martes, 17 de mayo de 2016

[TUTORÍA] Guía Nº 1: El dador de recuerdos.

Guía I
El dador de recuerdos
(The Giver, Phillip Noyce, 2014)
Fecha límite de entrega: viernes 20 de Mayo de 2015. 



1.       Analiza las ventajas y desventajas de la Comunidad de Jonas. ¿De qué maneras la comunidad en la que vive Jonas parece ser una utopía? Hacé una lista de ellas. ¿Por qué estas cosas parecen contribuir a la “perfección”?
2.       ¿Cómo se percibe el concepto de familia en la Comunidad y cuál es su función?
3.       Compara la relación que Jonas tiene con el Dador de recuerdos con la relación que tiene con su madre, su padre y su hermana.
4.       Explica qué importancia tiene el uso del lenguaje en la película.
5.       Explicá por qué los sentimientos y los recuerdos han sido eliminados de la comunidad de Jonas.
6.       Explica cómo funciona la selección y asignación de trabajos y tareas en la comunidad de Jonas. ¿Estás de acuerdo con la idea?
7.       ¿Por qué Jonas es alienado de sus amigos después de haber sido elegido como el siguiente “Recibidor”?
8.       Ser un Recibidor ¿Es un honor o un castigo? ¿Por qué?
9.       ¿Qué sucedió con el recibidor anterior a Jonas?
10.   ¿Cómo se plantea la idea de muerte en la película? ¿Por qué?
11.   ¿Qué ha resignado la gente en la comunidad de Jonas a cambio de vivir en un “ambiente seguro”?
12.   ¿Por qué la película al inicio está en blanco y negro? ¿Qué produce el cambio?
13.   ¿Qué decide Jonas cerca del final de la película? ¿Qué lleva con él? ¿Por qué?
14.   ¿Cuáles son los valores que podés recuperar de la película? ¿En qué momentos los evidenciás?
15.   ¿Elegirías vivir en una comunidad como la de Jonas? Argumentá tu respuesta, sea positiva o negativa.
16.   “Cuando la gente tiene la libertad de elegir, elige mal”. ¿Estás de acuerdo con esta afirmación? Argumentá tu respuesta, sea positiva o negativa.

Para volver a ver la película: 




jueves, 12 de mayo de 2016

jueves, 5 de mayo de 2016

La identidad cultural de los argentinos. Qué nos distingue.



I. Nosotros y el mundo

No somos sólo lo que nos distingue

Es difícil hablar de la cultura argentina o de la identidad argentina. Hay enormes diferencias culturales entre un coya, un sanjuanino, un correntino, un chubutense o un porteño. No obstante, los medios de comunicación, el turismo interno y la movilidad laboral hacen que algunos rasgos se generalicen. Y esto es un fenómeno que se ha producido sobre todo el los últimos 20 años. En 1990, un joven de Alpa Corral -un puebito de 800 habitantes en las sierras de Córdoba- comparado con un joven porteño parecía un ser de otro planeta. Hoy no es así. Se produce sobre todo un contagio de ciertas notas culturales propias de la zona central del país –especialmente de Buenos Aires- en el interior del país. En cambio, la presencia de mucha gente del interior en las villas de Buenos Aires y del gran Buenos Aires no ha modificado la cultura del porteño, como no lo hace la presencia de paraguayos.

Una segunda precisión que conviene hacer es que hoy no se puede hablar de una identidad argentina prescindiendo de las características de la época en que nos toca vivir. Cuando se pregunta por la identidad de alguien se puede correr el riesgo de pensar sólo en lo que es diferente, distintivo, original. Pero en realidad la mayor parte de lo que somos la tenemos en común con otros, sobre todo en esta época globalizada. Por eso es imposible pensar en una identidad argentina separando sólo aquellas características que nos diferencias de otros pueblos y culturas. Eso no sería el argentino, sería una construcción parcial y mentirosa.

Por eso, para hablar de la identidad argentina, lo primero es ubicarla en el contexto de las características del ser humano posmoderno. Estamos acostumbrados a hablar de nuestra  época con tono negativo. Reconocemos los avances científicos pero destacamos una degradación cultural y moral. Sin embargo, esa no es la única verdad, porque todas las épocas tienen aspectos oscuros y valores. Les podría mencionar al menos 20 aspectos positivos, verdaderos avances éticos o culturales de esta época que nos toca:

1. Un valor importante de esta época es una mayor y más generalizada conciencia de los derechos humanos y de la propia dignidad, lo cual no es decir poca cosa. Durante siglos muchas personas han soportado y tolerado que arrasaran con su dignidad y han vivido como esclavos sometidos al capricho de sus patrones y sometiéndose servilmente a sus criterios. Es bueno que hoy no sea tan fácil.

2. Por consiguiente, hoy nadie puede imponer ideas; tiene que ser coherente y mostrar la razonabilidad, la conveniencia o la belleza de sus propuestas. Esto plantea mayores exigencias a todos y exige que todos sin excepción se abran al diálogo constructivo si quieren ser escuchados y respetados.

3. El progreso en las comunicaciones ha hecho que la gente esté mucho más informada. Ya no se la engaña tan fácilmente, y hoy generalmente es posible conocer distintas versiones de los hechos. El acceso al conocimiento se ve facilitado por impresionantes avances técnicos  que con el paso del tiempo se vuelven accesibles a sectores más amplios de la población.

4. Al mismo tiempo se valora mucho la igualdad y se rechazan la pretensión de mantener  privilegios y pretensiones de nobleza o de clase. Por eso mismo se reacciona con mayor fuerza ante las injusticias. Se constata una mayor igualdad entre varón y mujer; las mujeres van conquistando espacios que antes no tenían y su lugar es más respetado.
Se percibe mayor tolerancia con el diferente y menos expresiones de discriminación, que generalmente es mal vista.

5. También hay mayor espacio para poder manifestarse como uno es, libertad que se expresa aun en detalles, como el modo de vestir, la música que se escucha, etc.

6. La convivencia social más sincera, porque las personas en general se han vuelto másespontáneas. Hay menos estructuras rígidas y mayor confianza entre la gente para expresar las cosas; no sólo las propias ideas, sino también los sentimientos, estados de ánimo, dificultades interiores. Hay más sencillez en el trato, menos respeto de las distancias, menos formulismos, y más capacidad para preguntar, cuestionar, interpelar. Si bien esto puede degenerar en faltas de respeto y de delicadeza, siempre es mejor que unas relaciones humanas distantes y un sometimiento servil.

7. El fútbol, los grandes festivales y otras manifestaciones masivas (festejos del Bicentenario) no se han debilitado en una posmodernidad que tiende a privatizar todo, y estas experiencias populares ponen en contacto a las personas entre sí, unidas por pasiones comunes, y así son también un cierto contrapeso al individualismo.

8. La solidaridad, aunque no siempre se la ejercite, es vista como un gran valor. Si en otra época un sacerdote se dedicaba a los pobres o hablaba de derechos humanos, era mirado con cierta sospecha  o desconfianza. Hoy es más bien respetado o valorado por ello. La Madre Teresa de Calcuta se ha convertido en un símbolo indiscutible. Es más, hasta los sectores  políticos de derecha hoy descubren la necesidad de hablar de la situación de los pobres en sus discursos, porque temen ser identificados como defensores de los derechos de los ricos. Además, surgen permanentemente nuevas organizaciones o asociaciones para defender algún derecho relegado o para promover y rescatar algún valor injustamente descuidado. Esto, más allá de los problemas que pueda ocasionar, es innegablemente un importante progreso humano.

9. Se ha generalizado más el aprecio por la paz, el rechazo de la guerra y de la violencia, reconociendo también que hay diversas formas de violencia. Fenómenos como la violencia familiar, el abuso de menores, el maltrato de la mujer, que siempre han existido, hoy salen mucho más a la luz y son públicamente denunciados y reprobados.

10. Lo que a veces llamamos frivolidad puede ser en el fondo ganas de vivir, deseos de disfrutar y experimentar lo que este mundo ofrece, gratitud por la existencia, y un poco de ilusión que ayuda a seguir adelante y a  no caer en las garras de la tristeza y el desánimo.

11. Junto con el avance de las drogas y adicciones, cabe reconocer que hay un mayor respeto hacia la propia vida, un mejor cuidado de la salud y un trato más delicado consigo mismo. Así se ha debilitado un cierto desprecio hacia el propio cuerpo y un descuido de la salud que caracterizaban sobre todo a gente del campo o de menores condiciones económicas. Mucha gente hoy selecciona mejor lo que come, trata de hacer gimnasia o de caminar, etc.

12. El arte se cotiza mucho más. Se valora más la tarea de los artesanos, pintores y poetas, que antes eran vistos como seres ociosos, afeminados o extraños.

13. Hay más deseos de desarrollar los propios talentos, más preocupación por trabajar en lo que uno le gusta y donde uno puede aportar algo original. También, en el mundo en que vivimos, aunque muchas veces es cruel, hay mayores exigencias para buscar la excelencia y mantenerse al día, lo cual no deja de ser un estímulo para el desarrollo personal.

14. Al mismo tiempo, hay un mayor reconocimiento de los límites del ser humano y de lo relativo de las propias ideas y elecciones. Se toma conciencia deque la realidad nos supera por todas partes, se reconoce la propia fragilidad y –en la población en general– hay mucha menos ilusión de omnipotencia.

15. Crece la conciencia de que el mundo es un lugar que hay que cuidar con responsabilidad. Parecía que todos estaban encerrados con sus computadoras, pero en realidad la gente sale mucho a buscar contacto con la naturaleza. También hay más sensibilidad ante las demás creaturas que se refleja en el gusto por los programas de TV dedicados a los animales, las plantas o la geografía, permitiendo así muchas veces que el sexo no sea lo único que llame la atención.

16. Hay menos prejuicios racionalistas y más apertura hacia lo religioso, una mayor búsqueda de experiencias espirituales o una particular nostalgia de la oración.  Aunque esto implique notas de individualismo y desprecio hacia las instituciones, la religión es más vivida como una búsqueda personal que como la aceptación de normas y ritos impuestos desde afuera.

17. La globalización ha permitido que ningún lugar del mundo nos resulte extraño o lejano, que tengamos mayor conciencia del mundo en que vivimos, mucho más amplio y variado que el lugar donde estamos.

18. Sin embargo, esto no ha provocado la temida disolución de las riquezas locales. Al contrario, quizás por la posibilidad de una mayor comparación, se está desarrollando una nueva valoración de las culturas locales y de las tradiciones populares, que poco tiempo atrás eran vistas por muchos como algo antiguo, atrasado o caduco.

19. Las inmensas posibilidades de conocimiento y de experiencias variadas, junto con la impresionante apertura al mundo entero que se ofrecen hoy al sujeto hipercomunicado, invitan a ir creando poco a poco una nueva síntesis cargada de riqueza. Felizmente, Argentina tiene una larga tradición de apertura al mundo y de esfuerzo por integrar aportes diversos sin renunciar a su identidad.

Todo esto indica innegablemente que, más allá de lo económico, en nuestra época se ha elevado la calidad de vida de la población en general, y que las personas viven con mayor dignidad en muchos sentidos.
Hay indudablemente muchos riesgos de individualismo y de relativismo, pero todo lo que hemos señalado constituye un verdadero avance que hay que saber valorar. No hemos pasado del blanco al negro, el tiempo pasado no era mejor en todo sentido, y hay nuevos puntos de partida que deberían permitir que, con el paso del tiempo, logremos una nueva síntesis superadora que cure las debilidades del presente y rescate mejor los valores perennes del pasado.

Autoestima e identidad integrada al mundo


Avancemos ahora en algunas consideraciones más específicamente argentinas.
Ciertas mentes dualistas parecen pensar que el mundo desarrollado es pura bondad o racionalidad y que Argentina es pura decadencia. Por eso pretenden reconstruir el país comenzando absolutamente de cero, como si en la cultura nacional no pudiera encontrarse ningún  punto de partida para esa reconstrucción, o como si el pasado y el presente sólo fueran una degradación despreciable. Es una forma irracional y sutil de afirmar que la solución estaría en matar a todos y traer ingleses o alemanes a poblar nuestro suelo. Pero con esa baja autoestima nacional es imposible crear algo nuevo. La actual crisis internacional está mostrando que en los países que admirábamos no todo es racionalidad y perfección.

En otros sectores de la población sobreviven formas chauvinistas y cerradas de concebir la vida, desconfiando de los vecinos o creyendo que es posible crecer aislándose del resto del mundo.

Como siempre, la verdad está en un sano equilibrio que permita alimentar el amor a nosotros mismos y al mismo tiempo una enriquecedora apertura. Nos detendremos en esta doble polaridad.

En realidad la autoestima de los argentinos es muy fluctuante. Fácilmente pasamos de creernos diferentes, especiales, únicos, a decir que de este país no se puede esperar nada. En esto tiene mucho que ver la inmigración italiana,
Un amigo que trabaja en Chile, me manifestó su admiración por la responsabilidad, el orden y la contracción al trabajo de los chilenos. Inevitablemente surgió la comparación con nuestro país, y mi amigo lanzó su teoría sobre la causa de muchos defectos argentinos: “Acá hay demasiado italiano”, me dijo. Volví a escuchar varias veces esta supuesta explicación de nuestros males.
Es cierto que la impresionante inmigración italiana marcó profundamente la identidad nacional. Los políticos esperaban que el país se llenara de anglosajones, y llegó un flujo imparable de tanos ansiosos. Eso acentuó todavía más nuestro espíritu dramático, fatalista, quejoso, impaciente, ciclotímico, algo melancólico, y no siempre  dado al orden y a la racionalidad. Pero también es innegable que este flujo humano insufló en la cultura argentina una nueva fuente de vitalidad, creatividad e inspiración. Así lo muestran algunos apellidos que, en distintos ámbitos y niveles, reflejan el ingenio argentino: Soldi, Fangio, Berni, Storni, Bocca, Cassano, Sabato, Cadicamo, Piazzola, Favaloro, Batistuta, Landriscina, Discepolo, etc.
La vena italiana penetró nuestra identidad nacional. Es algo análogo a lo que sucedió con los negros en Brasil. Si allí hasta los descendientes de flemáticos alemanes se contagiaron del ritmo de los negros, en nuestro país, después de la inmigración italiana, ni los españoles ni los criollos son los mismos. Los “tanos” no trajeron sólo la pasta y la pizza. Aportaron también pasión y entusiasmo, el culto a la amistad y unos cuantos valores que hoy nos caracterizan. Por otra parte, gracias al esfuerzo y al entusiasmo de muchos italianos ilusionados, una gran parte de nuestros campos dejaron de ser monte o desierto y se convirtieron en fuente de riqueza.
La inmigración italiana ha reforzado el hecho cultural de que las inquietudes y alegrías de los argentinos están particularmente ligadas a dos grandes ejes: la familia y el trabajo. Así lo confirman recientes encuestas.[1] Veamos:
Con respecto a las cosas más negativas, dolorosas o problemáticas de la vida, sólo dos cuestiones tienen un fuerte consenso en nuestro país: el 42% menciona la enfermedad o muerte de un ser querido, y el 51% problemas económicos o de empleo (23% problemas de empleo y 18% problemas económicos en general). Aquí se advierte claramente que las dos grandes preocupaciones de los argentinos tienen que ver con la familia o con el trabajo.[2]
Además, nuestros males no comenzaron con la inmigración italiana, sino bastante antes. Marcos Aguinis, entre otros, propone una explicación distinta de nuestros mayores defectos: “Así pensaban los hidalgos, y así siguieron pensando generaciones de descendientes; la viveza tiene un lamentable carácter estructural”.[3]
En síntesis: si la inmigración italiana pudo haber reforzado algunos aspectos negativos, propios de las culturas latinas, ya presentes en nuestra idiosincrasia, también es cierto que ha enriquecido nuestro substrato cultural, agregándole valiosas posibilidades de desarrollo artístico e intelectual. Esas posibilidades están también presentes entre las brasas que hoy podríamos avivar.

Pero esta vena dramática hace que se haya vuelto frecuente culparnos a nosotros mismos de nuestros males. Esto, que sería saludable si se tratara de una adecuada autocrítica, se convierte en una especie de boumerang, porque tanto los sentimientos de culpa como el resentimiento con los compatriotas no permiten producir movimientos esperanzados y activos de cambio social. Todo lo contrario.

Por eso, más bien hay que recordar que las causas de nuestra crisis son complejas y múltiples. Ni los argentinos somos una porquería absoluta, ni los poderes económicos mundiales son ángeles benefactores o generosos amigos.

Tampoco conviene creer que el desarrollo moral ofrecerá todos los recursos necesarios para el progreso. La solución de los problemas económicos también está relacionada con los factores externos, requiere cambios estructurales que superan la buena voluntad de los individuos y supone una buena cuota de habilidad, organización, previsión, capacidad, capacitación y astucia.

En España, en Italia y en Estados Unidos, por citar tres ejemplos, hubo en las últimas décadas hechos de corrupción notables, algunos de ellos en las penumbras, como los negociados internacionales de la familia Bush en conexión con la invasión a Irak. Además, no muchos norteamericanos parecen realmente interesados en enjuiciar a Bush, porque otorgan prioridad a los “intereses nacionales”. No vaya a ser que lo que se descubra perjudique la estabilidad económica de los Estados Unidos.
Por lo que conozco de España y de Italia, hay un grado importante de corrupción estructural, instalada en diversos estratos de la población. Me consta, por ejemplo, que en varias ciudades italianas la policía cobra una cuota de contribución para garantizar la “protección” de  un lugar, que de otro modo se convertiría en zona liberada. También hay españoles que estudian con becas en diversas ciudades de Europa, pero viajan mensualmente a España para cobrar el “paro”. Y no ignoremos que los gobiernos de Italia y de España han evitado tomar determinadas medidas irritantes para la población para no afectar sus intereses electorales.
De hecho, no tenemos los problemas de terrorismo que sufren otros países como Rusia o Israel; no tenemos los índices de violencia familiar de España, ni el alcoholismo de Alemania, ni el 40% de obesidad y la mentalidad imperialista de Estados Unidos, o la guerrilla y el narcotráfico de Colombia, el racismo de Austria, o la polarización política de Venezuela; ni tenemos la proporción de suicidios de Japón o de Corea, ni la desproporción en los ingresos de la población de Brasil, ni el envejecimiento demográfico de Europa occidental, ni los conflictos étnicos y religiosos de los Balcanes, etc. Tenemos algo de todo eso, pero ciertamente en menor grado. Y tenemos otros problemas, pero tampoco podemos decir que seamos los únicos en detentar los defectos que poseemos. La verdad es que los compartimos con muchos otros países.
Esto de ninguna manera es un consuelo, pero es una invitación a sacudirse la negatividad para poner el punto de partida adecuado. Sólo puede lograrse algo nuevo a partir del reconocimiento humilde y gozoso de nuestros valores, nuestros logros positivos, nuestras capacidades que tenemos que cuidar y explotar, junto con una sabia autocrítica que nos involucre personalmente y nos estimule al cambio. Ese punto de partida deja espacio a la alegría en medio de tantos males. De otro modo nos sucederá lo que le ocurre a un joven cuando sólo le indican sus errores y sus miserias. Por más vanidoso que parezca, apabullándolo con acusaciones sólo favoreceremos su tristeza interior y su parálisis.
Cuando todo es completamente negro, nadie tiene ganas de enfrentar la tarea demasiado ardua de comenzar de cero. Simplemente se convierte en un melancólico que arrastra su inevitable miseria. O bien se siente parte de un pequeño grupo de puros y perfectos, criticando a la sociedad desde afuera, y sosteniendo que ya no se puede hacer nada. Es el mejor modo de justificar la inercia cómoda, tristona y antisocial.

