de la cultura argentina o de la identidad argentina. Hay enormes diferencias culturales entre un coya, un sanjuanino, un correntino, un chubutense o un porteño. No obstante, los medios de comunicación, el turismo interno y la movilidad laboral hacen que algunos rasgos se generalicen. Y esto es un fenómeno que se ha producido sobre todo el los últimos 20 años. En 1990, un joven de Alpa Corral -un puebito de 800 habitantes en las sierras de Córdoba- comparado con un joven porteño parecía un ser de otro planeta. Hoy no es así. Se produce sobre todo un contagio de ciertas notas culturales propias de la zona central del país –especialmente de Buenos Aires- en el interior del país. En cambio, la presencia de mucha gente del interior en las villas de Buenos Aires y del gran Buenos Aires no ha modificado la cultura del porteño, como no lo hace la presencia de paraguayos.

Una segunda precisión que conviene hacer es que hoy no se puede hablar de una identidad argentina prescindiendo de las características de la época en que nos toca vivir. Cuando se pregunta por la identidad de alguien se puede correr el riesgo de pensar sólo en lo que es diferente, distintivo, original. Pero en realidad la mayor parte de lo que somos la tenemos en común con otros, sobre todo en esta época globalizada. Por eso es imposible pensar en una identidad argentina separando sólo aquellas características que nos diferencias de otros pueblos y culturas. Eso no sería el argentino, sería una construcción parcial y mentirosa.

Por eso, para hablar de la identidad argentina, lo primero es ubicarla en el contexto de las características del ser humano posmoderno. Estamos acostumbrados a hablar de nuestra  época con tono negativo. Reconocemos los avances científicos pero destacamos una degradación cultural y moral. Sin embargo, esa no es la única verdad, porque todas las épocas tienen aspectos oscuros y valores. Les podría mencionar al menos 20 aspectos positivos, verdaderos avances éticos o culturales de esta época que nos toca:

1. Un valor importante de esta época es una mayor y más generalizada conciencia de los derechos humanos y de la propia dignidad, lo cual no es decir poca cosa. Durante siglos muchas personas han soportado y tolerado que arrasaran con su dignidad y han vivido como esclavos sometidos al capricho de sus patrones y sometiéndose servilmente a sus criterios. Es bueno que hoy no sea tan fácil.

2. Por consiguiente, hoy nadie puede imponer ideas; tiene que ser coherente y mostrar la razonabilidad, la conveniencia o la belleza de sus propuestas. Esto plantea mayores exigencias a todos y exige que todos sin excepción se abran al diálogo constructivo si quieren ser escuchados y respetados.

3. El progreso en las comunicaciones ha hecho que la gente esté mucho más informada. Ya no se la engaña tan fácilmente, y hoy generalmente es posible conocer distintas versiones de los hechos. El acceso al conocimiento se ve facilitado por impresionantes avances técnicos  que con el paso del tiempo se vuelven accesibles a sectores más amplios de la población.

4. Al mismo tiempo se valora mucho la igualdad y se rechazan la pretensión de mantener  privilegios y pretensiones de nobleza o de clase. Por eso mismo se reacciona con mayor fuerza ante las injusticias. Se constata una mayor igualdad entre varón y mujer; las mujeres van conquistando espacios que antes no tenían y su lugar es más respetado.
Se percibe mayor tolerancia con el diferente y menos expresiones de discriminación, que generalmente es mal vista.

5. También hay mayor espacio para poder manifestarse como uno es, libertad que se expresa aun en detalles, como el modo de vestir, la música que se escucha, etc.

6. La convivencia social más sincera, porque las personas en general se han vuelto másespontáneas. Hay menos estructuras rígidas y mayor confianza entre la gente para expresar las cosas; no sólo las propias ideas, sino también los sentimientos, estados de ánimo, dificultades interiores. Hay más sencillez en el trato, menos respeto de las distancias, menos formulismos, y más capacidad para preguntar, cuestionar, interpelar. Si bien esto puede degenerar en faltas de respeto y de delicadeza, siempre es mejor que unas relaciones humanas distantes y un sometimiento servil.

7. El fútbol, los grandes festivales y otras manifestaciones masivas (festejos del Bicentenario) no se han debilitado en una posmodernidad que tiende a privatizar todo, y estas experiencias populares ponen en contacto a las personas entre sí, unidas por pasiones comunes, y así son también un cierto contrapeso al individualismo.

8. La solidaridad, aunque no siempre se la ejercite, es vista como un gran valor. Si en otra época un sacerdote se dedicaba a los pobres o hablaba de derechos humanos, era mirado con cierta sospecha  o desconfianza. Hoy es más bien respetado o valorado por ello. La Madre Teresa de Calcuta se ha convertido en un símbolo indiscutible. Es más, hasta los sectores  políticos de derecha hoy descubren la necesidad de hablar de la situación de los pobres en sus discursos, porque temen ser identificados como defensores de los derechos de los ricos. Además, surgen permanentemente nuevas organizaciones o asociaciones para defender algún derecho relegado o para promover y rescatar algún valor injustamente descuidado. Esto, más allá de los problemas que pueda ocasionar, es innegablemente un importante progreso humano.

9. Se ha generalizado más el aprecio por la paz, el rechazo de la guerra y de la violencia, reconociendo también que hay diversas formas de violencia. Fenómenos como la violencia familiar, el abuso de menores, el maltrato de la mujer, que siempre han existido, hoy salen mucho más a la luz y son públicamente denunciados y reprobados.

10. Lo que a veces llamamos frivolidad puede ser en el fondo ganas de vivir, deseos de disfrutar y experimentar lo que este mundo ofrece, gratitud por la existencia, y un poco de ilusión que ayuda a seguir adelante y a  no caer en las garras de la tristeza y el desánimo.

11. Junto con el avance de las drogas y adicciones, cabe reconocer que hay un mayor respeto hacia la propia vida, un mejor cuidado de la salud y un trato más delicado consigo mismo. Así se ha debilitado un cierto desprecio hacia el propio cuerpo y un descuido de la salud que caracterizaban sobre todo a gente del campo o de menores condiciones económicas. Mucha gente hoy selecciona mejor lo que come, trata de hacer gimnasia o de caminar, etc.

12. El arte se cotiza mucho más. Se valora más la tarea de los artesanos, pintores y poetas, que antes eran vistos como seres ociosos, afeminados o extraños.

13. Hay más deseos de desarrollar los propios talentos, más preocupación por trabajar en lo que uno le gusta y donde uno puede aportar algo original. También, en el mundo en que vivimos, aunque muchas veces es cruel, hay mayores exigencias para buscar la excelencia y mantenerse al día, lo cual no deja de ser un estímulo para el desarrollo personal.

14. Al mismo tiempo, hay un mayor reconocimiento de los límites del ser humano y de lo relativo de las propias ideas y elecciones. Se toma conciencia deque la realidad nos supera por todas partes, se reconoce la propia fragilidad y –en la población en general– hay mucha menos ilusión de omnipotencia.