Lo más inteligente sería adquirir una visión serena de los valores y de los antivalores presentes en nuestra cultura, para percibir objetivamente dónde estamos parados e iniciar un camino realista de reconstrucción nacional. Porque sólo es posible un desarrollo auténtico y perdurable si se produce desde las potencialidades de la  propia cultura, liberándola de sus lastres negativos y aprovechando sus posibilidades y rasgos positivos.
A partir del propio substrato cultural podrían brotar y desarrollarse valores que contrarresten la crisis moral. Porque la lucha contra los antivalores sólo es eficiente si se la lleva adelante desarrollando valores. Con el florecimiento de valores propios, la cultura nacional se volverá capaz de fagocitar y transformar las fuerzas inmorales que tienden a destruirla.

Esto supone una valoración positiva de la cultura popular. Porque el ser humano no existe como algo aislado y puro, sino siempre realizado concretamente en una cultura determinada. Si esto es así, sólo hay educación o crecimiento posible si no procura a partir de la cultura de la población.
En nuestro país es común mirar hacia América del Norte o Europa pensando que cuando seamos como ellos entonces sí podremos progresar, lo cual es imposible por dos motivos:
a) Primero, porque sabemos bien que si todos consumiéramos como los habitantes de Estados Unidos, el mundo no sólo no podría abastecer tal nivel de derroche, sino que ni siquiera podría llegar a contener los residuos. Los estudios sobre las consecuencias ecológicas de tal consumo, muestran que sería insostenible generalizarlo. Por eso, el supuesto progreso que hubo en ciertos países subdesarrollados sólo consiste en que han aumentado notablemente las posibilidades de consumo para un sector reducido de la población, un escaso porcentaje que se acercó más al nivel de los países desarrollados. Este tipo de progreso en los pueblos pobres es aceptable para los países más desarrollados, porque les  permite mantener a largo plazo su propio nivel de consumo. 
b) En segundo lugar, porque alguien puede desarrollarse de una manera sana y feliz sólo si lo hace desde su identidad propia. Por lo tanto, sólo puede promoverse adecuadamente a un pobre si no se lo mutila en su modo peculiar de ser y de mirar la vida. De otra manera, terminaremos creando gente triste, agresiva, desequilibrada, siempre insatisfecha. Nos limitaríamos a ser una copia de mala calidad de lo que pueden ser otros países, pero con una profunda tristeza que brota de la autonegación.
El pobre evidentemente no está en contra del progreso, pero es importante estar atento a la idea de progreso de la cultura popular, que es más humanista que la de la cultura moderna de los desarrollados. Esta se orienta de hecho al beneficio de los que tienen poder, de los que necesitan crear una especie de paraíso eterno en la tierra.
Todo esto nos invita a revisar nuestra noción de tolerancia; porque la tolerancia y el pluralismo no se dan sólo entre personas de un mismo sector social y cultural, sino entre diferentes. Implica entonces que el porteño deberá respetar al coya en sus opciones, en su estilo de vida, en su modo propio de ser feliz y de ver las cosas, sin pretender imponer dentro del país una forma atroz y arrasadora de “globalización”. Pero aún en un reducido espacio geográfico, como el del gran Buenos Aires, hay subculturas que deben ser respetadas en sus peculiaridades positivas.
La intolerancia ante la cultura de otros sectores sociales es muy frecuente en los intelectuales que sólo destacan los aspectos débiles de la cultura popular, lo cual es una verdadera forma de violencia, tan atroz como la de las armas o la de la explotación económica.
Por otra parte, más que pretender cambiar a los otros, el aporte de cada uno debe situarse en el contexto del “intercambio”, ya que todos pueden enriquecernos y proponernos nuevos desafíos con su modo de ver las cosas, con su perspectiva, con su experiencia, con su sola existencia. Cuando alguien se sitúa unilateralmente en la posición del educador o del salvador, posee evidentemente pocas posibilidades de éxito y se expone al desprecio del otro, que tiene derecho a protegerse de eventuales imposiciones y de diversas formas de dominación cultural.
Esto sucede cuando los portavoces de la clase media se vuelven meros acusadores, incapaces de ponerse en el lugar de los otros, de respetar su historia y sus angustias; o cuando generalizan indebidamente, acusando a todos los pobres de los mismos vicios; o cuando pretenden dividir a la población en diversos estamentos donde no todos tienen los mismos derechos a opinar y a decidir. Entonces se alimentan las dialécticas sociales que no le aportan nada al país y que no educan a nadie. Al contrario, llevan a que los diversos sectores se radicalicen en sus opciones, se vuelvan parciales, y terminen justificando y acentuando sus puntos débiles.
En este sentido, los intelectuales muchas veces no son sólo víctimas de la incomprensión y de la ignorancia ajena; también, con buenas intenciones, suelen fallar en sus estrategias. Quizás defienden determinados valores –como la apertura, la tolerancia, el respeto– en teoría, pero los descuidan en la práctica concreta. Pensemos en Borges, tratando de “caballeros” a nuestros militares, o felicitando a Pinochet, y al mismo tiempo tratando de ignorante e inculta a la población civil.
En esta línea, algunos no comprendieron por qué en la primera manifestación por las víctimas de Cromagnon, los pobres rechazaron y expulsaron al señor Blumberg. Hay que recordar que él cometió un error –quizás involuntario, pero difícil de reparar–pretendiendo establecer categorías de víctimas, y distinguiendo los derechos de su hijo de los derechos –supuestamente menores– de otros secuestrados que eran drogadictos o tenían determinados defectos. Por consiguiente, tanto los pobres como los jóvenes que se sintieron identificados con esta “clase de gente” que Blumberg mencionaba, entendieron que él no los valoraba como personas con plenos derechos. Por eso  consideraron una incoherencia su presencia entre ellos.
La cultura popular aporta a la mayoría de los ciudadanos una memoria social y un sentido de pertenencia, donde hay que reconocer el valor de los símbolos populares que cohesionan. La unidad nacional no está sostenida sólo por las ideas de los intelectuales, sino también por determinadas referencias culturales: musicales, arquitectónicas, artísticas, lingüísticas, culinarias, incluso religiosas, que son parte de la historia y del substrato cultural que nos identifica. El sentido comunitario necesita estas referencias comunes, que en nuestra cultura nacional siguen siendo útiles para transmitir valores.[4] De otra manera, no habrá comunidad nacional sino simple coexistencia de grupos diversos con sus propios intereses. Si no hay cierta identidad cultural que cohesione a la mayor parte de la población, tampoco será fácil alimentar un espontáneo deseo del interés nacional. Sin lazos culturales fácilmente desaparece el sentido de lo común, con todos los graves riesgos que esto entraña, ya que sólo quedan sectores que compiten y que eventualmentenegocian para poder sobrevivir. Eso no es estrictamente un proyecto común.
Por eso, también en nuestro país se vuelve necesario un verdadero “pacto cultural”, un acuerdo de respeto, tolerancia y diálogo entre los diferentes que siente las bases para un pacto político. Ni siquiera el “pacto moral” que algunos proponen es suficiente, porque sólo un pacto cultural –donde cada uno reconoce al otro como otro– puede crear una trasfondo estable y profundo para cualquier otra forma de respeto y reconocimiento mutuo.

La necesidad de llamar la atención
Siempre que en nuestra tierra se habla y se escribe sobre los argentinos, se hace referencia a lo que los demás piensan de nosotros, a la mala imagen que damos ante el mundo. ¿Pero interesa tanto lo que piensen de nosotros? ¿Trataremos de ser mejores para que el mundo nos admire? ¿No será más sano liberarnos de ese espejo internacional y tratar de crecer por dignidad, por respeto hacia nosotros mismos, por amor a la verdad y a la belleza?
Si nos situamos a nosotros mismos como argentinos, esto se traslada a nuestra imagen en el exterior. La necesidad imperiosa de ganar un mundial de fútbol tiene mucho que ver con este deseo de estar en la boca de los demás. Por eso, cuando salimos del país, si los demás no mencionan las grandezas de la Argentina, nosotros nos encargamos de destacarlas. Si la Argentina está en crisis, gozamos al menos porque estamos en la boca de los extranjeros; y si no es así, nos encanta hablar de nosotros mismos, hasta el punto que cansamos a los otros. No se nos ocurre pensar que a los demás no les agrada estar pendientes de nosotros, y que tienen sus propios intereses.
Sería bueno que pudiéramos cambiar nuestra necesidad de sobresalir por el amor a la excelencia, de modo que pusiéramos lo mejor de nosotros para construir algo valioso. Se trata de pasar de la imagen que nos gustaría dar a descubrir qué podemos llegar a ser en realidad. Nuestra relación con el resto del mundo podría ser un saludable intercambio, donde nos alegremos recibiendo lo que los demás nos puedan aportar y gocemos también aportándoles algo bueno que hayamos construido. Detengamos en este asunto para comprenderlo con mayor profundidad.

En nosotros conviven dos cosas: por una parte, la inclinación a mirar demasiado para afuera (para copiar o para buscar aprobación); por otra parte, un nacionalismo chauvinista, vanidoso y cerrado. En realidad son dos expresiones del mismo narcisismo que nos lleva a hablar demasiado de nosotros mismos, sea para ensalzarnos, sea para autodespreciarnos. Todavía no hemos logrado una síntesis adecuada que conjugue un sano amor propio con la necesaria apertura.
Ante todo digamos que no se puede ser auténticamente universal sino desde el amor a la tierra, al lugar, a la gente y a la cultura donde uno está inserto. No hay auténtico diálogo si uno no tiene una clara identidad personal, porque nadie dialoga de verdad con otro si sólo le muestra una máscara, una apariencia; y tampoco puede hacerlo si no tiene algo verdaderamente propio, si su conciencia es sólo un sincretismo de ideas y experiencias que acoge indiscriminadamente. ¿Alguien sin identidad puede ofrecer a otro algo verdaderamente “personal”?
Lo mismo sucede cuando una persona no está arraigada en una cultura, en un lugar, cuando desconoce la misma tierra concreta que está pisando: ¿Desde dónde puede percibir los ricos matices de las variadas culturas, desde dónde puede acoger al diferente, desde donde puede pensar la diversidad?
Además, nada puede ofrecerle a este mundo inmenso alguien que no conoce ni valora a fondo el lugar que lo ha alimentado, alguien que no se dejó enriquecer por el lugar donde vivió la mayor parte de sus días.
Reconociendo esta riqueza de la variedad de miradas particulares, hay que advertir el riesgo de un “culto de lo global como unidad en la identidad, que propicia un universalismo reductor, integra por exclusión, absorción o violencia, y nivela confundiendo unidad con uniformidad. La integración de los aportes universales debería hacerse siempre desde la riqueza de la propia identidad. No es la superficialidad de quien no es capaz de penetrar al fondo de su propia patria, o por un resentimiento no resuelto ante la cultura de su propio pueblo.

Pero vale también lo contrario: no se puede ser adecuadamente local sino desde una sincera y amable apertura a lo universal. Así, la vida local deja de ser auténticamente receptiva, ya no se deja completar por el otro; por lo tanto, se limita en sus posibilidades de desarrollo, se vuelve estática y se enferma. Porque en realidad toda cultura sana es abierta y acogedora por naturaleza. Reconozcamos que mientras menos amplitud tenga una persona en su mente y en su corazón, menos podrá interpretar la realidad cercana donde está inmersa. Sin la relación y el contraste con el diferente es difícil percibirse clara y completamente a sí mismo y a la propia tierra, porque las demás culturas no son enemigos de los cuales hay que preservarse, sino que son otros tantos reflejos de la riqueza inagotable de la vida humana. Mirándose a sí mismo con el punto de referencia del otro, de lo diverso, cada uno puede reconocer mejor las peculiaridades de su persona y de su cultura: sus riquezas, sus posibilidades y sus límites.

En realidad, una sana apertura,  que acoja los aportes de las otras culturas, nunca atenta contra la propia identidad. ¿Por qué? Porque al enriquecerse con elementos provenientes de otros lugares, una cultura viva no realiza una simple copia o una mera repetición, sino que integra las novedades “a su modo”. Esto provoca el nacimiento de una nueva síntesis que finalmente beneficia a todos.

Esta dinámica debería vivirse ante todo en un proceso de integración con los pueblos latinoamericanos, especialmente con los de la región, para dejar de mirarlos como competidores y finalmente convertirnos en socios y hermanos. Teniendo tanto en común con ellos, y al mismo tiempo tanta riqueza que recoger de ellos, se vuelve imperiosa una creciente integración cultural que acompañe un proceso de integración económica.
Cuando viajamos a Europa o a Asia, y vemos que confunden a Buenos Aires con Río de Janeiro, adquirimos conciencia de que, dentro del concierto mundial, estamos muy cerca de nuestros vecinos. Si tomamos cierta distancia y nos ubicamos en el contexto del mundo entero, entonces sentimos que Pablo Neruda o Mario Benedetti son muy nuestros. Por eso lo mejor para nosotros es abrirnos al mundo desde América Latina, ya que esa sería una integración que nos permitiría preservar y alimentar nuestras raíces culturales, abrirnos al otro sin dejar de ser nosotros mismos.
En realidad, sólo es posible una adecuada y auténtica apertura al lejano si uno es capaz de abrirse al vecino. La integración cultural, económica y política con los pueblos vecinos debería estar acompañada por un proceso educativo que promueva el valor del amor al vecino, que es un primer ejercicio indispensable para lograr una sana integración universal.

El estado de ánimo

Detengámonos un poco en la vida emotiva de los argentinos. Suele decirse que en general tenemos una tendencia a la tristeza, o al menos a la melancolía. Siendo descendientes de gauchos que perdieron su libertad o de inmigrantes nostálgicos, nuestras expresiones artísticas, nuestra música, y nuestro modo de ser cotidiano, están generalmente teñidos de sombra. No faltan la fiesta, la jarana, la picardía. Pero el tono general y cotidiano lleva una mueca tristona en la mayoría de los rostros callejeros.
No vale la pena avergonzarse de esa marca cultural, porque también ha sido la fuente oculta y fecunda de mucha creatividad, de cierta profundidad y seriedad que aflora particularmente en los genios de nuestro pueblo. Un signo de ello podría ser el rostro de Atahualpa Yupanqui, o el de Ernesto Sabato.

De todos modos no podemos ignorar que la tristeza y la melancolía han crecido. No sólo por los acontecimientos nacionales de los últimos años, sino también debido a las características de esta época posmoderna que nos condiciona igual que a los demás. La ansiedad generada por los ídolos del tener, del placer y del aparecer, nos ha vuelto tan insaciables e inquietos por dentro, que ya no podemos detenernos a disfrutar profundamente de nada. Aun el contacto con la naturaleza nos provoca un escozor que nos lleva inmediatamente a buscar algo que hacer o que comprar.
Las múltiples ofertas del mercado entristecen a los pobres que no pueden acceder a ellas, o los estimulan a robar para alcanzarlas, y a los miembros de la clase media les exige una tensión permanente para mantenerse a la altura.
Es necesario reconocer que en nuestro país la ansiedad ha aumentado en las últimas décadas, y con ella se ha generado una reducción del gusto por la vida y una generalizada sensación de insatisfacción. Pero las notas de la cultura globalizada actual han acentuado el lado más negro de esta inclinación y han profundizado la típica ansiedad argentina, que ya no es sólo porteña sino que ha penetrado a la clase media en todo el país.
La obsesión por comprar y consumir nos vuelve a todos más individualistas y más tristes, pero también nos recorta la mirada y nos encierra en un sector reducido de la realidad y del placer. Se trata de una tiranía del presente que se traduce en una “atrofia de la imaginación y por lo tanto del deseo.
La tristeza propia de la insatisfacción tiene que ver también con una mirada negra –¿dramática?– sobre la realidad. ¿Pero se puede disfrutar de la vida si uno está permanentemente pendiente de las cosas negativas y de los errores ajenos?
A los argentinos nos describen como quejosos, negativos, a veces insoportables, cercanos a la intolerancia. Cuando por todas partes nos definen así, tendremos que sentarnos a pensar que posiblemente tengan razón.
Nosotros lo disfrazamos de “sentido de justicia”. Lo es, pero sólo en parte. Recordemos que cuando una virtud se degenera se convierte en un vicio. Algo bueno, pero fuera de lugar, se vuelve desagradable.
Pero éste, como todos nuestros rasgos culturales, es ambiguo. Puede convertirse en la fuente de auténticos valores que nos dignifiquen con un tono que nos caracterice. El problema es que, siendo apasionados, suele faltarnos la adecuada e indispensable proporción. Una cosa es enfurecerse por una injusticia social grave que no es debidamente castigada. Pero otra cosa es perder los cabales y reaccionar con violencia por una puerta que se golpea,  o tratar de inservible a un mozo porque le falta sal a la comida.
Esta desproporción es ciertamente una desagradable característica de buena parte de nuestra población, particularmente en los núcleos urbanos de la región pampeana.
Cuando salimos de viaje nos convertimos en jueces implacables, sin darnos cuenta que la obsesión por la perfección de los servicios nos arruina nuestro propio descanso. El presidente de una compañía aérea extranjera me lo dijo sin vueltas: “No hay pasajeros más insoportables que los argentinos. Como consideran que el servicio nunca es perfecto, entonces se sienten con el derecho de hacer lo que quieran y de transgredir todas las normas”. Fuman donde no se debe, caminan cuando deben estar con los cinturones ajustados, etc. Y si les llaman la atención también se quejan.
¿Cuál es la causa de nuestra intolerancia?. Creo firmemente que se debe a que tenemos el vicio de pretender disfrutar de todo sin tener que pagar. Por consiguiente, cuando pagamos por un servicio, exigimos que sea completamente incuestionable y que nos brinde una felicidad celestial. No admitimos error alguno. Nuestra crítica puede ser aguda y certera, pero es también intolerante, agresiva, parcial e irritante.
Lo que vuelve más  desagradable todavía esta costumbre nuestra, es que ese mismo empleado público ineficiente, que se mueve con gran parsimonia y sin ganas de trabajar, luego se vuelve insoportable cuando los demás se mueven de la misma manera y eso afecta sus intereses personales.
El complejo de víctimas nos lleva a desgastarnos en lamentos estériles; no estimula un compromiso transformador. Porque es muy difícil que un quejoso obre con generosidad. No es agradecido con la vida. Entonces siempre le parece que el mundo está en deuda con él, y por eso le cuesta enormemente renunciar a algo por otros. No puede creer que la sociedad tenga derecho a la ofrenda de su esfuerzo generoso.

Sin embargo, más allá de los frecuentes y exagerados lamentos, las encuestas indican que, en las últimas décadas, entre un 80 y un 90% se siente muy o bastante orgulloso de ser argentino, por encima de lo que sucede en Francia, España o Italia, y semejante al sentido de pertenencia de Brasil, Chile o Estados Unidos.[5] En lo peor de la reciente crisis nacional este sentimiento no bajó del 80%. En esa misma época, el 79% seguía creyendo que la democracia era el mejor sistema de gobierno.[6] El Informe sobre desarrollo humano 2005 del PNUD (cit) muestra que la mitad de los jóvenes entre 18 y 27 años cree que su vida mejorará en el futuro cercano, y que sólo un 12% de la población cree que estará peor que ahora. También destaca que la expectativa positiva ha crecido notablemente desde 2002.
La desconfianza, comprensible a partir de las reiteradas desilusiones sufridas por la población, se deposita en las instituciones democráticas tal como han estado funcionando. Después de haber sido engañados por los militares, que ocultaban las masacres que perpetraban en las sombras, disfrazando su crueldad con el emblema de la “reorganización nacional” y que nos mintieron en la guerra de Malvinas, surgió la democracia joven y feliz, pero cargada de promesas que no se cumplieron: “con la democracia se come, se educa, etc.” Luego nos hicieron creer que con la convertibilidad todo se resolvía. No fue así. Después apareció la “Alianza” con una propuesta de honestidad incumplida y también con otras promesas que pronto se vieron desmentidas. Más recientemente sufrimos el “corralito” y el “corralón”. Es comprensible que los argentinos no confiemos demasiado  en las instituciones.
Pero es de esperar que las desilusiones sirvan también para no depositar tanto la confianza en factores exclusivamente políticos o coyunturales, como si un cambio de gobierno o un determinado plan económico debieran asegurar el futuro de todos de un modo mágico y fácil. Si bien la reforma de la política es indispensable, tampoco nos privará del empeño, el trabajo y la creatividad que hacen falta para desarrollarse y crecer. Los que esperaban que el retorno de la democracia resolviera por sí solo los problemas de cada uno, confiaron excesivamente en las instituciones. Los que fantaseaban creyendo que la convertibilidad les aseguraba el futuro y que bastaba con colocar pesos en un banco para recibir automáticamente dólares sin esfuerzo alguno –en lugar de planificar una inversión diversificada y realista– confiaron excesivamente en un falso milagro. La experiencia debería enseñarnos a mirar con cautela las ganancias demasiado fáciles y a utilizar mejor nuestra inteligencia para invertir con astucia. De otro modo, además de quejarnos por haber sido estafados, deberemos quejarnos también de nuestra propia cómoda ingenuidad.
Sin embargo, quejosos y estafados, los argentinos siguen apostando por la democracia en la medida en que ven pequeños signos de honestidad y de recuperación. Esto significa que los apasionados y dramáticos argentinos, cuando piensan con la mente en frío, y aun sufriendo en carne propia las consecuencias de las malas políticas y de la corrupción, tienen confianza en las posibilidades del país y de la democracia. La tristeza y el desencanto están siempre entremezclados con una escondida luz de esperanza.

Es difícil describir el humor del argentino en general. Ya nos referimos a su discreta tristeza; pero podríamos caracterizarlo ante todo como ciclotímico, voluble o inestable. Frecuentemente los circunstanciales estados de ánimo condicionan sus decisiones y reacciones. Sentimental y emotivo, “pasa del grito al silencio, de la euforia a la depresión”, y en general se muestra “inquieto, nervioso y expansivo”.[7] Pero a veces esta energía se bloquea y se esconde detrás de una cara de vinagre. Por eso, cuando está solo puede parecer ensimismado, melancólico, hasta resentido, pero cuando se junta con otros en el deporte o en un festival, grita, salta, abraza, llora. Los rockeros de otros países suelen visitar con gusto este país, porque el fervor de nuestra gente los estimula.
En otro sentido, podemos afirmar que, junto con su melancolía, los argentinos tienen “buen humor”, porque abundan las personas ocurrentes. Las conversaciones cotidianas suelen estar saturadas de chistes, bromas, dobles sentidos, ironías ingeniosas.
Este humor en realidad es parte de un estilo desenfadado que a veces puede parecer irrespetuoso. Nuestro lenguaje informal y poco reverente en realidad expresa un  deseo de saltar las distancias, de igualar a todos eliminando cualquier jerarquía Reconozcamos que el modo como se habla en nuestros medios de comunicación sobre los dirigentes, incluso acerca del presidente de la Nación, en otros países de América Latina produciría cierto rechazo. Entre nosotros hay un desprecio espontáneo hacia toda pretensión de jerarquización. Sería impensable en Argentina la existencia de títulos de nobleza, o la ostentación permanente de insignias, escudos o sangre azul. Las bromas, las burlas y la impudicia verbal echarían por tierra toda pretensión de superioridad o de trato distintivo.
Es cierto que esto a veces raya en la violencia verbal o en el atropello, y que expresa un deseo de igualación que suele ser fruto de resentimientos; pero entre nosotros el humor nos sirve frecuentemente para bajarnos el copete, para relativizar nuestras vanidades y no tomarnos tan en serio a nosotros mismos. Cuando estamos sintiendo que somos más que los demás, llega un amigo que nos dice “gordo”, “pelado”, “tuerto” o cabezón”. Entonces podemos llegar a reírnos de nuestras pretensiones de grandeza.
Es tan característico este peculiar hábito nuestro de ponerle una pizca de humor y confianza a toda relación, que en otros países tenemos que moderarnos para no ofender la sensibilidad ajena. Cuando yo estudiaba en Roma, utilizaba espontáneamente esos apelativos tan comunes entre nosotros, hasta que un español me pidió que no le dijera “gordo”, y me confesó que no entendía por qué yo utilizaba rasgos desagradables del cuerpo ajeno para denominar a las personas.
Por otra parte, el ambiente tan formal, serio y algo frío de algunos países nos lleva a extrañar ese cálido desenfado y esa familiar jovialidad que hay entre nosotros.

Víctor Manuel Fernández
Rector de la Pontificia Universidad Católica Argentina


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Fuente y texto completo: http://identidadargentinahoy.blogspot.com.ar/2012/08/la-identidad-cultural-de-los-argentinos.html

Identidad Argentina en el Bicentenario


Alí Mustafá (Universidad Nacional de San Martín, 2016)

La memoria también rescata del olvido los recorridos de los grupos humanos que emigraron para buscar la realización de sus anhelos, afincándose, proyectando su propia cultura e interactuando con otras originarias y locales instaladas. De esta forma, los inmigrantes junto con los pueblos originarios han construido y construyen nuevas identidades.
La identidad de un pueblo reconoce y se apropia de la memoria histórica y marca una pertenencia a un determinado grupo o sociedad con la que se comparten valores, creencias, costumbres, rasgos culturales que se recrean y dinamizan con la interacción de otras.
Así nos encontramos frente al híbrido cultural que el antropólogo Néstor García Canclini lo define como la condición básica de yuxtaposición y comparación interpretativo-semiótica de diferentes tradiciones de imaginería cultural”
Veamos algunos datos. Desde la etapa fundacional del estado nación se han consolidado diferentes períodos en los que los procesos migratorios fueron centrales para definir el desarrollo de nuevas formas de percibir lo nacional y construir ciudadanías. Durante la colonia para reemplazar la mano de obra indígena los europeos decidieron trasladar a América esclavos de África. Se calcula que de los 60 millones de esclavos que fueron enviados a América, sólo llegaron con vida unos 10 millones. A América del Sur arribaron a través del puerto de Buenos Aires primero, y luego de Montevideo. El destino principal fueron las ciudades del noroeste. En el censo realizado en 1778 la población de origen africano ascendía promedio al 45% aproximadamente del territorio virreinal a la que se sumaba una gran población quechua, aymara, colla,  guaraní y otros pueblos originarios.
Por entonces y al momento de nuestra independencia, el actual territorio argentino tenía una baja densidad poblacional. Esta realidad llevó a promover medidas de desarrollo socioeconómico fomentando la inmigración como uno de sus factores fundamentales. En 1853 ese proyecto se plasmó en la letra de la Constitución Nacional y sería el instrumento esencial para promover la inmigración esencialmente de origen europeo. Así la Argentina, al igual que AustraliaCanadáBrasil o Estados Unidos, era considerado un país de inmigración, cuya sociedad ha sido influida por el fenómeno inmigratorio masivo, que tuvo lugar a partir de mediados del siglo XIX.
En 1870 nuestro país tenía una población de 2 millones de habitantes y fue uno de los principales  receptores de la gran corriente europea hasta 1950. El impacto sociocultural y económico fue intenso por la cantidad de inmigrantes recibidos y por la escasa población de nuestro territorio. Por otra parte, ya para 1920, dice la Dra. Zulma Recchini de Lattes en La población argentina,  un poco más de la mitad de quienes habitaban la ciudad de Buenos Aires, eran nacidos en el exterior. Recién en  1960 la población del país ascendía a 20 millones de habitantes, gracias al aporte de las  inmigraciones provenientes de Europa, y en menor medida de Medio Oriente.  Hasta entrado los ’70 la Argentina era en América Latina el país con mayor población de inmigrantes de procedencia europea.
En un salto histórico llegamos a los años `90 y vemos  que los flujos migratorios vuelven a ponen en discusión nuevas fronteras, nuevas formas interculturales de pensar el trabajo, las economías regionales,  la vida social y los procesos de ciudadanización. Aparecieron otras formas de encuentro que no necesariamente significaron un diálogo fecundo pero que sí modifican las relaciones de visibilidad de los inmigrantes.
En los años `80/`90 aparece una  diferenciación étnica que le otorga relevancia política y que coloca al fenómeno migratorio como un espacio de discusión, investigación y relevancia en el campo de los aportes del mundo de la cultura. Esto lleva a repensar los acuerdos regionales instalados como el Mercosur y las políticas públicas desde una perspectiva situada en la plena garantía de los derechos sociales y culturales para todos los habitantes, residentes y ciudadanos de la región.
LA ARGENTINA Y LA SITUACIÓN MUNDIAL
Las migraciones tienen un impacto cultural, social y económico porque los flujos van en gran medida de las periferias subdesarrolladas a los centros desarrollados en busca de una mejor calidad de vida.  La  Organización Internacional de Migraciones (OIM) dice que “la emigración proporcionará a las naciones industrializadas la mano de obra que necesitarán en los próximos 50 años debido al envejecimiento de su población”.
En 2005, hubo 200 millones de migrantes en todo el mundo, lo que representa el 3,3 % de la población total del planeta y la OIM calcula que el número no parará de crecer. De ellos, 51 millones se registraron en América. Estados Unidos recibió 38,3 millones mientras que América Latina y el Caribe sólo 6,6 millones de los cuales 1,5 millón llegaron a nuestro país.
En los últimos años el tema se reinstaló con mayor fuerza en la agenda política de los países centrales. En EEUU los candidatos presidenciales de las últimas elecciones, Obama y Mc Cain,  prometieron una reforma migratoria para mejorar la situación de los 12 millones de inmigrantes ilegales. Esta reforma, que fue anunciada hace unos días por el presidente Barak Obama, permitirá a los trabajadores inmigrantes indocumentados traer a sus familias e impedir la explotación laboral además que podrán pagar el impuesto a las ganancias producidas.  Se espera que este ejemplo sea repetido por la Unión Europea que como se sabe ha endurecido su política migratoria generando reacciones fundamentalmente en MERCOSUR, y  países de África del Norte.
Hoy, apoyados en varios documentos y compromisos internacionales como el Memorando de Entendimiento entre la Secretaría General Iberoamericana, la OIM y la CEPAL (Montevideo, abril de 2008), los países de la región  comienzan a presentar posturas comunes y reafirmar el artículo 10° de la Declaración de Salvador de Bahía (diciembre 2008) que dice “como representantes de sociedades multiétnicas, multiculturales y plurilingües reafirmaron (los presidentes) el valor de la diversidad y manifestaron su preocupación por el aumento de la xenofobia y la discriminación en el mundo y por iniciativas tendientes a  impedir la libre circulación de personas”.
También, “condenaron la criminalización de los flujos migratorios y las medidas que atentan contra los derechos humanos de los grupos migrantes destacando que la libre circulación de personas es tan importante como la circulación de bienes y flujos financieros”.
Por otra parte, el informe mundial de desarrollo humano “Superando Barreras” de 2009 expresa que vivimos en un mundo altamente móvil y que la capacidad de una persona de cambiar su lugar de residencia puede impactar sobre su ingreso, su  salud y su educación y, al mismo tiempo, constituye un aspecto fundamental de la libertad humana.  También señala temores exagerados en los países destinatarios sobre los efectos de la migración relacionados con expresiones de intolerancia o discriminación hacia sectores de la población migrante principalmente a las minorías afrodescendientes, comunidades indígenas y mujeres.
Según el estudio, en Argentina, “la crisis económica de 2001 causó un cambio radical en el flujo migratorio. Si en los ’90 Argentina fue un imán para los inmigrantes, de 2001 a 2003 experimentó un éxodo de 255 mil personas, casi seis veces más que todo el período de 1993 a 2000”. En cambio, cuando En 2005 se comenzó a superar la crisis y se retomó el camino del crecimiento y la producción, la emigración se redujo y la Argentina recibió 1,5 millón de inmigrantes de países limítrofes, China, Corea y en menor medida de Europa oriental y África, erigiéndose como el principal destino de América latina y el Caribe en el ranking del movimiento migratorio.
Finalmente, el Informe “Superando Barreras” destaca las políticas pro-inmigración del gobierno argentino, especialmente aquellas aplicadas a través del Mercosur. Se señala como ejemplo de política pro-inmigratoria la legislación argentina que habilita a cualquier ciudadano sin antecedentes delictuales de un país que forma parte del acuerdo regional a obtener residencia legal. Vemos entonces como el ser humano, que en las relaciones internacionales antes era tomado como ciudadano de un estado, ahora pasa a ser sujeto de derechos y deberes en el plano internacional.
La migración que caracteriza al mundo contemporáneo es tan compleja como los problemas que la generan, aunque el origen podemos visualizarlo en la desigualdad hacia adentro de los estados y las asimetrías socioeconómicas entre los países desarrollados y subdesarrollados.
En estos tiempos, la Argentina vuelve a ser un país de oportunidades. De esta manera estamos frente a una nueva conformación de la identidad regional y nacional, influenciada por diversos factores culturales que sin duda como en otros momentos históricos han impactado en la construcción y desarrollo de nuevos hombres y mujeres,  un híbrido cultural.
El bicentenario es una buena oportunidad para apelar a la memoria y volver a reconstruir los valores solidarios, de  igualdad de oportunidades e integración que están reflejados en nuestra Constitución Nacional. Y esta en cada uno de nosotros ser los artífices de nuestro propio destino y trabajar en la construcción del relato de una identidad plural y equitativa.




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Fuente: http://www.unsam.edu.ar/surglobal/identidad-argentina-en-el-bicentenario-ali-mustafa/




Carta abierta a la patria

Carta abierta a la patria 




Esta tierra sobre los ojos, este paño pegajoso, negro de estrellas impasibles, esta noche contínua, esta distancia. Te quiero, país, tirado abajo del mar, pez panza arriba, pobre sombra de país, lleno de vientos, de monumentos, de esperpentos, de orgullo sin objeto, sujeto de asaltos, estúpido curdela inofensivo puteando y sacudiendo banderitas, repartiendo escarapelas en la lluvia, salpicando de babas y estupor canchas de fútbol y ring sides. Pobres negros. Te estás quemando a fuego lento y donde el fuego, donde el que come los asados y tira los huesos, malandras, cajetillas, señores y cafishios, diputados, tilingas de apellido compuesto, gordas tejiendo a dos agujas, maestras normales, curas, escribanos, centrofowards livianos, Fangio solo, tenientes primeros, coroneles, generales, marinos, sanidad, carnavales, obispos, bagualas, chamamés, malambos, mambos, tangos, secretarías, subsecretarías, jefes, contrajefes, truco, contraflor al resto.
Y qué carajo si la casita era un sueño, si lo mataron en pelea, si usted lo ve, lo prueba y se lo lleva, liquidación forzosa, se remata hasta lo último. Te quiero, país tirado a la vereda, caja de fósforos vacía.
Te quiero, tacho de basura que se llevan sobre una cureña envuelto en una bandera que nos legó Belgrano, mientras las viejas lloran en el velorio, y anda el mate con su verde consuelo, lotería de pobre.
En cada piso hay alguien que nació haciendo discurso para algún otro que nació para escucharlos y pelarse las manos. Pobres negros que untan las ganas de ser blancos, pobres blancos que viven en un carnaval de negros. Qué quiniela, hermanito, en Boedo, en Palermo y Barracas, en los puentes, afuera, en los ranchos que paran la mugre de la pampa, en las casas blanqueadas del silencio del Norte, en las chapas de zinc donde el frío se frota, en la Plaza de Mayo, donde ronda la muerte trajeada de mentira.
Te quiero, país desnudo que sueña con un smoking, vicecampeón del mundo en cualquier cosa, en lo que salga: tercera posición, energía nuclear, justicialismo, vacas, tango, coraje, puño, viveza y elegancia. Tan triste en lo más hondo del grito, tan golpeado en lo mejor de la garufa, tan garifo a la hora de la autopsia.
Pero te quiero, país de barro, y otros te quieren, y algo saldrá de este sentir. Hoy es distancia, fuga, no te metás, que vachaché, dale que va, paciencia. La tierra, entre los dedos, la basura en los ojos, es estar triste, ser argentino es estar lejos, y no decir mañana porque ya basta con ser flojo ahora.
Tapándome la cara, me acuerdo de una estrella en pleno campo, me acuerdo de un amanecer de Puna, de Tilcara de tarde, de Paraná fragante, de Tupungato arisca, de un vuelo de flamencos quemando un horizonte de bañados.