15. Crece la conciencia de que el mundo es un lugar que hay que cuidar con responsabilidad. Parecía que todos estaban encerrados con sus computadoras, pero en realidad la gente sale mucho a buscar contacto con la naturaleza. También hay más sensibilidad ante las demás creaturas que se refleja en el gusto por los programas de TV dedicados a los animales, las plantas o la geografía, permitiendo así muchas veces que el sexo no sea lo único que llame la atención.

16. Hay menos prejuicios racionalistas y más apertura hacia lo religioso, una mayor búsqueda de experiencias espirituales o una particular nostalgia de la oración.  Aunque esto implique notas de individualismo y desprecio hacia las instituciones, la religión es más vivida como una búsqueda personal que como la aceptación de normas y ritos impuestos desde afuera.

17. La globalización ha permitido que ningún lugar del mundo nos resulte extraño o lejano, que tengamos mayor conciencia del mundo en que vivimos, mucho más amplio y variado que el lugar donde estamos.

18. Sin embargo, esto no ha provocado la temida disolución de las riquezas locales. Al contrario, quizás por la posibilidad de una mayor comparación, se está desarrollando una nueva valoración de las culturas locales y de las tradiciones populares, que poco tiempo atrás eran vistas por muchos como algo antiguo, atrasado o caduco.

19. Las inmensas posibilidades de conocimiento y de experiencias variadas, junto con la impresionante apertura al mundo entero que se ofrecen hoy al sujeto hipercomunicado, invitan a ir creando poco a poco una nueva síntesis cargada de riqueza. Felizmente, Argentina tiene una larga tradición de apertura al mundo y de esfuerzo por integrar aportes diversos sin renunciar a su identidad.

Todo esto indica innegablemente que, más allá de lo económico, en nuestra época se ha elevado la calidad de vida de la población en general, y que las personas viven con mayor dignidad en muchos sentidos.
Hay indudablemente muchos riesgos de individualismo y de relativismo, pero todo lo que hemos señalado constituye un verdadero avance que hay que saber valorar. No hemos pasado del blanco al negro, el tiempo pasado no era mejor en todo sentido, y hay nuevos puntos de partida que deberían permitir que, con el paso del tiempo, logremos una nueva síntesis superadora que cure las debilidades del presente y rescate mejor los valores perennes del pasado.

Autoestima e identidad integrada al mundo


Avancemos ahora en algunas consideraciones más específicamente argentinas.
Ciertas mentes dualistas parecen pensar que el mundo desarrollado es pura bondad o racionalidad y que Argentina es pura decadencia. Por eso pretenden reconstruir el país comenzando absolutamente de cero, como si en la cultura nacional no pudiera encontrarse ningún  punto de partida para esa reconstrucción, o como si el pasado y el presente sólo fueran una degradación despreciable. Es una forma irracional y sutil de afirmar que la solución estaría en matar a todos y traer ingleses o alemanes a poblar nuestro suelo. Pero con esa baja autoestima nacional es imposible crear algo nuevo. La actual crisis internacional está mostrando que en los países que admirábamos no todo es racionalidad y perfección.

En otros sectores de la población sobreviven formas chauvinistas y cerradas de concebir la vida, desconfiando de los vecinos o creyendo que es posible crecer aislándose del resto del mundo.

Como siempre, la verdad está en un sano equilibrio que permita alimentar el amor a nosotros mismos y al mismo tiempo una enriquecedora apertura. Nos detendremos en esta doble polaridad.

En realidad la autoestima de los argentinos es muy fluctuante. Fácilmente pasamos de creernos diferentes, especiales, únicos, a decir que de este país no se puede esperar nada. En esto tiene mucho que ver la inmigración italiana,
Un amigo que trabaja en Chile, me manifestó su admiración por la responsabilidad, el orden y la contracción al trabajo de los chilenos. Inevitablemente surgió la comparación con nuestro país, y mi amigo lanzó su teoría sobre la causa de muchos defectos argentinos: “Acá hay demasiado italiano”, me dijo. Volví a escuchar varias veces esta supuesta explicación de nuestros males.
Es cierto que la impresionante inmigración italiana marcó profundamente la identidad nacional. Los políticos esperaban que el país se llenara de anglosajones, y llegó un flujo imparable de tanos ansiosos. Eso acentuó todavía más nuestro espíritu dramático, fatalista, quejoso, impaciente, ciclotímico, algo melancólico, y no siempre  dado al orden y a la racionalidad. Pero también es innegable que este flujo humano insufló en la cultura argentina una nueva fuente de vitalidad, creatividad e inspiración. Así lo muestran algunos apellidos que, en distintos ámbitos y niveles, reflejan el ingenio argentino: Soldi, Fangio, Berni, Storni, Bocca, Cassano, Sabato, Cadicamo, Piazzola, Favaloro, Batistuta, Landriscina, Discepolo, etc.
La vena italiana penetró nuestra identidad nacional. Es algo análogo a lo que sucedió con los negros en Brasil. Si allí hasta los descendientes de flemáticos alemanes se contagiaron del ritmo de los negros, en nuestro país, después de la inmigración italiana, ni los españoles ni los criollos son los mismos. Los “tanos” no trajeron sólo la pasta y la pizza. Aportaron también pasión y entusiasmo, el culto a la amistad y unos cuantos valores que hoy nos caracterizan. Por otra parte, gracias al esfuerzo y al entusiasmo de muchos italianos ilusionados, una gran parte de nuestros campos dejaron de ser monte o desierto y se convirtieron en fuente de riqueza.
La inmigración italiana ha reforzado el hecho cultural de que las inquietudes y alegrías de los argentinos están particularmente ligadas a dos grandes ejes: la familia y el trabajo. Así lo confirman recientes encuestas.[1] Veamos:
Con respecto a las cosas más negativas, dolorosas o problemáticas de la vida, sólo dos cuestiones tienen un fuerte consenso en nuestro país: el 42% menciona la enfermedad o muerte de un ser querido, y el 51% problemas económicos o de empleo (23% problemas de empleo y 18% problemas económicos en general). Aquí se advierte claramente que las dos grandes preocupaciones de los argentinos tienen que ver con la familia o con el trabajo.[2]
Además, nuestros males no comenzaron con la inmigración italiana, sino bastante antes. Marcos Aguinis, entre otros, propone una explicación distinta de nuestros mayores defectos: “Así pensaban los hidalgos, y así siguieron pensando generaciones de descendientes; la viveza tiene un lamentable carácter estructural”.[3]
En síntesis: si la inmigración italiana pudo haber reforzado algunos aspectos negativos, propios de las culturas latinas, ya presentes en nuestra idiosincrasia, también es cierto que ha enriquecido nuestro substrato cultural, agregándole valiosas posibilidades de desarrollo artístico e intelectual. Esas posibilidades están también presentes entre las brasas que hoy podríamos avivar.

Pero esta vena dramática hace que se haya vuelto frecuente culparnos a nosotros mismos de nuestros males. Esto, que sería saludable si se tratara de una adecuada autocrítica, se convierte en una especie de boumerang, porque tanto los sentimientos de culpa como el resentimiento con los compatriotas no permiten producir movimientos esperanzados y activos de cambio social. Todo lo contrario.

Por eso, más bien hay que recordar que las causas de nuestra crisis son complejas y múltiples. Ni los argentinos somos una porquería absoluta, ni los poderes económicos mundiales son ángeles benefactores o generosos amigos.

Tampoco conviene creer que el desarrollo moral ofrecerá todos los recursos necesarios para el progreso. La solución de los problemas económicos también está relacionada con los factores externos, requiere cambios estructurales que superan la buena voluntad de los individuos y supone una buena cuota de habilidad, organización, previsión, capacidad, capacitación y astucia.

En España, en Italia y en Estados Unidos, por citar tres ejemplos, hubo en las últimas décadas hechos de corrupción notables, algunos de ellos en las penumbras, como los negociados internacionales de la familia Bush en conexión con la invasión a Irak. Además, no muchos norteamericanos parecen realmente interesados en enjuiciar a Bush, porque otorgan prioridad a los “intereses nacionales”. No vaya a ser que lo que se descubra perjudique la estabilidad económica de los Estados Unidos.
Por lo que conozco de España y de Italia, hay un grado importante de corrupción estructural, instalada en diversos estratos de la población. Me consta, por ejemplo, que en varias ciudades italianas la policía cobra una cuota de contribución para garantizar la “protección” de  un lugar, que de otro modo se convertiría en zona liberada. También hay españoles que estudian con becas en diversas ciudades de Europa, pero viajan mensualmente a España para cobrar el “paro”. Y no ignoremos que los gobiernos de Italia y de España han evitado tomar determinadas medidas irritantes para la población para no afectar sus intereses electorales.
De hecho, no tenemos los problemas de terrorismo que sufren otros países como Rusia o Israel; no tenemos los índices de violencia familiar de España, ni el alcoholismo de Alemania, ni el 40% de obesidad y la mentalidad imperialista de Estados Unidos, o la guerrilla y el narcotráfico de Colombia, el racismo de Austria, o la polarización política de Venezuela; ni tenemos la proporción de suicidios de Japón o de Corea, ni la desproporción en los ingresos de la población de Brasil, ni el envejecimiento demográfico de Europa occidental, ni los conflictos étnicos y religiosos de los Balcanes, etc. Tenemos algo de todo eso, pero ciertamente en menor grado. Y tenemos otros problemas, pero tampoco podemos decir que seamos los únicos en detentar los defectos que poseemos. La verdad es que los compartimos con muchos otros países.
Esto de ninguna manera es un consuelo, pero es una invitación a sacudirse la negatividad para poner el punto de partida adecuado. Sólo puede lograrse algo nuevo a partir del reconocimiento humilde y gozoso de nuestros valores, nuestros logros positivos, nuestras capacidades que tenemos que cuidar y explotar, junto con una sabia autocrítica que nos involucre personalmente y nos estimule al cambio. Ese punto de partida deja espacio a la alegría en medio de tantos males. De otro modo nos sucederá lo que le ocurre a un joven cuando sólo le indican sus errores y sus miserias. Por más vanidoso que parezca, apabullándolo con acusaciones sólo favoreceremos su tristeza interior y su parálisis.
Cuando todo es completamente negro, nadie tiene ganas de enfrentar la tarea demasiado ardua de comenzar de cero. Simplemente se convierte en un melancólico que arrastra su inevitable miseria. O bien se siente parte de un pequeño grupo de puros y perfectos, criticando a la sociedad desde afuera, y sosteniendo que ya no se puede hacer nada. Es el mejor modo de justificar la inercia cómoda, tristona y antisocial.

Lo más inteligente sería adquirir una visión serena de los valores y de los antivalores presentes en nuestra cultura, para percibir objetivamente dónde estamos parados e iniciar un camino realista de reconstrucción nacional. Porque sólo es posible un desarrollo auténtico y perdurable si se produce desde las potencialidades de la  propia cultura, liberándola de sus lastres negativos y aprovechando sus posibilidades y rasgos positivos.
A partir del propio substrato cultural podrían brotar y desarrollarse valores que contrarresten la crisis moral. Porque la lucha contra los antivalores sólo es eficiente si se la lleva adelante desarrollando valores. Con el florecimiento de valores propios, la cultura nacional se volverá capaz de fagocitar y transformar las fuerzas inmorales que tienden a destruirla.