Te quiero país, pañuelo sucio, con sus calles cubiertas de carteles peronistas, te quiero sin esperanzas y sin perdón, sin vuelta y sin derecho, nada más que de lejos y amargado. Y de noche.
Julio Cortázar, 1955


Memoria del Fuego I.

Memoria del Fuego I.
Los nacimientos: desde la creación del mundo hasta el siglo XVII
Eduardo Galeano

(Extractos)

El tiempo
El tiempo de los mayas nació y tuvo nombre cuando no existía el cielo ni había despertado todavía la tierra.
Los días partieron del oriente y se echaron a caminar.
El primer día sacó de sus entrañas al cielo y a la tierra.
El segundo día hizo la escalera por donde baja la lluvia.
Obras del tercero fueron los ciclos de la mar y de la tierra y la muchedumbre de las cosas.
Por voluntad del cuarto día, la tierra y el cielo se inclinaron y pudieron encontrarse.
El quinto día decidió que todos trabajaran.
Del sexto salió la primera luz.
En los lugares donde no había nada, el séptimo día puso tierra. El octavo clavó en la tierra sus manos y sus pies.
El noveno día creó los mundos inferiores. El décimo día destinó los mundos inferiores a quienes tienen veneno en el alma.
Dentro del sol, el undécimo día modeló la piedra y el árbol.
Fue el duodécimo quien hizo el viento. Sopló viento y lo llamó espíritu, porque no había muerte dentro de él.
El décimotercer día mojó la tierra y con barro amasó un cuerpo como el nuestro.
Así se recuerda en Yucatán.
Las nubes
Nube dejó caer una gota de lluvia sobre el cuerpo de una mujer. A los nueve meses, ella tuvo mellizos.
Cuando crecieron, quisieron saber quién era su padre.
—Mañana por la mañana —dijo ella—, miren hacia el oriente. Allá lo verán, erguido en el cielo como una torre.
A través de la tierra y del cielo, los mellizos caminaron en busca de su padre.
Nube desconfió y exigió:
—Demuestren que son mis hijos.
Uno de los mellizos envió a la tierra un relámpago. El otro, un trueno. Como Nube todavía dudaba, atravesaron una inundación y salieron intactos.
Entonces Nube les hizo un lugar a su lado, entre sus muchos hermanos y sobrinos.

La lluvia
En la región de los grandes lagos del norte, una niña descubrió de pronto que estaba viva. El asombro del mundo le abrió los ojos y partió a la ventura.
Persiguiendo las huellas de los cazadores y los leñadores de la nación menomini, llegó a una gran cabaña de troncos. Allí vivían diez hermanos, los pájaros del trueno, que le ofrecieron abrigo y comida.
Una mala mañana, mientras la niña recogía agua del manantial, una serpiente peluda la atrapó y se la llevó a las profundidades de una montaña de roca. Las serpientes estaban a punto de devorarla cuando la niña cantó.
Desde muy lejos, los pájaros del trueno escucharon el llamado. Atacaron con el rayo la montaña rocosa, rescataron a la prisionera y mataron a las serpientes.
Los pájaros del trueno dejaron a la niña en la horqueta de un árbol.
—Aquí vivirás —le dijeron—. Vendremos cada vez que cantes.
Cuando llama la ranita verde desde el árbol, acuden los truenos y llueve sobre el mundo.




La noche
El sol nunca cesaba de alumbrar y los indios cashinahua no conocían la dulzura del descanso.
Muy necesitados de paz, exhaustos de tanta luz, pidieron prestada la noche al ratón.
Se hizo oscuro, pero la noche del ratón alcanzó apenas para comer y fumar un rato frente al fuego. El amanecer llegó no bien los indios se acomodaron en las hamacas.
Probaron entonces la noche del tapir. Con la noche del tapir, pudieron dormir a pierna suelta y disfrutaron el largo sueño tan esperado. Pero cuando despertaron, había pasado tanto tiempo que las malezas del monte habían invadido sus cultivos y aplastado sus casas.
Después de mucho buscar, se quedaron con la noche del tatú. Se la pidieron prestada y no se la devolvieron jamás.
El tatú, despojado de la noche, duerme durante el día.
Las semillas
Pachacamac, que era hijo del sol, hizo a un hombre y a una mujer en los arenales de Lurín.
No había nada que comer y el hombre se murió de hambre. Estaba la mujer agachada, escarbando en busca de raíces, cuando el sol entró en ella y le hizo un hijo.
Pachacamac, celoso, atrapó al recién nacido y lo descuartizó. Pero en seguida se arrepintió, o tuvo miedo de la cólera de su padre el sol, y regó por el mundo los pedacitos de su hermano asesinado.
De los dientes del muerto, brotó entonces el maíz; y la yuca de las costillas y los huesos. La sangre hizo fértiles las tierras y de la carne sembrada surgieron árboles de fruta y sombra.
Así encuentran comida las mujeres y los hombres que nacen en estas costas, donde no llueve nunca.

El maíz
Los dioses hicieron de barro a los primeros mayas-quichés. Poco duraron.
Eran blandos, sin fuerza; se desmoronaron antes de caminar.
Luego probaron con la madera. Los muñecos de palo hablaron y anduvieron, pero eran secos: no tenían sangre ni sustancia, memoria ni rumbo. No sabían hablar con los dioses, o no encontraban nada que decirles.
Entonces los dioses hicieron de maíz a las madres y a los padres. Con maíz amarillo y maíz blanco amasaron su carne.
Las mujeres y los hombres de maíz veían tanto como los dioses. Su mirada se extendía sobre el mundo entero.
Los dioses echaron un vaho y les dejaron los ojos nublados para siempre, porque no querían que las personas vieran más allá del horizonte.

La lengua del Paraíso

Los guaraos, que habitan los suburbios del Paraíso Terrenal, llaman al arcoíris serpiente de collares y mar de arriba al firmamento. El rayo es el resplandor de la lluvia. El amigo, mi otro corazón. El alma, el sol del pecho. La lechuza, el amo de la noche oscura. Para decir «bastón» dicen nieto continuo; y para decir «perdono», dicen olvido.





La autoridad
En épocas remotas, las mujeres se sentaban en la proa de la canoa y los hombres en la popa. Eran las mujeres quienes cazaban y pescaban. Ellas salían de las aldeas y volvían cuando podían o querían. Los hombres montaban las chozas, preparaban la comida, mantenían encendidas las fogatas contra el frío, cuidaban a los hijos y curtían las pieles de abrigo.
Así era la vida entre los indios onas y los yaganes, en la Tierra del Fuego, hasta que un día los hombres mataron a todas las mujeres y se pusieron las máscaras que las mujeres habían inventado para darles terror.
Solamente las niñas recién nacidas se salvaron del exterminio. Mientras ellas crecían, los asesinos les decían y les repetían que servir a los hombres era su destino. Ellas lo creyeron. También lo creyeron sus hijas y las hijas de sus hijas.

El poder
En las tierras donde nace el río Juruá, el Mezquino era el dueño del maíz.
Entregaba asados los granos, para que nadie pudiera sembrarlos.
Fue la lagartija quien pudo robarle un grano crudo. El Mezquino la atrapó y le desgarró la boca y los dedos de las manos y de los pies; pero ella había sabido esconder el granito detrás de la última muela. Después, la lagartija escupió el grano crudo en la tierra de todos. Las desgarraduras le dejaron esa boca enorme y esos dedos larguísimos.
El Mezquino era también dueño del fuego. El loro se le acercó y se puso a llorar a grito pelado. El Mezquino le arrojaba cuanta cosa tenía a mano y el lorito esquivaba los proyectiles, hasta que vio venir un tizón encendido. Entonces aferró el tizón con su pico, que era enorme como pico de tucán, y huyó por los aires. Voló perseguido por una estela de chispas. La brasa, avivada por el viento, le iba quemando el pico; pero ya había llegado al bosque cuando el Mezquino batió su tambor y desencadenó un diluvio.
El loro alcanzó a poner el tizón candente en el hueco de un árbol, lo dejó al cuidado de los demás pájaros y salió a mojarse bajo la lluvia violenta. El agua le alivió los ardores. En su pico, que quedó corto y curvo, se ve la huella blanca de la quemadura. Los pájaros protegieron con sus cuerpos el fuego robado.

La guerra
Al amanecer, el llamado del cuerno anunció, desde la montaña, que era la hora de los arcos y las cerbatanas.
A la caída de la noche, de la aldea no quedaba más que humo.
Un hombre pudo tumbarse, inmóvil, entre los muertos. Untó su cuerpo con sangre y esperó. Fue el único sobreviviente del pueblo palawiyang.
Cuando los enemigos se retiraron, ese hombre se levantó. Contempló su mundo arrasado. Caminó por entre la gente que había compartido con él el hambre y la comida. Buscó en vano alguna persona o cosa que no hubiera sido aniquilada.
Ese espantoso silenció lo aturdía. Lo mareaba el olor del incendio y la sangre.
Sintió asco de estar vivo y volvió a echarse entre los suyos.
Con las primeras luces, llegaron los buitres. En ese hombre sólo había niebla y ganas de dormir y dejarse devorar.
Pero la hija del cóndor se abrió paso entre los pajarracos que volaban en círculos. Batió recia las alas y se lanzó en picada.
Él se agarró a sus patas y la hija del cóndor lo llevó lejos.



Los peregrinos
Los mayas-quichés vinieron desde el oriente.
Cuando recién llegaron a las nuevas tierras, con sus dioses cargados a la espalda, tuvieron miedo de que no hubiera amanecer. Ellos habían dejado la alegría allá en Tulán y habían quedado sin aliento al cabo de la larga y penosa travesía.
Esperaron al borde del bosque de Izmachí, quietos, todos reunidos, sin que nadie se sentara ni se echara a descansar. Pero pasaba el tiempo y no acababa la negrura.
El lucero anunciador apareció, por fin, en el cielo.
Los quichés se abrazaron y bailaron; y después, dice el libro sagrado, el sol se alzó como un hombre.
Desde esa vez, los quichés acuden, al fin de cada noche, a recibir al lucero del alba y a ver el nacimiento del sol. Cuando el sol está a punto de asomar, dicen:
—De allá venimos.

La tierra prometida
Maldormidos, desnudos, lastimados, caminaron noche y día durante más de dos siglos. Iban buscando el lugar donde la tierra se tiende entre cañas y juncias.
Varias veces se perdieron, se dispersaron y volvieron a juntarse. Fueron volteados por los vientos y se arrastraron atándose los unos a los otros, golpeándose, empujándose; cayeron de hambre y se levantaron y nuevamente cayeron y se levantaron. En la región de los volcanes, donde no crece la hierba, comieron carne de reptiles.
Traían la bandera y la capa del dios que había hablado a los sacerdotes, durante el sueño, y había prometido un reino de oro y plumas de quetzal:
Sujetaréis de mar a mar a todos los pueblos y ciudades, había anunciado el dios, y no será por hechizo, sino por ánimo del corazón y valentía de los brazos.
Cuando se asomaron a la laguna luminosa, bajo el sol del mediodía, los aztecas lloraron por primera vez. Allí estaba la pequeña isla de barro: sobre el nopal, más alto que los juncos y las pajas bravas, extendía el águila sus alas.
Al verlos llegar, el águila humilló la cabeza. Estos parias, apiñados en la orilla de la laguna, mugrientos, temblorosos, eran los elegidos, los que en tiempos remotos habían nacido de las bocas de los dioses.
Huitzilopochtli les dio la bienvenida:
—Éste es el lugar de nuestro descanso y nuestra grandeza —resonó la voz—. Mando que se llame Tenochtitlán la ciudad que será reina y señora de todas las demás. ¡México es aquí!

El profeta
Echado en la estera, boca arriba, el sacerdote-jaguar de Yucatán escuchó el mensaje de los dioses. Ellos le hablaron a través del tejado, montados a horcajadas
sobre su casa, en un idioma que nadie más entendía.
Chilam Balam, el que era boca de los dioses, recordó lo que todavía no había
ocurrido:
—Dispersados serán por el mundo las mujeres que cantan y los hombres que
cantan y todos los que cantan... Nadie se librará, nadie se salvará... Mucha miseria
habrá en los años del imperio de la codicia. Los hombres, esclavos han de hacerse.
Triste estará el rostro del sol... Se despoblará el mundo, se hará pequeño y
humillado...


1492
La mar océana
La ruta del sol hacia las Indias
Están los aires dulces y suaves, como en la primavera de Sevilla, y parece la mar un río Guadalquivir, pero no bien sube la marea se marean y vomitan, apiñados en los castillos de proa, los hombres que surcan, en tres barquitos remendados, la mar incógnita. Mar sin marco. Hombres, gotitas al viento. ¿Y si no los amara la mar? Baja la noche sobre las carabelas. ¿Adonde los arrojará el viento? Salta a bordo un dorado, que venía persiguiendo a un pez volador, y se multiplica el pánico. No siente la marinería el sabroso aroma de la mar un poco picada, ni escucha la algarabía de las gaviotas y los alcatraces que vienen desde el poniente. En el horizonte, ¿empieza el abismo? En el horizonte, ¿se acaba la mar?
Ojos afiebrados de marineros curtidos en mil viajes, ardientes ojos de presos arrancados de las cárceles andaluzas y embarcados a la fuerza: no ven los ojos esos reflejos anunciadores de oro y plata en la espuma de las olas, ni los pájaros de
campo y río que vuelan sin cesar sobre las naves, ni los juncos verdes y las ramas forradas de caracoles que derivan atravesando los sargazos. Al fondo del abismo, ¿arde el infierno? ¿A qué fauces arrojarán los vientos alisios a estos hombrecitos?
Ellos miran las estrellas, buscando a Dios, pero el cielo es tan inescrutable como esta mar jamás navegada. Escuchan que ruge la mar, la mare, madre mar, ronca voz que contesta al viento frases de condenación eterna, tambores del misterio resonando desde las profundidades: se persignan y quieren rezar y balbucean: «Esta noche nos caemos del mundo, esta noche nos caemos del mundo.»

1492
Guanahaní
Colón
Cae de rodillas, llora, besa el suelo. Avanza, tambaleándose porque lleva más de un mes durmiendo poco o nada, y a golpes de espada derriba unos ramajes. Después, alza el estandarte. Hincado, ojos al cielo, pronuncia tres veces los nombres de Isabel y Fernando. A su lado, el escribano Rodrigo de Escobedo, hombre de letra lenta, levanta el acta.
Todo pertenece, desde hoy, a esos reyes lejanos: el mar de corales, las arenas, las rocas verdísimas de musgo, los bosques, los papagayos y estos hombres de piel de laurel que no conocen todavía la ropa, la culpa ni el dinero y que contemplan, aturdidos, la escena.
Luis de Torres traduce al hebreo las preguntas de Cristóbal Colón:
—¿Conocéis vosotros el Reino del Gran Kahn? ¿De dónde viene el oro que lleváis colgado de las narices y las orejas?
Los hombres desnudos lo miran, boquiabiertos, y el intérprete prueba suerte con el idioma caldeo, que algo conoce:
—¿Oro? ¿Templos? ¿Palacios? ¿Rey de reyes? ¿Oro?
Y luego intenta la lengua arábiga, lo poco que sabe:
—¿Japón? ¿China? ¿Oro?
El intérprete se disculpa ante Colón en la lengua de Castilla. Colón maldice en genovés, y arroja al suelo sus cartas credenciales, escritas en latín y dirigidas al Gran Kahn. Los hombres desnudos asisten a la cólera del forastero de pelo rojo y piel cruda, que viste capa de terciopelo y ropas de mucho lucimiento.
Pronto se correrá la voz por las islas:
—¡Vengan a ver a los hombres que llegaron del cielo! ¡Tráiganles de comer y
de beber!


1493
Barcelona
Día de gloria

Lo anuncian las trompetas de los heraldos. Se echan al vuelo las campanas y los tambores redoblan alegrías.
El Almirante, recién vuelto de las Indias, sube la escalera de piedra y avanza sobre el tapiz carmesí, entre los relumbres de seda de la corte que lo aplaude. El hombre que ha realizado las profecías de los santos y los sabios llega al estrado, se hinca y besa las manos de la reina y el rey.
Desde atrás, irrumpen los trofeos. Centellean sobre las bandejas las piezas de oro que Colón cambió por espejitos y bonetes colorados en los remotos jardines recién brotados de la mar.
Sobre ramajes y hojarascas, desfilan las pieles de lagartos y serpientes; y detrás entran, temblando, llorando, los seres jamás vistos. Son los pocos que todavía sobreviven al resfrío, al sarampión y al asco por la comida y por el mal olor de los cristianos. No vienen desnudos, como estaban cuando se acercaron a las tres carabelas y fueron atrapados. Han sido recién cubiertos por calzones, camisolas y unos cuantos papagayos que les han puesto en las manos y sobre las cabezas y los hombros. Los papagayos, desplumados por los malos vientos del viaje, parecen tan moribundos como los hombres. De las mujeres y los niños capturados, no ha quedado ni uno.
Se escuchan malos murmullos en el salón. El oro es poco y por ningún lado se ve pimienta negra, ni nuez moscada, ni clavo, ni jengibre; y Colón no ha traído sirenas barbudas ni hombres con rabo, de esos que tienen un solo ojo y un único pie, tan grande el pie que alzándolo se protegen de los soles violentos.

1493
Huexotzingo
¿Dónde está lo verdadero, lo que tiene raíz?

Ésta es la ciudad de la música, no de la guerra: Huexotzingo, en el valle de Tlaxcala. Dos por tres, los aztecas la asaltan, la lastiman, le arrancan prisioneros para sacrificar ante sus dioses.
Tecayehuatzin, rey de Huexotzingo, ha reunido esta tarde a los poetas de otras comarcas.
En los jardines del palacio, conversan los poetas sobre las flores y los cantos que desde el interior del cielo vienen a la tierra, región del momento fugaz, y que sólo perduran allá en la casa del Dador de la vida. Conversan y dudan los poetas:

¿Son acaso verdaderos los hombres?
¿Será mañana todavía verdadero
nuestro canto?
Se suceden las voces. Cuando cae la noche, el rey de Huexotzingo agradece y
dice adiós:
Sabemos que son verdaderos
los corazones de nuestros amigos.