Esto supone una valoración positiva de la cultura popular. Porque el ser humano no existe como algo aislado y puro, sino siempre realizado concretamente en una cultura determinada. Si esto es así, sólo hay educación o crecimiento posible si no procura a partir de la cultura de la población.
En nuestro país es común mirar hacia América del Norte o Europa pensando que cuando seamos como ellos entonces sí podremos progresar, lo cual es imposible por dos motivos:
a) Primero, porque sabemos bien que si todos consumiéramos como los habitantes de Estados Unidos, el mundo no sólo no podría abastecer tal nivel de derroche, sino que ni siquiera podría llegar a contener los residuos. Los estudios sobre las consecuencias ecológicas de tal consumo, muestran que sería insostenible generalizarlo. Por eso, el supuesto progreso que hubo en ciertos países subdesarrollados sólo consiste en que han aumentado notablemente las posibilidades de consumo para un sector reducido de la población, un escaso porcentaje que se acercó más al nivel de los países desarrollados. Este tipo de progreso en los pueblos pobres es aceptable para los países más desarrollados, porque les  permite mantener a largo plazo su propio nivel de consumo. 
b) En segundo lugar, porque alguien puede desarrollarse de una manera sana y feliz sólo si lo hace desde su identidad propia. Por lo tanto, sólo puede promoverse adecuadamente a un pobre si no se lo mutila en su modo peculiar de ser y de mirar la vida. De otra manera, terminaremos creando gente triste, agresiva, desequilibrada, siempre insatisfecha. Nos limitaríamos a ser una copia de mala calidad de lo que pueden ser otros países, pero con una profunda tristeza que brota de la autonegación.
El pobre evidentemente no está en contra del progreso, pero es importante estar atento a la idea de progreso de la cultura popular, que es más humanista que la de la cultura moderna de los desarrollados. Esta se orienta de hecho al beneficio de los que tienen poder, de los que necesitan crear una especie de paraíso eterno en la tierra.
Todo esto nos invita a revisar nuestra noción de tolerancia; porque la tolerancia y el pluralismo no se dan sólo entre personas de un mismo sector social y cultural, sino entre diferentes. Implica entonces que el porteño deberá respetar al coya en sus opciones, en su estilo de vida, en su modo propio de ser feliz y de ver las cosas, sin pretender imponer dentro del país una forma atroz y arrasadora de “globalización”. Pero aún en un reducido espacio geográfico, como el del gran Buenos Aires, hay subculturas que deben ser respetadas en sus peculiaridades positivas.
La intolerancia ante la cultura de otros sectores sociales es muy frecuente en los intelectuales que sólo destacan los aspectos débiles de la cultura popular, lo cual es una verdadera forma de violencia, tan atroz como la de las armas o la de la explotación económica.
Por otra parte, más que pretender cambiar a los otros, el aporte de cada uno debe situarse en el contexto del “intercambio”, ya que todos pueden enriquecernos y proponernos nuevos desafíos con su modo de ver las cosas, con su perspectiva, con su experiencia, con su sola existencia. Cuando alguien se sitúa unilateralmente en la posición del educador o del salvador, posee evidentemente pocas posibilidades de éxito y se expone al desprecio del otro, que tiene derecho a protegerse de eventuales imposiciones y de diversas formas de dominación cultural.
Esto sucede cuando los portavoces de la clase media se vuelven meros acusadores, incapaces de ponerse en el lugar de los otros, de respetar su historia y sus angustias; o cuando generalizan indebidamente, acusando a todos los pobres de los mismos vicios; o cuando pretenden dividir a la población en diversos estamentos donde no todos tienen los mismos derechos a opinar y a decidir. Entonces se alimentan las dialécticas sociales que no le aportan nada al país y que no educan a nadie. Al contrario, llevan a que los diversos sectores se radicalicen en sus opciones, se vuelvan parciales, y terminen justificando y acentuando sus puntos débiles.
En este sentido, los intelectuales muchas veces no son sólo víctimas de la incomprensión y de la ignorancia ajena; también, con buenas intenciones, suelen fallar en sus estrategias. Quizás defienden determinados valores –como la apertura, la tolerancia, el respeto– en teoría, pero los descuidan en la práctica concreta. Pensemos en Borges, tratando de “caballeros” a nuestros militares, o felicitando a Pinochet, y al mismo tiempo tratando de ignorante e inculta a la población civil.
En esta línea, algunos no comprendieron por qué en la primera manifestación por las víctimas de Cromagnon, los pobres rechazaron y expulsaron al señor Blumberg. Hay que recordar que él cometió un error –quizás involuntario, pero difícil de reparar–pretendiendo establecer categorías de víctimas, y distinguiendo los derechos de su hijo de los derechos –supuestamente menores– de otros secuestrados que eran drogadictos o tenían determinados defectos. Por consiguiente, tanto los pobres como los jóvenes que se sintieron identificados con esta “clase de gente” que Blumberg mencionaba, entendieron que él no los valoraba como personas con plenos derechos. Por eso  consideraron una incoherencia su presencia entre ellos.
La cultura popular aporta a la mayoría de los ciudadanos una memoria social y un sentido de pertenencia, donde hay que reconocer el valor de los símbolos populares que cohesionan. La unidad nacional no está sostenida sólo por las ideas de los intelectuales, sino también por determinadas referencias culturales: musicales, arquitectónicas, artísticas, lingüísticas, culinarias, incluso religiosas, que son parte de la historia y del substrato cultural que nos identifica. El sentido comunitario necesita estas referencias comunes, que en nuestra cultura nacional siguen siendo útiles para transmitir valores.[4] De otra manera, no habrá comunidad nacional sino simple coexistencia de grupos diversos con sus propios intereses. Si no hay cierta identidad cultural que cohesione a la mayor parte de la población, tampoco será fácil alimentar un espontáneo deseo del interés nacional. Sin lazos culturales fácilmente desaparece el sentido de lo común, con todos los graves riesgos que esto entraña, ya que sólo quedan sectores que compiten y que eventualmentenegocian para poder sobrevivir. Eso no es estrictamente un proyecto común.
Por eso, también en nuestro país se vuelve necesario un verdadero “pacto cultural”, un acuerdo de respeto, tolerancia y diálogo entre los diferentes que siente las bases para un pacto político. Ni siquiera el “pacto moral” que algunos proponen es suficiente, porque sólo un pacto cultural –donde cada uno reconoce al otro como otro– puede crear una trasfondo estable y profundo para cualquier otra forma de respeto y reconocimiento mutuo.

La necesidad de llamar la atención
Siempre que en nuestra tierra se habla y se escribe sobre los argentinos, se hace referencia a lo que los demás piensan de nosotros, a la mala imagen que damos ante el mundo. ¿Pero interesa tanto lo que piensen de nosotros? ¿Trataremos de ser mejores para que el mundo nos admire? ¿No será más sano liberarnos de ese espejo internacional y tratar de crecer por dignidad, por respeto hacia nosotros mismos, por amor a la verdad y a la belleza?
Si nos situamos a nosotros mismos como argentinos, esto se traslada a nuestra imagen en el exterior. La necesidad imperiosa de ganar un mundial de fútbol tiene mucho que ver con este deseo de estar en la boca de los demás. Por eso, cuando salimos del país, si los demás no mencionan las grandezas de la Argentina, nosotros nos encargamos de destacarlas. Si la Argentina está en crisis, gozamos al menos porque estamos en la boca de los extranjeros; y si no es así, nos encanta hablar de nosotros mismos, hasta el punto que cansamos a los otros. No se nos ocurre pensar que a los demás no les agrada estar pendientes de nosotros, y que tienen sus propios intereses.
Sería bueno que pudiéramos cambiar nuestra necesidad de sobresalir por el amor a la excelencia, de modo que pusiéramos lo mejor de nosotros para construir algo valioso. Se trata de pasar de la imagen que nos gustaría dar a descubrir qué podemos llegar a ser en realidad. Nuestra relación con el resto del mundo podría ser un saludable intercambio, donde nos alegremos recibiendo lo que los demás nos puedan aportar y gocemos también aportándoles algo bueno que hayamos construido. Detengamos en este asunto para comprenderlo con mayor profundidad.