1495
Salamanca
La primera palabra venida de América
Elio Antonio de Nebrija, sabio en lenguas, publica aquí su «Vocabulario español-latino». El diccionario incluye el primer americanismo de la lengua castellana: Canoa: Nave de un madero.
La nueva palabra viene desde las Antillas.
Esas barcas sin vela, nacidas de un tronco de ceiba, dieron la bienvenida a Cristóbal Colón. En canoas llegaron desde las islas, remando, los hombres de largo pelo negro y cuerpos labrados de signos bermejos. Se acercaron a las carabelas, ofrecieron agua dulce y cambiaron oro por sonajas de latón de ésas que en Castilla valen un maravedí.

1495
La Isabela
Caonabó
Absorto, ausente, está el prisionero sentado a la entrada de la casa de Cristóbal Colón. Tiene grillos de hierro en los tobillos y las esposas le atrapan las muñecas.
Caonabó fue quien redujo a cenizas el fortín de Navidad, que el Almirante había levantado cuando descubrió esta isla de Haití. Incendió el fortín y mató a sus ocupantes. Y no sólo a ellos: en estos dos años largos, ha castigado a flechazos a cuantos españoles pudo encontrar en su comarca de la sierra de Cibao, por andar cazando oro y gente.
Alonso de Ojeda, veterano de las guerras contra los moros, fue a visitarlo en son de paz. Lo invitó a subir a su caballo y le puso estas esposas de metal bruñido que le atan las manos, diciéndole que ésas eran las joyas que usaban los reyes de Castilla en sus bailes y festejos.
Ahora el cacique Caonabó pasa los días sentado junto a la puerta, con la mirada fija en la lengua de luz que al amanecer invade el piso de tierra y al atardecer, de a poquito, se retira. No mueve una pestaña cuando Colón pasa por allí. En cambio, cuando aparece Ojeda, se las arregla para pararse y saluda con una reverencia al único hombre que lo ha vencido.

El sacrilegio
Bartolomé Colón, hermano y lugarteniente de Cristóbal, asiste al incendio de carne humana.
Seis hombres estrenan el quemadero de Haití. El humo hace toser. Los seis están ardiendo por castigo y escarmiento: han hundido bajo tierra las imágenes de Cristo y la Virgen que fray Ramón Pane les había dejado para su protección y consuelo. Fray Ramón les había enseñado a orar de rodillas, a decir Avemaría y Paternóster y a invocar el nombre de Jesús ante la tentación, la lastimadura y la muerte.
Nadie les ha preguntado por qué enterraron las imágenes. Ellos esperaban que los nuevos dioses fecundaran las siembras de maíz, yuca, boniatos y frijoles.
El fuego agrega calor al calor húmedo, pegajoso, anunciador de lluvia fuerte.






1500
Florencia
Leonardo

Acaba de volver del mercado con varias jaulas a cuestas. Las coloca en el balcón, abre las puertitas y huyen los pájaros. Mira los pájaros perdiéndose en el cielo, aleteos, alegrías, y después se sienta a trabajar.
El sol del mediodía le calienta la mano. Sobre un amplio cartón, Leonardo da Vinci dibuja el mundo. Y en el mundo que Leonardo dibuja, aparecen las tierras que ha encontrado Colón por los rumbos del ocaso. El artista las inventa, como antes ha inventado el avión, el tanque, el paracaídas y el submarino, y les da forma como antes ha encarnado el misterio de las vírgenes y la pasión de los santos: imagina el cuerpo de América, que todavía no se llama así, y la dibuja como tierra nueva y no como parte del Asia.

Colón, buscando el Levante, ha encontrado el Poniente. Leonardo adivina que el mundo ha crecido.

1506
Valladolid
El quinto viaje

Anoche ha dictado su último testamento. Esta mañana preguntó si había llegado el mensajero del rey. Después, se durmió. Se le escucharon disparates y quejidos. Todavía respira, pero respira bronco, como peleando contra el aire.
En la corte, nadie ha escuchado sus súplicas. Del tercer viaje había regresado preso, atado con cadenas, y en el cuarto viaje no había quién hiciera caso de sus títulos y dignidades.
Cristóbal Colón se va sabiendo que no hay pasión o gloria que no conduzca a la pena. No sabe, en cambio, que pocos años faltan para que el estandarte que él clavó, por vez primera, en las arenas del Caribe, ondule sobre el imperio de los aztecas, en tierras todavía desconocidas, y sobre el reino de los incas, bajo los desconocidos cielos de la Cruz del Sur. No sabe que se ha quedado corto en sus mentiras, promesas y delirios. El Almirante Mayor de la Mar Océana sigue creyendo
que ha llegado al Asia por la espalda.
No se llamará el océano mar de Colón. Tampoco llevará su nombre el nuevo mundo, sino el nombre de su amigo, el florentino Américo Vespucio, navegante y maestro de pilotos. Pero ha sido Colón quien ha encontrado ese deslumbrante color que no existía en el arcoiris europeo. Él, ciego, muere sin verlo.








1506
Tenochtitlán
El Dios universal

Moctezuma ha vencido en Teuctepec.
En los adoratorios, arden los fuegos. Resuenan los tambores. Uno tras otro, los prisioneros suben las gradas hacia la piedra redonda del sacrificio. El sacerdote les clava en el pecho el puñal de obsidiana, alza el corazón en el puño y lo muestra al sol que brota de los volcanes azules.
¿A qué dios se ofrece la sangre? El sol la exige, para nacer cada día y viajar de un horizonte al otro. Pero las ostentosas ceremonias de la muerte también sirven a otro dios, que no aparece en los códices ni en las canciones.
Si ese dios no reinara sobre el mundo, no habría esclavos ni amos, ni vasallos, ni colonias. Los mercaderes aztecas no podrían arrancar a los pueblos sometidos un diamante a cambio de un frijol, ni una esmeralda por un grano de maíz, ni oro por golosinas, ni cacao por piedras. Los cargadores no atravesarían la inmensidad del imperio en largas filas, llevando a las espaldas toneladas de tributos. Las gentes del pueblo osarían vestir túnicas de algodón y beberían chocolate y tendrían la audacia de lucir prohibidas plumas de quetzal y pulseras de oro y magnolias y orquídeas reservadas a los nobles. Caerían, entonces, las máscaras que ocultan los rostros de los jefes guerreros, el pico de águila, las fauces de tigre, los penachos de plumas que ondulan y brillan en el aire.
Están manchadas de sangre las escalinatas del templo mayor y los cráneos se acumulan en el centro de la plaza. No solamente para que se mueva el sol, no:también para que ese dios secreto decida en lugar de los hombres. En homenaje al mismo dios, al otro lado de la mar los inquisidores fríen a los herejes en las hogueras o los retuercen en las cámaras de tormento. Es el Dios del Miedo. El Dios del Miedo, que tiene dientes de rata y alas de buitre.

1511
Santo Domingo
La primera protesta
En la iglesia de troncos y techo de palma, Antonio de Montesinos, fraile dominico, está echando truenos por la boca. Desde el púlpito, denuncia el exterminio:
—¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis a los indios en tan cruel y
horrible servidumbre? ¿Acaso no se mueren, o por mejor decir los matáis, por sacar
oro cada día? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no
entendéis, esto no sentís?
Después Montesinos se abre paso, alta la cabeza, entre la muchedumbre atónita.
Crece un murmullo de furia.
No esperaban esto los labriegos extremeños y los pastores de Andalucía que han mentido sus nombres y sus historias y con un arcabuz oxidado en bandolera han partido, a la ventura, en busca de las montañas de oro y las princesas desnudas de este lado de la mar. Necesitaban una misa de perdón y consuelo los aventureros comprados con promesas en las gradas de la catedral de Sevilla, los capitanes comidos por las pulgas, veteranos de ninguna batalla, y los condenados que han tenido que elegir entre América y la cárcel o la horca.
—¡Será denunciado ante el rey Fernando! ¡Será expulsado!
Un hombre, aturdido, calla. Ha llegado a estas tierras hace nueve años.
Dueño de indios, de veneros de oro y sementeras, ha hecho buena fortuna. Se llama Bartolomé de Las Casas y pronto será el primer sacerdote ordenado en el Nuevo Mundo.


1514
Río Sinú
El requerimiento

Han navegado mucha mar y tiempo y están hartos de calores, selvas y mosquitos. Cumplen, sin embargo, las instrucciones del rey: no se puede atacar a los indígenas sin requerir, antes, su sometimiento. San Agustín autoriza la guerra contra quienes abusan de su libertad, porque en su libertad peligrarían no siendo domados; pero bien dice San Isidoro que ninguna guerra es justa sin previa declaración.
Antes de lanzarse sobre el oro, los granos de oro quizás grandes como huevos, el abogado Martín Fernández de Enciso lee con puntos y comas el ultimátum que el intérprete, a los tropezones, demorándose en la entrega, va traduciendo.
Enciso habla en nombre del rey don Fernando y de la reina, doña Juana, su hija, domadores de las gentes bárbaras. Hace saber a los indios del Sinú que Dios ha venido al mundo y ha dejado en su lugar a San Pedro, que San Pedro tiene por sucesor al Santo Padre y que el Santo Padre, Señor del Universo, ha hecho merced  al rey de Castilla de toda la tierra de las Indias y de esta península.
Los soldados se asan en las armaduras. Enciso, letra menuda y sílaba lenta, requiere a los indios que dejen estas tierras, pues no les pertenecen, y que si quieren quedarse a vivir aquí, paguen a Sus Altezas tributo de oro en señal de obediencia. El intérprete hace lo que puede.
Los dos caciques escuchan, sentados, sin parpadear, al raro personaje que les anuncia que en caso de negativa o demora les hará la guerra, los convertirá en esclavos y también a sus mujeres y a sus hijos y como tales los venderá y dispondrá de ellos, y que las muertes y los daños de esa justa guerra no serán culpa de los españoles.
Contestan los caciques, sin mirar a Enciso, que muy generoso con lo ajeno había sido el Santo Padre, que borracho debía estar cuando dispuso de lo que no era suyo, y que el rey de Castilla es un atrevido, porque viene a amenazar a quien no conoce.
Entonces, corre la sangre.
En lo sucesivo, el largo discurso se leerá en plena noche, sin intérprete y a media legua de las aldeas que serán asaltadas por sorpresa. Los indígenas, dormidos, no escucharán las palabras que los declaran culpables de los crímenes cometidos contra ellos.

1514
Santa María del Darién
Por amor de las frutas

Gonzalo Fernández de Oviedo, recién llegado, prueba las frutas del Nuevo Mundo.
La guayaba le parece muy superior a la manzana.
La guanábana es de hermosa vista y ofrece una pulpa blanca, aguanosa, de muy templado sabor, que por mucho que se coma no hace daño ni empacho.
El mamey tiene un sabor de relamerse y huele muy bien. No existe nada mejor, opina.
Pero muerde un níspero y le invade la cabeza un aroma que ni el almizcle iguala. El níspero es la mejor fruta, corrige, y no se halla cosa que se le pueda comparar.
Pela, entonces, una piña. La dorada piña huele como quisieran los duraznos y es capaz de abrir el apetito a quienes ya no recuerdan las ganas de comer. Oviedo no conoce palabras que merezcan decir sus virtudes. Se le alegran los ojos, la nariz, los dedos, la lengua. Ésta supera a todas, sentencia, como las plumas del pavo real resplandecen sobre las de cualquier ave.





1519
Tenochtitlán
Presagios del fuego, el agua, la tierra y el aire

Un día ya lejano, los magos volaron hasta la cueva de la madre del dios de la guerra. La bruja, que llevaba ocho siglos sin lavarse, no sonrió ni saludó. Aceptó, sin agradecer, las ofrendas, mantas, pieles, plumas, y escuchó con una mueca las noticias. México, informaron los magos, es señora y reina, y todas las ciudades están a su mandar. La vieja gruñó su único comentario: Los aztecas han derribado a los otros, dijo, y otros vendrán que derribarán a los aztecas.
Pasó el tiempo.
Desde hace diez años, se suceden los signos.
Una hoguera estuvo goteando fuego, desde el centro del cielo, durante toda una noche.
Un súbito fuego de tres colas se alzó desde el horizonte y voló al encuentro del sol.
Se suicidó la casa del dios de la guerra, se incendió a sí misma: le arrojaban cántaros de agua y el agua avivaba las llamas.
Otro templo fue quemado por un rayo, una tarde que no había tormenta.
La laguna donde tiene su asiento la ciudad, se hizo caldera que hervía. Las aguas se levantaron, candentes, altas de furia, y se llevaron las casas por delante y arrancaron hasta los cimientos.
Las redes de los pescadores alzaron un pájaro de color ceniza mezclado con los peces. En la cabeza del pájaro, había un espejo redondo. El emperador Moctezuma vio avanzar, en el espejo, un ejército de soldados que corrían sobre patas de venados y les escuchó los gritos de guerra. Luego, fueron castigados los magos que no supieron leer el espejo ni tuvieron ojos para ver los monstruos de dos cabezas que acosan, implacables, el sueño y la vigilia de Moctezuma. El emperador encerró a los magos en jaulas y los condenó a morir de hambre.
Cada noche, los alaridos de una mujer invisible sobresaltan a todos los que duermen en Tenochtitlán y en Tlatelolco. Hijitos míos, grita, ¡pues ya tenemos que irnos lejos! No hay pared que no atraviese el llanto de esa mujer: ¿Adonde nos iremos, hijitos míos?

Segura de la Frontera
La distribución de la riqueza

Hay murmuración y pelea en el campamento de los españoles. Los soldados no tienen más remedio que entregar las barras de oro salvadas del desastre. Quien algo esconda, será ahorcado.
Las barras provienen de las obras de los orfebres y los escultores de México. Antes de convertirse en botín y fundirse en lingotes, este oro fue serpiente a punto de morder, tigre a punto de saltar, águila a punto de volar o puñal que viborea y corre como río en el aire.
Cortés explica que este oro no es más que burbujas comparado con el que les espera. Retira la quinta parte para el rey, otra quinta parte para él, más lo que toca a su padre y al caballo que se le murió, y entrega a los capitanes casi todo lo que queda. Poco o nada reciben los soldados, que han lamido este oro, lo han mordido, lo han pesado en la palma de la mano, han dormido con él bajo la cabeza y le han contado sus sueños de revancha.
Mientras tanto, el hierro candente marca la cara de los esclavos indios recién capturados en Tepeaca y Huaquechula.
El aire huele a carne quemada.



1519
Tenochtitlán
La capital de los aztecas

Mudos de hermosura, los conquistadores cabalgan por la calzada. Tenochtitlán parece arrancada de las páginas de Amadís, cosas nunca oídas, ni vistas, ni aún soñadas... El sol se alza tras los volcanes, entra en la laguna y rompe en jirones la niebla que flota. La ciudad, calles, acequias, templos de altas torres, se despliega y fulgura. Una multitud sale a recibir a los invasores, en silencio y sin prisa, mientras infinitas canoas abren surcos en las aguas de cobalto.
Moctezuma llega en litera, sentado en suave piel de jaguar, bajo palio de oro, perlas y plumas verdes. Los señores del reino van barriendo el suelo que pisará.
Él da la bienvenida al dios Quetzalcóatl:
—Has venido a sentarte en tu trono —le dice—. Has venido entre nubes, entre nieblas. No te veo en sueños, no estoy soñando. A tu tierra has llegado...
Los que acompañan a Quetzalcóatl reciben guirnaldas de magnolias, rosas y girasoles, collares de flores en los cuellos, en los brazos, en los pechos: la flor del escudo y la flor del corazón, la flor del buen aroma y la muy amarilla.
Quetzalcóatl nació en Extremadura y desembarcó en tierras de América con un hatillo de ropa al hombro y un par de monedas en la bolsa. Tenía diecinueve años cuando pisó las piedras del muelle de Santo Domingo y preguntó: ¿Dónde está el oro? Ahora ha cumplido treinta y cuatro y es capitán de gran ventura. Viste armadura de hierro negro y conduce un ejército de jinetes, lanceros, ballesteros, escopeteros y perros feroces. Ha prometido a sus soldados: Yo os haré, en muy breve tiempo, los más ricos hombres de cuantos jamás han pasado a las Indias.
El emperador Moctezuma, que abre las puertas de Tenochtitlán, acabará pronto. De aquí a poco será llamado mujer de los españoles y morirá por las pedradas de su gente. El joven Cuauhtémoc ocupará su sitio. Él peleará.

Canto azteca del escudo

Sobre el escudo, la virgen dio a luz
al gran guerrero.
Sobre el escudo, la virgen dio a luz
al gran guerrero.
En la montaña de la serpiente, el vencedor.
Entre montañas,
con pintura de guerra
y con escudo de águila.
Nadie, por cierto, pudo hacerle frente.
La tierra se puso a dar vueltas
cuando él se pintó de guerra
y alzó él escudo.





1521
Tlatelolco
La espada de fuego

La sangre corre como agua y está acida de sangre el agua de beber. De comer no queda más que tierra. Se pelea casa por casa, sobre las ruinas y los muertos, de día y de noche. Ya va para tres meses de batalla sin treguas. Sólo se respira pólvora y náuseas de cadáver; pero todavía resuenan los atabales y los tambores en las últimas torres y los cascabeles en los tobillos de los últimos guerreros. No han cesado todavía los alaridos y las canciones que dan fuerza. Las últimas mujeres empuñan el hacha de los caídos y golpetean los escudos hasta caer arrasadas.
El emperador Cuauhtémoc llama al mejor de sus capitanes. Corona su cabeza con el búho de largas plumas, y en su mano derecha coloca la espada de fuego.
Con esta espada en el puño, el dios de la guerra había salido del vientre de su madre, allá en lo más remoto de los tiempos. Con esta serpiente de rayos de sol, Huitzilopochtli había decapitado a su hermana la luna y había hecho pedazos a sus cuatrocientos hermanos, las estrellas, porque no querían dejarlo nacer.
Cuauhtémoc ordena:
—Véanla nuestros enemigos y queden asombrados.
Se abre paso la espada de fuego. El capitán elegido avanza, solo, a través del humo y los escombros.
Lo derriban de un disparo de arcabuz.