En nosotros conviven dos cosas: por una parte, la inclinación a mirar demasiado para afuera (para copiar o para buscar aprobación); por otra parte, un nacionalismo chauvinista, vanidoso y cerrado. En realidad son dos expresiones del mismo narcisismo que nos lleva a hablar demasiado de nosotros mismos, sea para ensalzarnos, sea para autodespreciarnos. Todavía no hemos logrado una síntesis adecuada que conjugue un sano amor propio con la necesaria apertura.
Ante todo digamos que no se puede ser auténticamente universal sino desde el amor a la tierra, al lugar, a la gente y a la cultura donde uno está inserto. No hay auténtico diálogo si uno no tiene una clara identidad personal, porque nadie dialoga de verdad con otro si sólo le muestra una máscara, una apariencia; y tampoco puede hacerlo si no tiene algo verdaderamente propio, si su conciencia es sólo un sincretismo de ideas y experiencias que acoge indiscriminadamente. ¿Alguien sin identidad puede ofrecer a otro algo verdaderamente “personal”?
Lo mismo sucede cuando una persona no está arraigada en una cultura, en un lugar, cuando desconoce la misma tierra concreta que está pisando: ¿Desde dónde puede percibir los ricos matices de las variadas culturas, desde dónde puede acoger al diferente, desde donde puede pensar la diversidad?
Además, nada puede ofrecerle a este mundo inmenso alguien que no conoce ni valora a fondo el lugar que lo ha alimentado, alguien que no se dejó enriquecer por el lugar donde vivió la mayor parte de sus días.
Reconociendo esta riqueza de la variedad de miradas particulares, hay que advertir el riesgo de un “culto de lo global como unidad en la identidad, que propicia un universalismo reductor, integra por exclusión, absorción o violencia, y nivela confundiendo unidad con uniformidad. La integración de los aportes universales debería hacerse siempre desde la riqueza de la propia identidad. No es la superficialidad de quien no es capaz de penetrar al fondo de su propia patria, o por un resentimiento no resuelto ante la cultura de su propio pueblo.

Pero vale también lo contrario: no se puede ser adecuadamente local sino desde una sincera y amable apertura a lo universal. Así, la vida local deja de ser auténticamente receptiva, ya no se deja completar por el otro; por lo tanto, se limita en sus posibilidades de desarrollo, se vuelve estática y se enferma. Porque en realidad toda cultura sana es abierta y acogedora por naturaleza. Reconozcamos que mientras menos amplitud tenga una persona en su mente y en su corazón, menos podrá interpretar la realidad cercana donde está inmersa. Sin la relación y el contraste con el diferente es difícil percibirse clara y completamente a sí mismo y a la propia tierra, porque las demás culturas no son enemigos de los cuales hay que preservarse, sino que son otros tantos reflejos de la riqueza inagotable de la vida humana. Mirándose a sí mismo con el punto de referencia del otro, de lo diverso, cada uno puede reconocer mejor las peculiaridades de su persona y de su cultura: sus riquezas, sus posibilidades y sus límites.

En realidad, una sana apertura,  que acoja los aportes de las otras culturas, nunca atenta contra la propia identidad. ¿Por qué? Porque al enriquecerse con elementos provenientes de otros lugares, una cultura viva no realiza una simple copia o una mera repetición, sino que integra las novedades “a su modo”. Esto provoca el nacimiento de una nueva síntesis que finalmente beneficia a todos.

Esta dinámica debería vivirse ante todo en un proceso de integración con los pueblos latinoamericanos, especialmente con los de la región, para dejar de mirarlos como competidores y finalmente convertirnos en socios y hermanos. Teniendo tanto en común con ellos, y al mismo tiempo tanta riqueza que recoger de ellos, se vuelve imperiosa una creciente integración cultural que acompañe un proceso de integración económica.
Cuando viajamos a Europa o a Asia, y vemos que confunden a Buenos Aires con Río de Janeiro, adquirimos conciencia de que, dentro del concierto mundial, estamos muy cerca de nuestros vecinos. Si tomamos cierta distancia y nos ubicamos en el contexto del mundo entero, entonces sentimos que Pablo Neruda o Mario Benedetti son muy nuestros. Por eso lo mejor para nosotros es abrirnos al mundo desde América Latina, ya que esa sería una integración que nos permitiría preservar y alimentar nuestras raíces culturales, abrirnos al otro sin dejar de ser nosotros mismos.
En realidad, sólo es posible una adecuada y auténtica apertura al lejano si uno es capaz de abrirse al vecino. La integración cultural, económica y política con los pueblos vecinos debería estar acompañada por un proceso educativo que promueva el valor del amor al vecino, que es un primer ejercicio indispensable para lograr una sana integración universal.

El estado de ánimo

Detengámonos un poco en la vida emotiva de los argentinos. Suele decirse que en general tenemos una tendencia a la tristeza, o al menos a la melancolía. Siendo descendientes de gauchos que perdieron su libertad o de inmigrantes nostálgicos, nuestras expresiones artísticas, nuestra música, y nuestro modo de ser cotidiano, están generalmente teñidos de sombra. No faltan la fiesta, la jarana, la picardía. Pero el tono general y cotidiano lleva una mueca tristona en la mayoría de los rostros callejeros.
No vale la pena avergonzarse de esa marca cultural, porque también ha sido la fuente oculta y fecunda de mucha creatividad, de cierta profundidad y seriedad que aflora particularmente en los genios de nuestro pueblo. Un signo de ello podría ser el rostro de Atahualpa Yupanqui, o el de Ernesto Sabato.

De todos modos no podemos ignorar que la tristeza y la melancolía han crecido. No sólo por los acontecimientos nacionales de los últimos años, sino también debido a las características de esta época posmoderna que nos condiciona igual que a los demás. La ansiedad generada por los ídolos del tener, del placer y del aparecer, nos ha vuelto tan insaciables e inquietos por dentro, que ya no podemos detenernos a disfrutar profundamente de nada. Aun el contacto con la naturaleza nos provoca un escozor que nos lleva inmediatamente a buscar algo que hacer o que comprar.
Las múltiples ofertas del mercado entristecen a los pobres que no pueden acceder a ellas, o los estimulan a robar para alcanzarlas, y a los miembros de la clase media les exige una tensión permanente para mantenerse a la altura.
Es necesario reconocer que en nuestro país la ansiedad ha aumentado en las últimas décadas, y con ella se ha generado una reducción del gusto por la vida y una generalizada sensación de insatisfacción. Pero las notas de la cultura globalizada actual han acentuado el lado más negro de esta inclinación y han profundizado la típica ansiedad argentina, que ya no es sólo porteña sino que ha penetrado a la clase media en todo el país.
La obsesión por comprar y consumir nos vuelve a todos más individualistas y más tristes, pero también nos recorta la mirada y nos encierra en un sector reducido de la realidad y del placer. Se trata de una tiranía del presente que se traduce en una “atrofia de la imaginación y por lo tanto del deseo.
La tristeza propia de la insatisfacción tiene que ver también con una mirada negra –¿dramática?– sobre la realidad. ¿Pero se puede disfrutar de la vida si uno está permanentemente pendiente de las cosas negativas y de los errores ajenos?
A los argentinos nos describen como quejosos, negativos, a veces insoportables, cercanos a la intolerancia. Cuando por todas partes nos definen así, tendremos que sentarnos a pensar que posiblemente tengan razón.
Nosotros lo disfrazamos de “sentido de justicia”. Lo es, pero sólo en parte. Recordemos que cuando una virtud se degenera se convierte en un vicio. Algo bueno, pero fuera de lugar, se vuelve desagradable.
Pero éste, como todos nuestros rasgos culturales, es ambiguo. Puede convertirse en la fuente de auténticos valores que nos dignifiquen con un tono que nos caracterice. El problema es que, siendo apasionados, suele faltarnos la adecuada e indispensable proporción. Una cosa es enfurecerse por una injusticia social grave que no es debidamente castigada. Pero otra cosa es perder los cabales y reaccionar con violencia por una puerta que se golpea,  o tratar de inservible a un mozo porque le falta sal a la comida.
Esta desproporción es ciertamente una desagradable característica de buena parte de nuestra población, particularmente en los núcleos urbanos de la región pampeana.
Cuando salimos de viaje nos convertimos en jueces implacables, sin darnos cuenta que la obsesión por la perfección de los servicios nos arruina nuestro propio descanso. El presidente de una compañía aérea extranjera me lo dijo sin vueltas: “No hay pasajeros más insoportables que los argentinos. Como consideran que el servicio nunca es perfecto, entonces se sienten con el derecho de hacer lo que quieran y de transgredir todas las normas”. Fuman donde no se debe, caminan cuando deben estar con los cinturones ajustados, etc. Y si les llaman la atención también se quejan.
¿Cuál es la causa de nuestra intolerancia?. Creo firmemente que se debe a que tenemos el vicio de pretender disfrutar de todo sin tener que pagar. Por consiguiente, cuando pagamos por un servicio, exigimos que sea completamente incuestionable y que nos brinde una felicidad celestial. No admitimos error alguno. Nuestra crítica puede ser aguda y certera, pero es también intolerante, agresiva, parcial e irritante.
Lo que vuelve más  desagradable todavía esta costumbre nuestra, es que ese mismo empleado público ineficiente, que se mueve con gran parsimonia y sin ganas de trabajar, luego se vuelve insoportable cuando los demás se mueven de la misma manera y eso afecta sus intereses personales.
El complejo de víctimas nos lleva a desgastarnos en lamentos estériles; no estimula un compromiso transformador. Porque es muy difícil que un quejoso obre con generosidad. No es agradecido con la vida. Entonces siempre le parece que el mundo está en deuda con él, y por eso le cuesta enormemente renunciar a algo por otros. No puede creer que la sociedad tenga derecho a la ofrenda de su esfuerzo generoso.

Sin embargo, más allá de los frecuentes y exagerados lamentos, las encuestas indican que, en las últimas décadas, entre un 80 y un 90% se siente muy o bastante orgulloso de ser argentino, por encima de lo que sucede en Francia, España o Italia, y semejante al sentido de pertenencia de Brasil, Chile o Estados Unidos.[5] En lo peor de la reciente crisis nacional este sentimiento no bajó del 80%. En esa misma época, el 79% seguía creyendo que la democracia era el mejor sistema de gobierno.[6] El Informe sobre desarrollo humano 2005 del PNUD (cit) muestra que la mitad de los jóvenes entre 18 y 27 años cree que su vida mejorará en el futuro cercano, y que sólo un 12% de la población cree que estará peor que ahora. También destaca que la expectativa positiva ha crecido notablemente desde 2002.
La desconfianza, comprensible a partir de las reiteradas desilusiones sufridas por la población, se deposita en las instituciones democráticas tal como han estado funcionando. Después de haber sido engañados por los militares, que ocultaban las masacres que perpetraban en las sombras, disfrazando su crueldad con el emblema de la “reorganización nacional” y que nos mintieron en la guerra de Malvinas, surgió la democracia joven y feliz, pero cargada de promesas que no se cumplieron: “con la democracia se come, se educa, etc.” Luego nos hicieron creer que con la convertibilidad todo se resolvía. No fue así. Después apareció la “Alianza” con una propuesta de honestidad incumplida y también con otras promesas que pronto se vieron desmentidas. Más recientemente sufrimos el “corralito” y el “corralón”. Es comprensible que los argentinos no confiemos demasiado  en las instituciones.
Pero es de esperar que las desilusiones sirvan también para no depositar tanto la confianza en factores exclusivamente políticos o coyunturales, como si un cambio de gobierno o un determinado plan económico debieran asegurar el futuro de todos de un modo mágico y fácil. Si bien la reforma de la política es indispensable, tampoco nos privará del empeño, el trabajo y la creatividad que hacen falta para desarrollarse y crecer. Los que esperaban que el retorno de la democracia resolviera por sí solo los problemas de cada uno, confiaron excesivamente en las instituciones. Los que fantaseaban creyendo que la convertibilidad les aseguraba el futuro y que bastaba con colocar pesos en un banco para recibir automáticamente dólares sin esfuerzo alguno –en lugar de planificar una inversión diversificada y realista– confiaron excesivamente en un falso milagro. La experiencia debería enseñarnos a mirar con cautela las ganancias demasiado fáciles y a utilizar mejor nuestra inteligencia para invertir con astucia. De otro modo, además de quejarnos por haber sido estafados, deberemos quejarnos también de nuestra propia cómoda ingenuidad.
Sin embargo, quejosos y estafados, los argentinos siguen apostando por la democracia en la medida en que ven pequeños signos de honestidad y de recuperación. Esto significa que los apasionados y dramáticos argentinos, cuando piensan con la mente en frío, y aun sufriendo en carne propia las consecuencias de las malas políticas y de la corrupción, tienen confianza en las posibilidades del país y de la democracia. La tristeza y el desencanto están siempre entremezclados con una escondida luz de esperanza.

Es difícil describir el humor del argentino en general. Ya nos referimos a su discreta tristeza; pero podríamos caracterizarlo ante todo como ciclotímico, voluble o inestable. Frecuentemente los circunstanciales estados de ánimo condicionan sus decisiones y reacciones. Sentimental y emotivo, “pasa del grito al silencio, de la euforia a la depresión”, y en general se muestra “inquieto, nervioso y expansivo”.[7] Pero a veces esta energía se bloquea y se esconde detrás de una cara de vinagre. Por eso, cuando está solo puede parecer ensimismado, melancólico, hasta resentido, pero cuando se junta con otros en el deporte o en un festival, grita, salta, abraza, llora. Los rockeros de otros países suelen visitar con gusto este país, porque el fervor de nuestra gente los estimula.
En otro sentido, podemos afirmar que, junto con su melancolía, los argentinos tienen “buen humor”, porque abundan las personas ocurrentes. Las conversaciones cotidianas suelen estar saturadas de chistes, bromas, dobles sentidos, ironías ingeniosas.
Este humor en realidad es parte de un estilo desenfadado que a veces puede parecer irrespetuoso. Nuestro lenguaje informal y poco reverente en realidad expresa un  deseo de saltar las distancias, de igualar a todos eliminando cualquier jerarquía Reconozcamos que el modo como se habla en nuestros medios de comunicación sobre los dirigentes, incluso acerca del presidente de la Nación, en otros países de América Latina produciría cierto rechazo. Entre nosotros hay un desprecio espontáneo hacia toda pretensión de jerarquización. Sería impensable en Argentina la existencia de títulos de nobleza, o la ostentación permanente de insignias, escudos o sangre azul. Las bromas, las burlas y la impudicia verbal echarían por tierra toda pretensión de superioridad o de trato distintivo.
Es cierto que esto a veces raya en la violencia verbal o en el atropello, y que expresa un deseo de igualación que suele ser fruto de resentimientos; pero entre nosotros el humor nos sirve frecuentemente para bajarnos el copete, para relativizar nuestras vanidades y no tomarnos tan en serio a nosotros mismos. Cuando estamos sintiendo que somos más que los demás, llega un amigo que nos dice “gordo”, “pelado”, “tuerto” o cabezón”. Entonces podemos llegar a reírnos de nuestras pretensiones de grandeza.
Es tan característico este peculiar hábito nuestro de ponerle una pizca de humor y confianza a toda relación, que en otros países tenemos que moderarnos para no ofender la sensibilidad ajena. Cuando yo estudiaba en Roma, utilizaba espontáneamente esos apelativos tan comunes entre nosotros, hasta que un español me pidió que no le dijera “gordo”, y me confesó que no entendía por qué yo utilizaba rasgos desagradables del cuerpo ajeno para denominar a las personas.
Por otra parte, el ambiente tan formal, serio y algo frío de algunos países nos lleva a extrañar ese cálido desenfado y esa familiar jovialidad que hay entre nosotros.