1521
Tenochtitlán
El mundo está callado y llueve

De pronto, de golpe, acaban los gritos y los tambores. Hombres y dioses han sido derrotados. Muertos los dioses, ha muerto el tiempo. Muertos los hombres, la ciudad ha muerto. Ha muerto en su ley esta ciudad guerrera, la de los sauces blancos y los blancos juncos. Ya no vendrán a rendirle tributo, en las barcas a través de la niebla, los príncipes vencidos de todas las comarcas.
Reina un silencio que aturde. Y llueve. El cielo relampaguea y truena y durante toda la noche llueve.
Se apila el oro en grandes cestas. Oro de los escudos y de las insignias de guerra, oro de las máscaras de los dioses, colgajos de labios y de orejas, lunetas, dijes. Se pesa el oro y se cotizan los prisioneros. De un pobre es el precio, apenas, dos puñados de maíz. Los soldados arman ruedas de dados y naipes.
El fuego va quemando las plantas de los pies del emperador Cuauhtémoc, untadas de aceite, mientras el mundo está callado y llueve.













1522
Caminos de Santo Domingo
Pies
La rebelión, primera rebelión de los esclavos negros en América, ha sido aplastada. Había estallado en los molinos de azúcar de Diego Colón, el hijo del descubridor. En ingenios y plantaciones de toda la isla, se había propagado el incendio. Se habían alzado los negros y los pocos indios que quedaban vivos, armados de piedras y palos y lanzas de caña que se quebraron, furiosas, inútiles, contra las armaduras.
De las horcas, desparramadas por los caminos, penden ahora mujeres y hombres, jóvenes y viejos. A la altura de los ojos del caminante, cuelgan los pies.
Por los pies, el caminante podría reconocer a los castigados, adivinar cómo eran antes de que llegara la muerte. Entre estos pies de cuero, tajeados por el trabajo y los andares, hay pies del tiempo y pies del contratiempo; pies prisioneros y pies que bailan, todavía, amando a la tierra y llamando a la guerra.

1523
Cuzco
Huaina Cápac
Ante el sol que asoma, se echa en tierra y humilla la frente. Recoge con las manos los primeros rayos y se los lleva a la boca y bebe la luz.
Después, se alza y queda de pie. Mira fijo al sol, sin parpadear.
A espaldas de Huaina Cápac, sus muchas mujeres aguardan con la cabeza gacha. Esperan también, en silencio, los muchos príncipes. El Inca está mirando al sol, lo mira de igual a igual, y un murmullo de escándalo crece entre los sacerdotes.
Han pasado muchos años desde el día en que Huaina Cápac, hijo del padre resplandeciente, subió al trono con el título de poderoso y joven jefe rico en virtudes. Él ha extendido el imperio mucho más allá de las fronteras de sus antepasados. Ganoso de poder, descubridor, conquistador, Huaina Cápac ha conducido sus ejércitos desde la selva amazónica hasta las alturas de Quito y desde
el Chaco hasta las costas de Chile. A golpes de hacha y vuelo de flechas, se ha hecho dueño de nuevas montañas y llanuras y arenales. No hay quien no sueñe con
él ni existe quien no lo tema en este reino que es, ahora, más grande que Europa.
De Huaina Cápac dependen los pastos, el agua y las personas. Por su voluntad se han movido la cordillera y los gentíos. En este imperio que no conoce la rueda, él ha mandado construir edificios, en Quito, con piedras del Cuzco, para que en el futuro se entienda su grandeza y su palabra sea creída por los hombres.
El Inca está mirando fijo al sol. No por desafío, como temen los sacerdotes, sino por piedad. Huaina Cápac siente lástima del sol, porque siendo el sol su padre y el padre de todos los incas desde lo antiguo de las edades, no tiene derecho a la fatiga ni al aburrimiento. El sol jamás descansa ni juega ni olvida. No puede faltar a la cita de cada día y a través del cielo recorre, hoy, el camino de ayer y de mañana.
Mientras contempla el sol, Huaina Cápac decide: «Pronto moriré».





1522
Sevilla
El más largo viaje jamás realizado
Nadie los creía vivos, pero llegaron anoche. Arrojaron el ancla y dispararon toda su artillería. No desembarcaron en seguida ni se dejaron ver. Al amanecer aparecieron sobre las piedras del muelle. Temblando y en andrajos, entraron en Sevilla con hachones encendidos en las manos. La multitud abrió paso, atónita, a esta procesión de esperpentos encabezada por Juan Sebastián de Elcano.
Avanzaban tambaleándose, apoyándose los unos en los otros, de iglesia en iglesia, pagando promesas, siempre perseguidos por el gentío. Iban cantando.
Habían partido hace tres años, río abajo, en cinco naves airosas que tomaron rumbo al oeste. Eran un montón de hombres a la ventura, venidos de todas partes, que se habían dado cita para buscar, juntos, el paso entre los océanos y la fortuna y la gloria. Eran todos fugitivos; se hicieron a la mar huyendo de la pobreza, del amor, de la cárcel o de la horca.
Los sobrevivientes hablan, ahora, de tempestades, crímenes y maravillas. Han visto mares y tierras que no tenían mapa ni nombre; han atravesado seis veces la zona donde el mundo hierve, sin quemarse nunca. Al sur han encontrado nieve azul y en el cielo, cuatro estrellas en cruz. Han visto al sol y a la luna andar al revés y a los peces volar. Han escuchado hablar de mujeres que preña el viento y han conocido unos pájaros negros, parecidos a los cuervos, que se precipitan en las fauces abiertas de las ballenas y les devoran el corazón. En una isla muy remota, cuentan, habitan personitas de medio metro de alto, que tienen orejas que les llegan a los pies. Tan largas son las orejas que cuando se acuestan, una les sirve de colchón y la otra de manta. Y cuentan que cuando los indios de las Molucas vieron llegar a la playa las chalupas desprendidas de las naves, creyeron que las chalupas eran hijitas de las naves, que las naves las parían y les daban de mamar.
Los sobrevivientes cuentan que en el sur del sur, donde se abren las tierras y se abrazan los océanos, los indios encienden altas hogueras, día y noche, para no morirse de frío. Esos son indios tan gigantes que nuestras cabezas, cuentan,  apenas si les llegaban a la cintura. Magallanes, el jefe de la expedición, atrapó a dos poniéndoles unos grilletes de hierro como adorno de los tobillos y las muñecas; pero después uno murió de escorbuto y el otro de calor.
Cuentan que no han tenido más remedio que beber agua podrida, tapándose las narices, y que han comido aserrín, cueros y carne de las ratas que venían a disputarles las últimas galletas agusanadas. A los que se morían de hambre los arrojaban por la borda, y como no había piedras para atarles, quedaban los cadáveres flotando sobre las aguas: los europeos, cara al cielo, y los indios boca abajo. Cuando llegaron a las Molucas, un marinero cambió a los indios seis aves por un naipe, el rey de oros, pero no pudo probar bocado de tan hinchadas que tenía las encías.
Ellos han visto llorar a Magallanes. Han visto lágrimas en los ojos del duro navegante portugués Fernando de Magallanes, cuando las naves entraron en el océano jamás atravesado por ningún europeo. Y han sabido de las furias terribles de Magallanes, cuando hizo decapitar y descuartizar a dos capitanes sublevados y abandonó en el desierto a otros alzados. Magallanes es ahora un trofeo de carroña en manos de los indígenas de las Filipinas que le clavaron en la pierna una flecha envenenada.
De los doscientos treinta y siete marineros y soldados que salieron de Sevilla hace tres años, han regresado dieciocho. Llegaron en una sola nave quejumbrosa, que tiene la quilla carcomida y hace agua por los cuatro costados.
Los sobrevivientes. Estos muertos de hambre que acaban de dar la vuelta al mundo por primera vez.

Consejos de los viejos sabios aztecas
Ahora que ya miras con tus ojos,
date cuenta.
Aquí, es así: no hay alegría,
no hay felicidad.
Aquí en la tierra es el lugar del mucho llanto,
el lugar donde se rinde el aliento
y donde bien se conoce
el abatimiento y la amargura.
Un viento de obsidiana sopla y se abate
sobre nosotros.
La tierra es lugar de alegría penosa,
de alegría que punza.
Pero aunque así fuera,
aunque fuera verdad que sólo se sufre,
aunque así fueran las cosas en la tierra,
¿habrá que estar siempre con miedo?
¿habrá que estar siempre temblando?
¿habrá que vivir siempre llorando?
Para que no andemos siempre gimiendo,
para que nunca nos sature la tristeza,
el Señor Nuestro nos ha dado
la risa, el sueño, los alimentos,
nuestra fuerza,
y finalmente
el acto del amor
que siembra gentes.
1562
Maní
Se equivoca el fuego
Fray Diego de Landa arroja a las llamas, uno tras otro, los libros de los mayas.
El inquisidor maldice a Satanás y el fuego crepita y devora. Alrededor del quemadero, los herejes aúllan cabeza abajo. Colgados de los pies, desollados a latigazos, los indios reciben baños de cera hirviente mientras crecen las llamaradas y crujen los libros, como quejándose.
Esta noche se convierten en cenizas ocho siglos de literatura maya. En estos largos pliegos de papel de corteza, hablaban los signos y las imágenes: contaban  los trabajos y los días, los sueños y las guerras de un pueblo nacido antes que Cristo. Con pinceles de cerdas de jabalí, los sabedores de cosas habían pintado estos libros alumbrados, alumbradores, para que los nietos de los nietos no fueran ciegos y supieran verse y ver la historia de los suyos, para que conocieran el movimiento de las estrellas, la frecuencia de los eclipses y las profecías de los dioses, y para que pudieran llamar a las lluvias y a las buenas cosechas de maíz.
Al centro, el inquisidor quema los libros. En torno de la hoguera inmensa, castiga a los lectores. Mientras tanto, los autores, artistas-sacerdotes muertos hace años o hace siglos, beben chocolate a la fresca sombra del primer árbol del mundo.
Ellos están en paz, porque han muerto sabiendo que la memoria no se incendia.
¿Acaso no se cantará y se danzará, por los tiempos de los tiempos, lo que ellos habían pintado?
Cuando le queman sus casitas de papel, la memoria encuentra refugio en las bocas que cantan las glorias de los hombres y los dioses, cantares que de gente en gente quedan, y en los cuerpos que danzan al son de los troncos huecos, los caparazones de tortuga y las flautas de caña.El tiempo
El tiempo de los mayas nació y tuvo nombre cuando no existía el cielo ni había despertado todavía la tierra.
Los días partieron del oriente y se echaron a caminar.
El primer día sacó de sus entrañas al cielo y a la tierra.
El segundo día hizo la escalera por donde baja la lluvia.
Obras del tercero fueron los ciclos de la mar y de la tierra y la muchedumbre de las cosas.
Por voluntad del cuarto día, la tierra y el cielo se inclinaron y pudieron encontrarse.
El quinto día decidió que todos trabajaran.
Del sexto salió la primera luz.
En los lugares donde no había nada, el séptimo día puso tierra. El octavo clavó en la tierra sus manos y sus pies.
El noveno día creó los mundos inferiores. El décimo día destinó los mundos inferiores a quienes tienen veneno en el alma.
Dentro del sol, el undécimo día modeló la piedra y el árbol.
Fue el duodécimo quien hizo el viento. Sopló viento y lo llamó espíritu, porque no había muerte dentro de él.
El décimotercer día mojó la tierra y con barro amasó un cuerpo como el nuestro.
Así se recuerda en Yucatán.
Las nubes
Nube dejó caer una gota de lluvia sobre el cuerpo de una mujer. A los nueve meses, ella tuvo mellizos.
Cuando crecieron, quisieron saber quién era su padre.
—Mañana por la mañana —dijo ella—, miren hacia el oriente. Allá lo verán, erguido en el cielo como una torre.
A través de la tierra y del cielo, los mellizos caminaron en busca de su padre.
Nube desconfió y exigió:
—Demuestren que son mis hijos.
Uno de los mellizos envió a la tierra un relámpago. El otro, un trueno. Como Nube todavía dudaba, atravesaron una inundación y salieron intactos.
Entonces Nube les hizo un lugar a su lado, entre sus muchos hermanos y sobrinos.

La lluvia
En la región de los grandes lagos del norte, una niña descubrió de pronto que estaba viva. El asombro del mundo le abrió los ojos y partió a la ventura.
Persiguiendo las huellas de los cazadores y los leñadores de la nación menomini, llegó a una gran cabaña de troncos. Allí vivían diez hermanos, los pájaros del trueno, que le ofrecieron abrigo y comida.
Una mala mañana, mientras la niña recogía agua del manantial, una serpiente peluda la atrapó y se la llevó a las profundidades de una montaña de roca. Las serpientes estaban a punto de devorarla cuando la niña cantó.
Desde muy lejos, los pájaros del trueno escucharon el llamado. Atacaron con el rayo la montaña rocosa, rescataron a la prisionera y mataron a las serpientes.
Los pájaros del trueno dejaron a la niña en la horqueta de un árbol.
—Aquí vivirás —le dijeron—. Vendremos cada vez que cantes.
Cuando llama la ranita verde desde el árbol, acuden los truenos y llueve sobre el mundo.




La noche
El sol nunca cesaba de alumbrar y los indios cashinahua no conocían la dulzura del descanso.
Muy necesitados de paz, exhaustos de tanta luz, pidieron prestada la noche al ratón.
Se hizo oscuro, pero la noche del ratón alcanzó apenas para comer y fumar un rato frente al fuego. El amanecer llegó no bien los indios se acomodaron en las hamacas.
Probaron entonces la noche del tapir. Con la noche del tapir, pudieron dormir a pierna suelta y disfrutaron el largo sueño tan esperado. Pero cuando despertaron, había pasado tanto tiempo que las malezas del monte habían invadido sus cultivos y aplastado sus casas.
Después de mucho buscar, se quedaron con la noche del tatú. Se la pidieron prestada y no se la devolvieron jamás.
El tatú, despojado de la noche, duerme durante el día.
Las semillas
Pachacamac, que era hijo del sol, hizo a un hombre y a una mujer en los arenales de Lurín.
No había nada que comer y el hombre se murió de hambre. Estaba la mujer agachada, escarbando en busca de raíces, cuando el sol entró en ella y le hizo un hijo.
Pachacamac, celoso, atrapó al recién nacido y lo descuartizó. Pero en seguida se arrepintió, o tuvo miedo de la cólera de su padre el sol, y regó por el mundo los pedacitos de su hermano asesinado.
De los dientes del muerto, brotó entonces el maíz; y la yuca de las costillas y los huesos. La sangre hizo fértiles las tierras y de la carne sembrada surgieron árboles de fruta y sombra.
Así encuentran comida las mujeres y los hombres que nacen en estas costas, donde no llueve nunca.

El maíz
Los dioses hicieron de barro a los primeros mayas-quichés. Poco duraron.
Eran blandos, sin fuerza; se desmoronaron antes de caminar.
Luego probaron con la madera. Los muñecos de palo hablaron y anduvieron, pero eran secos: no tenían sangre ni sustancia, memoria ni rumbo. No sabían hablar con los dioses, o no encontraban nada que decirles.
Entonces los dioses hicieron de maíz a las madres y a los padres. Con maíz amarillo y maíz blanco amasaron su carne.
Las mujeres y los hombres de maíz veían tanto como los dioses. Su mirada se extendía sobre el mundo entero.
Los dioses echaron un vaho y les dejaron los ojos nublados para siempre, porque no querían que las personas vieran más allá del horizonte.

La lengua del Paraíso

Los guaraos, que habitan los suburbios del Paraíso Terrenal, llaman al arcoíris serpiente de collares y mar de arriba al firmamento. El rayo es el resplandor de la lluvia. El amigo, mi otro corazón. El alma, el sol del pecho. La lechuza, el amo de la noche oscura. Para decir «bastón» dicen nieto continuo; y para decir «perdono», dicen olvido.





La autoridad
En épocas remotas, las mujeres se sentaban en la proa de la canoa y los hombres en la popa. Eran las mujeres quienes cazaban y pescaban. Ellas salían de las aldeas y volvían cuando podían o querían. Los hombres montaban las chozas, preparaban la comida, mantenían encendidas las fogatas contra el frío, cuidaban a los hijos y curtían las pieles de abrigo.
Así era la vida entre los indios onas y los yaganes, en la Tierra del Fuego, hasta que un día los hombres mataron a todas las mujeres y se pusieron las máscaras que las mujeres habían inventado para darles terror.
Solamente las niñas recién nacidas se salvaron del exterminio. Mientras ellas crecían, los asesinos les decían y les repetían que servir a los hombres era su destino. Ellas lo creyeron. También lo creyeron sus hijas y las hijas de sus hijas.

El poder
En las tierras donde nace el río Juruá, el Mezquino era el dueño del maíz.
Entregaba asados los granos, para que nadie pudiera sembrarlos.
Fue la lagartija quien pudo robarle un grano crudo. El Mezquino la atrapó y le desgarró la boca y los dedos de las manos y de los pies; pero ella había sabido esconder el granito detrás de la última muela. Después, la lagartija escupió el grano crudo en la tierra de todos. Las desgarraduras le dejaron esa boca enorme y esos dedos larguísimos.
El Mezquino era también dueño del fuego. El loro se le acercó y se puso a llorar a grito pelado. El Mezquino le arrojaba cuanta cosa tenía a mano y el lorito esquivaba los proyectiles, hasta que vio venir un tizón encendido. Entonces aferró el tizón con su pico, que era enorme como pico de tucán, y huyó por los aires. Voló perseguido por una estela de chispas. La brasa, avivada por el viento, le iba quemando el pico; pero ya había llegado al bosque cuando el Mezquino batió su tambor y desencadenó un diluvio.
El loro alcanzó a poner el tizón candente en el hueco de un árbol, lo dejó al cuidado de los demás pájaros y salió a mojarse bajo la lluvia violenta. El agua le alivió los ardores. En su pico, que quedó corto y curvo, se ve la huella blanca de la quemadura. Los pájaros protegieron con sus cuerpos el fuego robado.