Víctor Manuel Fernández
Rector de la Pontificia Universidad Católica Argentina


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Fuente y texto completo: http://identidadargentinahoy.blogspot.com.ar/2012/08/la-identidad-cultural-de-los-argentinos.html

Identidad Argentina en el Bicentenario


Alí Mustafá (Universidad Nacional de San Martín, 2016)

La memoria también rescata del olvido los recorridos de los grupos humanos que emigraron para buscar la realización de sus anhelos, afincándose, proyectando su propia cultura e interactuando con otras originarias y locales instaladas. De esta forma, los inmigrantes junto con los pueblos originarios han construido y construyen nuevas identidades.
La identidad de un pueblo reconoce y se apropia de la memoria histórica y marca una pertenencia a un determinado grupo o sociedad con la que se comparten valores, creencias, costumbres, rasgos culturales que se recrean y dinamizan con la interacción de otras.
Así nos encontramos frente al híbrido cultural que el antropólogo Néstor García Canclini lo define como la condición básica de yuxtaposición y comparación interpretativo-semiótica de diferentes tradiciones de imaginería cultural”
Veamos algunos datos. Desde la etapa fundacional del estado nación se han consolidado diferentes períodos en los que los procesos migratorios fueron centrales para definir el desarrollo de nuevas formas de percibir lo nacional y construir ciudadanías. Durante la colonia para reemplazar la mano de obra indígena los europeos decidieron trasladar a América esclavos de África. Se calcula que de los 60 millones de esclavos que fueron enviados a América, sólo llegaron con vida unos 10 millones. A América del Sur arribaron a través del puerto de Buenos Aires primero, y luego de Montevideo. El destino principal fueron las ciudades del noroeste. En el censo realizado en 1778 la población de origen africano ascendía promedio al 45% aproximadamente del territorio virreinal a la que se sumaba una gran población quechua, aymara, colla,  guaraní y otros pueblos originarios.
Por entonces y al momento de nuestra independencia, el actual territorio argentino tenía una baja densidad poblacional. Esta realidad llevó a promover medidas de desarrollo socioeconómico fomentando la inmigración como uno de sus factores fundamentales. En 1853 ese proyecto se plasmó en la letra de la Constitución Nacional y sería el instrumento esencial para promover la inmigración esencialmente de origen europeo. Así la Argentina, al igual que AustraliaCanadáBrasil o Estados Unidos, era considerado un país de inmigración, cuya sociedad ha sido influida por el fenómeno inmigratorio masivo, que tuvo lugar a partir de mediados del siglo XIX.
En 1870 nuestro país tenía una población de 2 millones de habitantes y fue uno de los principales  receptores de la gran corriente europea hasta 1950. El impacto sociocultural y económico fue intenso por la cantidad de inmigrantes recibidos y por la escasa población de nuestro territorio. Por otra parte, ya para 1920, dice la Dra. Zulma Recchini de Lattes en La población argentina,  un poco más de la mitad de quienes habitaban la ciudad de Buenos Aires, eran nacidos en el exterior. Recién en  1960 la población del país ascendía a 20 millones de habitantes, gracias al aporte de las  inmigraciones provenientes de Europa, y en menor medida de Medio Oriente.  Hasta entrado los ’70 la Argentina era en América Latina el país con mayor población de inmigrantes de procedencia europea.
En un salto histórico llegamos a los años `90 y vemos  que los flujos migratorios vuelven a ponen en discusión nuevas fronteras, nuevas formas interculturales de pensar el trabajo, las economías regionales,  la vida social y los procesos de ciudadanización. Aparecieron otras formas de encuentro que no necesariamente significaron un diálogo fecundo pero que sí modifican las relaciones de visibilidad de los inmigrantes.
En los años `80/`90 aparece una  diferenciación étnica que le otorga relevancia política y que coloca al fenómeno migratorio como un espacio de discusión, investigación y relevancia en el campo de los aportes del mundo de la cultura. Esto lleva a repensar los acuerdos regionales instalados como el Mercosur y las políticas públicas desde una perspectiva situada en la plena garantía de los derechos sociales y culturales para todos los habitantes, residentes y ciudadanos de la región.
LA ARGENTINA Y LA SITUACIÓN MUNDIAL
Las migraciones tienen un impacto cultural, social y económico porque los flujos van en gran medida de las periferias subdesarrolladas a los centros desarrollados en busca de una mejor calidad de vida.  La  Organización Internacional de Migraciones (OIM) dice que “la emigración proporcionará a las naciones industrializadas la mano de obra que necesitarán en los próximos 50 años debido al envejecimiento de su población”.
En 2005, hubo 200 millones de migrantes en todo el mundo, lo que representa el 3,3 % de la población total del planeta y la OIM calcula que el número no parará de crecer. De ellos, 51 millones se registraron en América. Estados Unidos recibió 38,3 millones mientras que América Latina y el Caribe sólo 6,6 millones de los cuales 1,5 millón llegaron a nuestro país.
En los últimos años el tema se reinstaló con mayor fuerza en la agenda política de los países centrales. En EEUU los candidatos presidenciales de las últimas elecciones, Obama y Mc Cain,  prometieron una reforma migratoria para mejorar la situación de los 12 millones de inmigrantes ilegales. Esta reforma, que fue anunciada hace unos días por el presidente Barak Obama, permitirá a los trabajadores inmigrantes indocumentados traer a sus familias e impedir la explotación laboral además que podrán pagar el impuesto a las ganancias producidas.  Se espera que este ejemplo sea repetido por la Unión Europea que como se sabe ha endurecido su política migratoria generando reacciones fundamentalmente en MERCOSUR, y  países de África del Norte.
Hoy, apoyados en varios documentos y compromisos internacionales como el Memorando de Entendimiento entre la Secretaría General Iberoamericana, la OIM y la CEPAL (Montevideo, abril de 2008), los países de la región  comienzan a presentar posturas comunes y reafirmar el artículo 10° de la Declaración de Salvador de Bahía (diciembre 2008) que dice “como representantes de sociedades multiétnicas, multiculturales y plurilingües reafirmaron (los presidentes) el valor de la diversidad y manifestaron su preocupación por el aumento de la xenofobia y la discriminación en el mundo y por iniciativas tendientes a  impedir la libre circulación de personas”.
También, “condenaron la criminalización de los flujos migratorios y las medidas que atentan contra los derechos humanos de los grupos migrantes destacando que la libre circulación de personas es tan importante como la circulación de bienes y flujos financieros”.
Por otra parte, el informe mundial de desarrollo humano “Superando Barreras” de 2009 expresa que vivimos en un mundo altamente móvil y que la capacidad de una persona de cambiar su lugar de residencia puede impactar sobre su ingreso, su  salud y su educación y, al mismo tiempo, constituye un aspecto fundamental de la libertad humana.  También señala temores exagerados en los países destinatarios sobre los efectos de la migración relacionados con expresiones de intolerancia o discriminación hacia sectores de la población migrante principalmente a las minorías afrodescendientes, comunidades indígenas y mujeres.
Según el estudio, en Argentina, “la crisis económica de 2001 causó un cambio radical en el flujo migratorio. Si en los ’90 Argentina fue un imán para los inmigrantes, de 2001 a 2003 experimentó un éxodo de 255 mil personas, casi seis veces más que todo el período de 1993 a 2000”. En cambio, cuando En 2005 se comenzó a superar la crisis y se retomó el camino del crecimiento y la producción, la emigración se redujo y la Argentina recibió 1,5 millón de inmigrantes de países limítrofes, China, Corea y en menor medida de Europa oriental y África, erigiéndose como el principal destino de América latina y el Caribe en el ranking del movimiento migratorio.
Finalmente, el Informe “Superando Barreras” destaca las políticas pro-inmigración del gobierno argentino, especialmente aquellas aplicadas a través del Mercosur. Se señala como ejemplo de política pro-inmigratoria la legislación argentina que habilita a cualquier ciudadano sin antecedentes delictuales de un país que forma parte del acuerdo regional a obtener residencia legal. Vemos entonces como el ser humano, que en las relaciones internacionales antes era tomado como ciudadano de un estado, ahora pasa a ser sujeto de derechos y deberes en el plano internacional.
La migración que caracteriza al mundo contemporáneo es tan compleja como los problemas que la generan, aunque el origen podemos visualizarlo en la desigualdad hacia adentro de los estados y las asimetrías socioeconómicas entre los países desarrollados y subdesarrollados.
En estos tiempos, la Argentina vuelve a ser un país de oportunidades. De esta manera estamos frente a una nueva conformación de la identidad regional y nacional, influenciada por diversos factores culturales que sin duda como en otros momentos históricos han impactado en la construcción y desarrollo de nuevos hombres y mujeres,  un híbrido cultural.
El bicentenario es una buena oportunidad para apelar a la memoria y volver a reconstruir los valores solidarios, de  igualdad de oportunidades e integración que están reflejados en nuestra Constitución Nacional. Y esta en cada uno de nosotros ser los artífices de nuestro propio destino y trabajar en la construcción del relato de una identidad plural y equitativa.