La guerra
Al amanecer, el llamado del cuerno anunció, desde la montaña, que era la hora de los arcos y las cerbatanas.
A la caída de la noche, de la aldea no quedaba más que humo.
Un hombre pudo tumbarse, inmóvil, entre los muertos. Untó su cuerpo con sangre y esperó. Fue el único sobreviviente del pueblo palawiyang.
Cuando los enemigos se retiraron, ese hombre se levantó. Contempló su mundo arrasado. Caminó por entre la gente que había compartido con él el hambre y la comida. Buscó en vano alguna persona o cosa que no hubiera sido aniquilada.
Ese espantoso silenció lo aturdía. Lo mareaba el olor del incendio y la sangre.
Sintió asco de estar vivo y volvió a echarse entre los suyos.
Con las primeras luces, llegaron los buitres. En ese hombre sólo había niebla y ganas de dormir y dejarse devorar.
Pero la hija del cóndor se abrió paso entre los pajarracos que volaban en círculos. Batió recia las alas y se lanzó en picada.
Él se agarró a sus patas y la hija del cóndor lo llevó lejos.



Los peregrinos
Los mayas-quichés vinieron desde el oriente.
Cuando recién llegaron a las nuevas tierras, con sus dioses cargados a la espalda, tuvieron miedo de que no hubiera amanecer. Ellos habían dejado la alegría allá en Tulán y habían quedado sin aliento al cabo de la larga y penosa travesía.
Esperaron al borde del bosque de Izmachí, quietos, todos reunidos, sin que nadie se sentara ni se echara a descansar. Pero pasaba el tiempo y no acababa la negrura.
El lucero anunciador apareció, por fin, en el cielo.
Los quichés se abrazaron y bailaron; y después, dice el libro sagrado, el sol se alzó como un hombre.
Desde esa vez, los quichés acuden, al fin de cada noche, a recibir al lucero del alba y a ver el nacimiento del sol. Cuando el sol está a punto de asomar, dicen:
—De allá venimos.

La tierra prometida
Maldormidos, desnudos, lastimados, caminaron noche y día durante más de dos siglos. Iban buscando el lugar donde la tierra se tiende entre cañas y juncias.
Varias veces se perdieron, se dispersaron y volvieron a juntarse. Fueron volteados por los vientos y se arrastraron atándose los unos a los otros, golpeándose, empujándose; cayeron de hambre y se levantaron y nuevamente cayeron y se levantaron. En la región de los volcanes, donde no crece la hierba, comieron carne de reptiles.
Traían la bandera y la capa del dios que había hablado a los sacerdotes, durante el sueño, y había prometido un reino de oro y plumas de quetzal:
Sujetaréis de mar a mar a todos los pueblos y ciudades, había anunciado el dios, y no será por hechizo, sino por ánimo del corazón y valentía de los brazos.
Cuando se asomaron a la laguna luminosa, bajo el sol del mediodía, los aztecas lloraron por primera vez. Allí estaba la pequeña isla de barro: sobre el nopal, más alto que los juncos y las pajas bravas, extendía el águila sus alas.
Al verlos llegar, el águila humilló la cabeza. Estos parias, apiñados en la orilla de la laguna, mugrientos, temblorosos, eran los elegidos, los que en tiempos remotos habían nacido de las bocas de los dioses.
Huitzilopochtli les dio la bienvenida:
—Éste es el lugar de nuestro descanso y nuestra grandeza —resonó la voz—. Mando que se llame Tenochtitlán la ciudad que será reina y señora de todas las demás. ¡México es aquí!

El profeta
Echado en la estera, boca arriba, el sacerdote-jaguar de Yucatán escuchó el mensaje de los dioses. Ellos le hablaron a través del tejado, montados a horcajadas
sobre su casa, en un idioma que nadie más entendía.
Chilam Balam, el que era boca de los dioses, recordó lo que todavía no había
ocurrido:
—Dispersados serán por el mundo las mujeres que cantan y los hombres que
cantan y todos los que cantan... Nadie se librará, nadie se salvará... Mucha miseria
habrá en los años del imperio de la codicia. Los hombres, esclavos han de hacerse.
Triste estará el rostro del sol... Se despoblará el mundo, se hará pequeño y
humillado...


1492
La mar océana
La ruta del sol hacia las Indias
Están los aires dulces y suaves, como en la primavera de Sevilla, y parece la mar un río Guadalquivir, pero no bien sube la marea se marean y vomitan, apiñados en los castillos de proa, los hombres que surcan, en tres barquitos remendados, la mar incógnita. Mar sin marco. Hombres, gotitas al viento. ¿Y si no los amara la mar? Baja la noche sobre las carabelas. ¿Adonde los arrojará el viento? Salta a bordo un dorado, que venía persiguiendo a un pez volador, y se multiplica el pánico. No siente la marinería el sabroso aroma de la mar un poco picada, ni escucha la algarabía de las gaviotas y los alcatraces que vienen desde el poniente. En el horizonte, ¿empieza el abismo? En el horizonte, ¿se acaba la mar?
Ojos afiebrados de marineros curtidos en mil viajes, ardientes ojos de presos arrancados de las cárceles andaluzas y embarcados a la fuerza: no ven los ojos esos reflejos anunciadores de oro y plata en la espuma de las olas, ni los pájaros de
campo y río que vuelan sin cesar sobre las naves, ni los juncos verdes y las ramas forradas de caracoles que derivan atravesando los sargazos. Al fondo del abismo, ¿arde el infierno? ¿A qué fauces arrojarán los vientos alisios a estos hombrecitos?
Ellos miran las estrellas, buscando a Dios, pero el cielo es tan inescrutable como esta mar jamás navegada. Escuchan que ruge la mar, la mare, madre mar, ronca voz que contesta al viento frases de condenación eterna, tambores del misterio resonando desde las profundidades: se persignan y quieren rezar y balbucean: «Esta noche nos caemos del mundo, esta noche nos caemos del mundo.»

1492
Guanahaní
Colón
Cae de rodillas, llora, besa el suelo. Avanza, tambaleándose porque lleva más de un mes durmiendo poco o nada, y a golpes de espada derriba unos ramajes. Después, alza el estandarte. Hincado, ojos al cielo, pronuncia tres veces los nombres de Isabel y Fernando. A su lado, el escribano Rodrigo de Escobedo, hombre de letra lenta, levanta el acta.
Todo pertenece, desde hoy, a esos reyes lejanos: el mar de corales, las arenas, las rocas verdísimas de musgo, los bosques, los papagayos y estos hombres de piel de laurel que no conocen todavía la ropa, la culpa ni el dinero y que contemplan, aturdidos, la escena.
Luis de Torres traduce al hebreo las preguntas de Cristóbal Colón:
—¿Conocéis vosotros el Reino del Gran Kahn? ¿De dónde viene el oro que lleváis colgado de las narices y las orejas?
Los hombres desnudos lo miran, boquiabiertos, y el intérprete prueba suerte con el idioma caldeo, que algo conoce:
—¿Oro? ¿Templos? ¿Palacios? ¿Rey de reyes? ¿Oro?
Y luego intenta la lengua arábiga, lo poco que sabe:
—¿Japón? ¿China? ¿Oro?
El intérprete se disculpa ante Colón en la lengua de Castilla. Colón maldice en genovés, y arroja al suelo sus cartas credenciales, escritas en latín y dirigidas al Gran Kahn. Los hombres desnudos asisten a la cólera del forastero de pelo rojo y piel cruda, que viste capa de terciopelo y ropas de mucho lucimiento.
Pronto se correrá la voz por las islas:
—¡Vengan a ver a los hombres que llegaron del cielo! ¡Tráiganles de comer y
de beber!


1493
Barcelona
Día de gloria

Lo anuncian las trompetas de los heraldos. Se echan al vuelo las campanas y los tambores redoblan alegrías.
El Almirante, recién vuelto de las Indias, sube la escalera de piedra y avanza sobre el tapiz carmesí, entre los relumbres de seda de la corte que lo aplaude. El hombre que ha realizado las profecías de los santos y los sabios llega al estrado, se hinca y besa las manos de la reina y el rey.
Desde atrás, irrumpen los trofeos. Centellean sobre las bandejas las piezas de oro que Colón cambió por espejitos y bonetes colorados en los remotos jardines recién brotados de la mar.
Sobre ramajes y hojarascas, desfilan las pieles de lagartos y serpientes; y detrás entran, temblando, llorando, los seres jamás vistos. Son los pocos que todavía sobreviven al resfrío, al sarampión y al asco por la comida y por el mal olor de los cristianos. No vienen desnudos, como estaban cuando se acercaron a las tres carabelas y fueron atrapados. Han sido recién cubiertos por calzones, camisolas y unos cuantos papagayos que les han puesto en las manos y sobre las cabezas y los hombros. Los papagayos, desplumados por los malos vientos del viaje, parecen tan moribundos como los hombres. De las mujeres y los niños capturados, no ha quedado ni uno.
Se escuchan malos murmullos en el salón. El oro es poco y por ningún lado se ve pimienta negra, ni nuez moscada, ni clavo, ni jengibre; y Colón no ha traído sirenas barbudas ni hombres con rabo, de esos que tienen un solo ojo y un único pie, tan grande el pie que alzándolo se protegen de los soles violentos.

1493
Huexotzingo
¿Dónde está lo verdadero, lo que tiene raíz?

Ésta es la ciudad de la música, no de la guerra: Huexotzingo, en el valle de Tlaxcala. Dos por tres, los aztecas la asaltan, la lastiman, le arrancan prisioneros para sacrificar ante sus dioses.
Tecayehuatzin, rey de Huexotzingo, ha reunido esta tarde a los poetas de otras comarcas.
En los jardines del palacio, conversan los poetas sobre las flores y los cantos que desde el interior del cielo vienen a la tierra, región del momento fugaz, y que sólo perduran allá en la casa del Dador de la vida. Conversan y dudan los poetas:

¿Son acaso verdaderos los hombres?
¿Será mañana todavía verdadero
nuestro canto?
Se suceden las voces. Cuando cae la noche, el rey de Huexotzingo agradece y
dice adiós:
Sabemos que son verdaderos
los corazones de nuestros amigos.








1495
Salamanca
La primera palabra venida de América
Elio Antonio de Nebrija, sabio en lenguas, publica aquí su «Vocabulario español-latino». El diccionario incluye el primer americanismo de la lengua castellana: Canoa: Nave de un madero.
La nueva palabra viene desde las Antillas.
Esas barcas sin vela, nacidas de un tronco de ceiba, dieron la bienvenida a Cristóbal Colón. En canoas llegaron desde las islas, remando, los hombres de largo pelo negro y cuerpos labrados de signos bermejos. Se acercaron a las carabelas, ofrecieron agua dulce y cambiaron oro por sonajas de latón de ésas que en Castilla valen un maravedí.

1495
La Isabela
Caonabó
Absorto, ausente, está el prisionero sentado a la entrada de la casa de Cristóbal Colón. Tiene grillos de hierro en los tobillos y las esposas le atrapan las muñecas.
Caonabó fue quien redujo a cenizas el fortín de Navidad, que el Almirante había levantado cuando descubrió esta isla de Haití. Incendió el fortín y mató a sus ocupantes. Y no sólo a ellos: en estos dos años largos, ha castigado a flechazos a cuantos españoles pudo encontrar en su comarca de la sierra de Cibao, por andar cazando oro y gente.
Alonso de Ojeda, veterano de las guerras contra los moros, fue a visitarlo en son de paz. Lo invitó a subir a su caballo y le puso estas esposas de metal bruñido que le atan las manos, diciéndole que ésas eran las joyas que usaban los reyes de Castilla en sus bailes y festejos.
Ahora el cacique Caonabó pasa los días sentado junto a la puerta, con la mirada fija en la lengua de luz que al amanecer invade el piso de tierra y al atardecer, de a poquito, se retira. No mueve una pestaña cuando Colón pasa por allí. En cambio, cuando aparece Ojeda, se las arregla para pararse y saluda con una reverencia al único hombre que lo ha vencido.

El sacrilegio
Bartolomé Colón, hermano y lugarteniente de Cristóbal, asiste al incendio de carne humana.
Seis hombres estrenan el quemadero de Haití. El humo hace toser. Los seis están ardiendo por castigo y escarmiento: han hundido bajo tierra las imágenes de Cristo y la Virgen que fray Ramón Pane les había dejado para su protección y consuelo. Fray Ramón les había enseñado a orar de rodillas, a decir Avemaría y Paternóster y a invocar el nombre de Jesús ante la tentación, la lastimadura y la muerte.
Nadie les ha preguntado por qué enterraron las imágenes. Ellos esperaban que los nuevos dioses fecundaran las siembras de maíz, yuca, boniatos y frijoles.
El fuego agrega calor al calor húmedo, pegajoso, anunciador de lluvia fuerte.






1500
Florencia
Leonardo

Acaba de volver del mercado con varias jaulas a cuestas. Las coloca en el balcón, abre las puertitas y huyen los pájaros. Mira los pájaros perdiéndose en el cielo, aleteos, alegrías, y después se sienta a trabajar.
El sol del mediodía le calienta la mano. Sobre un amplio cartón, Leonardo da Vinci dibuja el mundo. Y en el mundo que Leonardo dibuja, aparecen las tierras que ha encontrado Colón por los rumbos del ocaso. El artista las inventa, como antes ha inventado el avión, el tanque, el paracaídas y el submarino, y les da forma como antes ha encarnado el misterio de las vírgenes y la pasión de los santos: imagina el cuerpo de América, que todavía no se llama así, y la dibuja como tierra nueva y no como parte del Asia.

Colón, buscando el Levante, ha encontrado el Poniente. Leonardo adivina que el mundo ha crecido.

1506
Valladolid
El quinto viaje

Anoche ha dictado su último testamento. Esta mañana preguntó si había llegado el mensajero del rey. Después, se durmió. Se le escucharon disparates y quejidos. Todavía respira, pero respira bronco, como peleando contra el aire.
En la corte, nadie ha escuchado sus súplicas. Del tercer viaje había regresado preso, atado con cadenas, y en el cuarto viaje no había quién hiciera caso de sus títulos y dignidades.
Cristóbal Colón se va sabiendo que no hay pasión o gloria que no conduzca a la pena. No sabe, en cambio, que pocos años faltan para que el estandarte que él clavó, por vez primera, en las arenas del Caribe, ondule sobre el imperio de los aztecas, en tierras todavía desconocidas, y sobre el reino de los incas, bajo los desconocidos cielos de la Cruz del Sur. No sabe que se ha quedado corto en sus mentiras, promesas y delirios. El Almirante Mayor de la Mar Océana sigue creyendo
que ha llegado al Asia por la espalda.
No se llamará el océano mar de Colón. Tampoco llevará su nombre el nuevo mundo, sino el nombre de su amigo, el florentino Américo Vespucio, navegante y maestro de pilotos. Pero ha sido Colón quien ha encontrado ese deslumbrante color que no existía en el arcoiris europeo. Él, ciego, muere sin verlo.








1506
Tenochtitlán
El Dios universal

Moctezuma ha vencido en Teuctepec.
En los adoratorios, arden los fuegos. Resuenan los tambores. Uno tras otro, los prisioneros suben las gradas hacia la piedra redonda del sacrificio. El sacerdote les clava en el pecho el puñal de obsidiana, alza el corazón en el puño y lo muestra al sol que brota de los volcanes azules.
¿A qué dios se ofrece la sangre? El sol la exige, para nacer cada día y viajar de un horizonte al otro. Pero las ostentosas ceremonias de la muerte también sirven a otro dios, que no aparece en los códices ni en las canciones.
Si ese dios no reinara sobre el mundo, no habría esclavos ni amos, ni vasallos, ni colonias. Los mercaderes aztecas no podrían arrancar a los pueblos sometidos un diamante a cambio de un frijol, ni una esmeralda por un grano de maíz, ni oro por golosinas, ni cacao por piedras. Los cargadores no atravesarían la inmensidad del imperio en largas filas, llevando a las espaldas toneladas de tributos. Las gentes del pueblo osarían vestir túnicas de algodón y beberían chocolate y tendrían la audacia de lucir prohibidas plumas de quetzal y pulseras de oro y magnolias y orquídeas reservadas a los nobles. Caerían, entonces, las máscaras que ocultan los rostros de los jefes guerreros, el pico de águila, las fauces de tigre, los penachos de plumas que ondulan y brillan en el aire.
Están manchadas de sangre las escalinatas del templo mayor y los cráneos se acumulan en el centro de la plaza. No solamente para que se mueva el sol, no:también para que ese dios secreto decida en lugar de los hombres. En homenaje al mismo dios, al otro lado de la mar los inquisidores fríen a los herejes en las hogueras o los retuercen en las cámaras de tormento. Es el Dios del Miedo. El Dios del Miedo, que tiene dientes de rata y alas de buitre.

1511
Santo Domingo
La primera protesta
En la iglesia de troncos y techo de palma, Antonio de Montesinos, fraile dominico, está echando truenos por la boca. Desde el púlpito, denuncia el exterminio:
—¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis a los indios en tan cruel y
horrible servidumbre? ¿Acaso no se mueren, o por mejor decir los matáis, por sacar
oro cada día? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no
entendéis, esto no sentís?
Después Montesinos se abre paso, alta la cabeza, entre la muchedumbre atónita.
Crece un murmullo de furia.
No esperaban esto los labriegos extremeños y los pastores de Andalucía que han mentido sus nombres y sus historias y con un arcabuz oxidado en bandolera han partido, a la ventura, en busca de las montañas de oro y las princesas desnudas de este lado de la mar. Necesitaban una misa de perdón y consuelo los aventureros comprados con promesas en las gradas de la catedral de Sevilla, los capitanes comidos por las pulgas, veteranos de ninguna batalla, y los condenados que han tenido que elegir entre América y la cárcel o la horca.
—¡Será denunciado ante el rey Fernando! ¡Será expulsado!
Un hombre, aturdido, calla. Ha llegado a estas tierras hace nueve años.
Dueño de indios, de veneros de oro y sementeras, ha hecho buena fortuna. Se llama Bartolomé de Las Casas y pronto será el primer sacerdote ordenado en el Nuevo Mundo.