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Fuente: http://www.unsam.edu.ar/surglobal/identidad-argentina-en-el-bicentenario-ali-mustafa/




Carta abierta a la patria

Carta abierta a la patria 




Esta tierra sobre los ojos, este paño pegajoso, negro de estrellas impasibles, esta noche contínua, esta distancia. Te quiero, país, tirado abajo del mar, pez panza arriba, pobre sombra de país, lleno de vientos, de monumentos, de esperpentos, de orgullo sin objeto, sujeto de asaltos, estúpido curdela inofensivo puteando y sacudiendo banderitas, repartiendo escarapelas en la lluvia, salpicando de babas y estupor canchas de fútbol y ring sides. Pobres negros. Te estás quemando a fuego lento y donde el fuego, donde el que come los asados y tira los huesos, malandras, cajetillas, señores y cafishios, diputados, tilingas de apellido compuesto, gordas tejiendo a dos agujas, maestras normales, curas, escribanos, centrofowards livianos, Fangio solo, tenientes primeros, coroneles, generales, marinos, sanidad, carnavales, obispos, bagualas, chamamés, malambos, mambos, tangos, secretarías, subsecretarías, jefes, contrajefes, truco, contraflor al resto.
Y qué carajo si la casita era un sueño, si lo mataron en pelea, si usted lo ve, lo prueba y se lo lleva, liquidación forzosa, se remata hasta lo último. Te quiero, país tirado a la vereda, caja de fósforos vacía.
Te quiero, tacho de basura que se llevan sobre una cureña envuelto en una bandera que nos legó Belgrano, mientras las viejas lloran en el velorio, y anda el mate con su verde consuelo, lotería de pobre.
En cada piso hay alguien que nació haciendo discurso para algún otro que nació para escucharlos y pelarse las manos. Pobres negros que untan las ganas de ser blancos, pobres blancos que viven en un carnaval de negros. Qué quiniela, hermanito, en Boedo, en Palermo y Barracas, en los puentes, afuera, en los ranchos que paran la mugre de la pampa, en las casas blanqueadas del silencio del Norte, en las chapas de zinc donde el frío se frota, en la Plaza de Mayo, donde ronda la muerte trajeada de mentira.
Te quiero, país desnudo que sueña con un smoking, vicecampeón del mundo en cualquier cosa, en lo que salga: tercera posición, energía nuclear, justicialismo, vacas, tango, coraje, puño, viveza y elegancia. Tan triste en lo más hondo del grito, tan golpeado en lo mejor de la garufa, tan garifo a la hora de la autopsia.
Pero te quiero, país de barro, y otros te quieren, y algo saldrá de este sentir. Hoy es distancia, fuga, no te metás, que vachaché, dale que va, paciencia. La tierra, entre los dedos, la basura en los ojos, es estar triste, ser argentino es estar lejos, y no decir mañana porque ya basta con ser flojo ahora.
Tapándome la cara, me acuerdo de una estrella en pleno campo, me acuerdo de un amanecer de Puna, de Tilcara de tarde, de Paraná fragante, de Tupungato arisca, de un vuelo de flamencos quemando un horizonte de bañados.

Te quiero país, pañuelo sucio, con sus calles cubiertas de carteles peronistas, te quiero sin esperanzas y sin perdón, sin vuelta y sin derecho, nada más que de lejos y amargado. Y de noche.
Julio Cortázar, 1955