1514
Río Sinú
El requerimiento

Han navegado mucha mar y tiempo y están hartos de calores, selvas y mosquitos. Cumplen, sin embargo, las instrucciones del rey: no se puede atacar a los indígenas sin requerir, antes, su sometimiento. San Agustín autoriza la guerra contra quienes abusan de su libertad, porque en su libertad peligrarían no siendo domados; pero bien dice San Isidoro que ninguna guerra es justa sin previa declaración.
Antes de lanzarse sobre el oro, los granos de oro quizás grandes como huevos, el abogado Martín Fernández de Enciso lee con puntos y comas el ultimátum que el intérprete, a los tropezones, demorándose en la entrega, va traduciendo.
Enciso habla en nombre del rey don Fernando y de la reina, doña Juana, su hija, domadores de las gentes bárbaras. Hace saber a los indios del Sinú que Dios ha venido al mundo y ha dejado en su lugar a San Pedro, que San Pedro tiene por sucesor al Santo Padre y que el Santo Padre, Señor del Universo, ha hecho merced  al rey de Castilla de toda la tierra de las Indias y de esta península.
Los soldados se asan en las armaduras. Enciso, letra menuda y sílaba lenta, requiere a los indios que dejen estas tierras, pues no les pertenecen, y que si quieren quedarse a vivir aquí, paguen a Sus Altezas tributo de oro en señal de obediencia. El intérprete hace lo que puede.
Los dos caciques escuchan, sentados, sin parpadear, al raro personaje que les anuncia que en caso de negativa o demora les hará la guerra, los convertirá en esclavos y también a sus mujeres y a sus hijos y como tales los venderá y dispondrá de ellos, y que las muertes y los daños de esa justa guerra no serán culpa de los españoles.
Contestan los caciques, sin mirar a Enciso, que muy generoso con lo ajeno había sido el Santo Padre, que borracho debía estar cuando dispuso de lo que no era suyo, y que el rey de Castilla es un atrevido, porque viene a amenazar a quien no conoce.
Entonces, corre la sangre.
En lo sucesivo, el largo discurso se leerá en plena noche, sin intérprete y a media legua de las aldeas que serán asaltadas por sorpresa. Los indígenas, dormidos, no escucharán las palabras que los declaran culpables de los crímenes cometidos contra ellos.

1514
Santa María del Darién
Por amor de las frutas

Gonzalo Fernández de Oviedo, recién llegado, prueba las frutas del Nuevo Mundo.
La guayaba le parece muy superior a la manzana.
La guanábana es de hermosa vista y ofrece una pulpa blanca, aguanosa, de muy templado sabor, que por mucho que se coma no hace daño ni empacho.
El mamey tiene un sabor de relamerse y huele muy bien. No existe nada mejor, opina.
Pero muerde un níspero y le invade la cabeza un aroma que ni el almizcle iguala. El níspero es la mejor fruta, corrige, y no se halla cosa que se le pueda comparar.
Pela, entonces, una piña. La dorada piña huele como quisieran los duraznos y es capaz de abrir el apetito a quienes ya no recuerdan las ganas de comer. Oviedo no conoce palabras que merezcan decir sus virtudes. Se le alegran los ojos, la nariz, los dedos, la lengua. Ésta supera a todas, sentencia, como las plumas del pavo real resplandecen sobre las de cualquier ave.





1519
Tenochtitlán
Presagios del fuego, el agua, la tierra y el aire

Un día ya lejano, los magos volaron hasta la cueva de la madre del dios de la guerra. La bruja, que llevaba ocho siglos sin lavarse, no sonrió ni saludó. Aceptó, sin agradecer, las ofrendas, mantas, pieles, plumas, y escuchó con una mueca las noticias. México, informaron los magos, es señora y reina, y todas las ciudades están a su mandar. La vieja gruñó su único comentario: Los aztecas han derribado a los otros, dijo, y otros vendrán que derribarán a los aztecas.
Pasó el tiempo.
Desde hace diez años, se suceden los signos.
Una hoguera estuvo goteando fuego, desde el centro del cielo, durante toda una noche.
Un súbito fuego de tres colas se alzó desde el horizonte y voló al encuentro del sol.
Se suicidó la casa del dios de la guerra, se incendió a sí misma: le arrojaban cántaros de agua y el agua avivaba las llamas.
Otro templo fue quemado por un rayo, una tarde que no había tormenta.
La laguna donde tiene su asiento la ciudad, se hizo caldera que hervía. Las aguas se levantaron, candentes, altas de furia, y se llevaron las casas por delante y arrancaron hasta los cimientos.
Las redes de los pescadores alzaron un pájaro de color ceniza mezclado con los peces. En la cabeza del pájaro, había un espejo redondo. El emperador Moctezuma vio avanzar, en el espejo, un ejército de soldados que corrían sobre patas de venados y les escuchó los gritos de guerra. Luego, fueron castigados los magos que no supieron leer el espejo ni tuvieron ojos para ver los monstruos de dos cabezas que acosan, implacables, el sueño y la vigilia de Moctezuma. El emperador encerró a los magos en jaulas y los condenó a morir de hambre.
Cada noche, los alaridos de una mujer invisible sobresaltan a todos los que duermen en Tenochtitlán y en Tlatelolco. Hijitos míos, grita, ¡pues ya tenemos que irnos lejos! No hay pared que no atraviese el llanto de esa mujer: ¿Adonde nos iremos, hijitos míos?

Segura de la Frontera
La distribución de la riqueza

Hay murmuración y pelea en el campamento de los españoles. Los soldados no tienen más remedio que entregar las barras de oro salvadas del desastre. Quien algo esconda, será ahorcado.
Las barras provienen de las obras de los orfebres y los escultores de México. Antes de convertirse en botín y fundirse en lingotes, este oro fue serpiente a punto de morder, tigre a punto de saltar, águila a punto de volar o puñal que viborea y corre como río en el aire.
Cortés explica que este oro no es más que burbujas comparado con el que les espera. Retira la quinta parte para el rey, otra quinta parte para él, más lo que toca a su padre y al caballo que se le murió, y entrega a los capitanes casi todo lo que queda. Poco o nada reciben los soldados, que han lamido este oro, lo han mordido, lo han pesado en la palma de la mano, han dormido con él bajo la cabeza y le han contado sus sueños de revancha.
Mientras tanto, el hierro candente marca la cara de los esclavos indios recién capturados en Tepeaca y Huaquechula.
El aire huele a carne quemada.



1519
Tenochtitlán
La capital de los aztecas

Mudos de hermosura, los conquistadores cabalgan por la calzada. Tenochtitlán parece arrancada de las páginas de Amadís, cosas nunca oídas, ni vistas, ni aún soñadas... El sol se alza tras los volcanes, entra en la laguna y rompe en jirones la niebla que flota. La ciudad, calles, acequias, templos de altas torres, se despliega y fulgura. Una multitud sale a recibir a los invasores, en silencio y sin prisa, mientras infinitas canoas abren surcos en las aguas de cobalto.
Moctezuma llega en litera, sentado en suave piel de jaguar, bajo palio de oro, perlas y plumas verdes. Los señores del reino van barriendo el suelo que pisará.
Él da la bienvenida al dios Quetzalcóatl:
—Has venido a sentarte en tu trono —le dice—. Has venido entre nubes, entre nieblas. No te veo en sueños, no estoy soñando. A tu tierra has llegado...
Los que acompañan a Quetzalcóatl reciben guirnaldas de magnolias, rosas y girasoles, collares de flores en los cuellos, en los brazos, en los pechos: la flor del escudo y la flor del corazón, la flor del buen aroma y la muy amarilla.
Quetzalcóatl nació en Extremadura y desembarcó en tierras de América con un hatillo de ropa al hombro y un par de monedas en la bolsa. Tenía diecinueve años cuando pisó las piedras del muelle de Santo Domingo y preguntó: ¿Dónde está el oro? Ahora ha cumplido treinta y cuatro y es capitán de gran ventura. Viste armadura de hierro negro y conduce un ejército de jinetes, lanceros, ballesteros, escopeteros y perros feroces. Ha prometido a sus soldados: Yo os haré, en muy breve tiempo, los más ricos hombres de cuantos jamás han pasado a las Indias.
El emperador Moctezuma, que abre las puertas de Tenochtitlán, acabará pronto. De aquí a poco será llamado mujer de los españoles y morirá por las pedradas de su gente. El joven Cuauhtémoc ocupará su sitio. Él peleará.

Canto azteca del escudo

Sobre el escudo, la virgen dio a luz
al gran guerrero.
Sobre el escudo, la virgen dio a luz
al gran guerrero.
En la montaña de la serpiente, el vencedor.
Entre montañas,
con pintura de guerra
y con escudo de águila.
Nadie, por cierto, pudo hacerle frente.
La tierra se puso a dar vueltas
cuando él se pintó de guerra
y alzó él escudo.





1521
Tlatelolco
La espada de fuego

La sangre corre como agua y está acida de sangre el agua de beber. De comer no queda más que tierra. Se pelea casa por casa, sobre las ruinas y los muertos, de día y de noche. Ya va para tres meses de batalla sin treguas. Sólo se respira pólvora y náuseas de cadáver; pero todavía resuenan los atabales y los tambores en las últimas torres y los cascabeles en los tobillos de los últimos guerreros. No han cesado todavía los alaridos y las canciones que dan fuerza. Las últimas mujeres empuñan el hacha de los caídos y golpetean los escudos hasta caer arrasadas.
El emperador Cuauhtémoc llama al mejor de sus capitanes. Corona su cabeza con el búho de largas plumas, y en su mano derecha coloca la espada de fuego.
Con esta espada en el puño, el dios de la guerra había salido del vientre de su madre, allá en lo más remoto de los tiempos. Con esta serpiente de rayos de sol, Huitzilopochtli había decapitado a su hermana la luna y había hecho pedazos a sus cuatrocientos hermanos, las estrellas, porque no querían dejarlo nacer.
Cuauhtémoc ordena:
—Véanla nuestros enemigos y queden asombrados.
Se abre paso la espada de fuego. El capitán elegido avanza, solo, a través del humo y los escombros.
Lo derriban de un disparo de arcabuz.

1521
Tenochtitlán
El mundo está callado y llueve

De pronto, de golpe, acaban los gritos y los tambores. Hombres y dioses han sido derrotados. Muertos los dioses, ha muerto el tiempo. Muertos los hombres, la ciudad ha muerto. Ha muerto en su ley esta ciudad guerrera, la de los sauces blancos y los blancos juncos. Ya no vendrán a rendirle tributo, en las barcas a través de la niebla, los príncipes vencidos de todas las comarcas.
Reina un silencio que aturde. Y llueve. El cielo relampaguea y truena y durante toda la noche llueve.
Se apila el oro en grandes cestas. Oro de los escudos y de las insignias de guerra, oro de las máscaras de los dioses, colgajos de labios y de orejas, lunetas, dijes. Se pesa el oro y se cotizan los prisioneros. De un pobre es el precio, apenas, dos puñados de maíz. Los soldados arman ruedas de dados y naipes.
El fuego va quemando las plantas de los pies del emperador Cuauhtémoc, untadas de aceite, mientras el mundo está callado y llueve.













1522
Caminos de Santo Domingo
Pies
La rebelión, primera rebelión de los esclavos negros en América, ha sido aplastada. Había estallado en los molinos de azúcar de Diego Colón, el hijo del descubridor. En ingenios y plantaciones de toda la isla, se había propagado el incendio. Se habían alzado los negros y los pocos indios que quedaban vivos, armados de piedras y palos y lanzas de caña que se quebraron, furiosas, inútiles, contra las armaduras.
De las horcas, desparramadas por los caminos, penden ahora mujeres y hombres, jóvenes y viejos. A la altura de los ojos del caminante, cuelgan los pies.
Por los pies, el caminante podría reconocer a los castigados, adivinar cómo eran antes de que llegara la muerte. Entre estos pies de cuero, tajeados por el trabajo y los andares, hay pies del tiempo y pies del contratiempo; pies prisioneros y pies que bailan, todavía, amando a la tierra y llamando a la guerra.

1523
Cuzco
Huaina Cápac
Ante el sol que asoma, se echa en tierra y humilla la frente. Recoge con las manos los primeros rayos y se los lleva a la boca y bebe la luz.
Después, se alza y queda de pie. Mira fijo al sol, sin parpadear.
A espaldas de Huaina Cápac, sus muchas mujeres aguardan con la cabeza gacha. Esperan también, en silencio, los muchos príncipes. El Inca está mirando al sol, lo mira de igual a igual, y un murmullo de escándalo crece entre los sacerdotes.
Han pasado muchos años desde el día en que Huaina Cápac, hijo del padre resplandeciente, subió al trono con el título de poderoso y joven jefe rico en virtudes. Él ha extendido el imperio mucho más allá de las fronteras de sus antepasados. Ganoso de poder, descubridor, conquistador, Huaina Cápac ha conducido sus ejércitos desde la selva amazónica hasta las alturas de Quito y desde
el Chaco hasta las costas de Chile. A golpes de hacha y vuelo de flechas, se ha hecho dueño de nuevas montañas y llanuras y arenales. No hay quien no sueñe con
él ni existe quien no lo tema en este reino que es, ahora, más grande que Europa.
De Huaina Cápac dependen los pastos, el agua y las personas. Por su voluntad se han movido la cordillera y los gentíos. En este imperio que no conoce la rueda, él ha mandado construir edificios, en Quito, con piedras del Cuzco, para que en el futuro se entienda su grandeza y su palabra sea creída por los hombres.
El Inca está mirando fijo al sol. No por desafío, como temen los sacerdotes, sino por piedad. Huaina Cápac siente lástima del sol, porque siendo el sol su padre y el padre de todos los incas desde lo antiguo de las edades, no tiene derecho a la fatiga ni al aburrimiento. El sol jamás descansa ni juega ni olvida. No puede faltar a la cita de cada día y a través del cielo recorre, hoy, el camino de ayer y de mañana.
Mientras contempla el sol, Huaina Cápac decide: «Pronto moriré».





1522
Sevilla
El más largo viaje jamás realizado
Nadie los creía vivos, pero llegaron anoche. Arrojaron el ancla y dispararon toda su artillería. No desembarcaron en seguida ni se dejaron ver. Al amanecer aparecieron sobre las piedras del muelle. Temblando y en andrajos, entraron en Sevilla con hachones encendidos en las manos. La multitud abrió paso, atónita, a esta procesión de esperpentos encabezada por Juan Sebastián de Elcano.
Avanzaban tambaleándose, apoyándose los unos en los otros, de iglesia en iglesia, pagando promesas, siempre perseguidos por el gentío. Iban cantando.
Habían partido hace tres años, río abajo, en cinco naves airosas que tomaron rumbo al oeste. Eran un montón de hombres a la ventura, venidos de todas partes, que se habían dado cita para buscar, juntos, el paso entre los océanos y la fortuna y la gloria. Eran todos fugitivos; se hicieron a la mar huyendo de la pobreza, del amor, de la cárcel o de la horca.
Los sobrevivientes hablan, ahora, de tempestades, crímenes y maravillas. Han visto mares y tierras que no tenían mapa ni nombre; han atravesado seis veces la zona donde el mundo hierve, sin quemarse nunca. Al sur han encontrado nieve azul y en el cielo, cuatro estrellas en cruz. Han visto al sol y a la luna andar al revés y a los peces volar. Han escuchado hablar de mujeres que preña el viento y han conocido unos pájaros negros, parecidos a los cuervos, que se precipitan en las fauces abiertas de las ballenas y les devoran el corazón. En una isla muy remota, cuentan, habitan personitas de medio metro de alto, que tienen orejas que les llegan a los pies. Tan largas son las orejas que cuando se acuestan, una les sirve de colchón y la otra de manta. Y cuentan que cuando los indios de las Molucas vieron llegar a la playa las chalupas desprendidas de las naves, creyeron que las chalupas eran hijitas de las naves, que las naves las parían y les daban de mamar.
Los sobrevivientes cuentan que en el sur del sur, donde se abren las tierras y se abrazan los océanos, los indios encienden altas hogueras, día y noche, para no morirse de frío. Esos son indios tan gigantes que nuestras cabezas, cuentan,  apenas si les llegaban a la cintura. Magallanes, el jefe de la expedición, atrapó a dos poniéndoles unos grilletes de hierro como adorno de los tobillos y las muñecas; pero después uno murió de escorbuto y el otro de calor.
Cuentan que no han tenido más remedio que beber agua podrida, tapándose las narices, y que han comido aserrín, cueros y carne de las ratas que venían a disputarles las últimas galletas agusanadas. A los que se morían de hambre los arrojaban por la borda, y como no había piedras para atarles, quedaban los cadáveres flotando sobre las aguas: los europeos, cara al cielo, y los indios boca abajo. Cuando llegaron a las Molucas, un marinero cambió a los indios seis aves por un naipe, el rey de oros, pero no pudo probar bocado de tan hinchadas que tenía las encías.
Ellos han visto llorar a Magallanes. Han visto lágrimas en los ojos del duro navegante portugués Fernando de Magallanes, cuando las naves entraron en el océano jamás atravesado por ningún europeo. Y han sabido de las furias terribles de Magallanes, cuando hizo decapitar y descuartizar a dos capitanes sublevados y abandonó en el desierto a otros alzados. Magallanes es ahora un trofeo de carroña en manos de los indígenas de las Filipinas que le clavaron en la pierna una flecha envenenada.
De los doscientos treinta y siete marineros y soldados que salieron de Sevilla hace tres años, han regresado dieciocho. Llegaron en una sola nave quejumbrosa, que tiene la quilla carcomida y hace agua por los cuatro costados.
Los sobrevivientes. Estos muertos de hambre que acaban de dar la vuelta al mundo por primera vez.

Consejos de los viejos sabios aztecas
Ahora que ya miras con tus ojos,
date cuenta.
Aquí, es así: no hay alegría,
no hay felicidad.
Aquí en la tierra es el lugar del mucho llanto,
el lugar donde se rinde el aliento
y donde bien se conoce
el abatimiento y la amargura.
Un viento de obsidiana sopla y se abate
sobre nosotros.
La tierra es lugar de alegría penosa,
de alegría que punza.
Pero aunque así fuera,
aunque fuera verdad que sólo se sufre,
aunque así fueran las cosas en la tierra,
¿habrá que estar siempre con miedo?
¿habrá que estar siempre temblando?
¿habrá que vivir siempre llorando?
Para que no andemos siempre gimiendo,
para que nunca nos sature la tristeza,
el Señor Nuestro nos ha dado
la risa, el sueño, los alimentos,
nuestra fuerza,
y finalmente
el acto del amor
que siembra gentes.
1562
Maní
Se equivoca el fuego
Fray Diego de Landa arroja a las llamas, uno tras otro, los libros de los mayas.
El inquisidor maldice a Satanás y el fuego crepita y devora. Alrededor del quemadero, los herejes aúllan cabeza abajo. Colgados de los pies, desollados a latigazos, los indios reciben baños de cera hirviente mientras crecen las llamaradas y crujen los libros, como quejándose.
Esta noche se convierten en cenizas ocho siglos de literatura maya. En estos largos pliegos de papel de corteza, hablaban los signos y las imágenes: contaban  los trabajos y los días, los sueños y las guerras de un pueblo nacido antes que Cristo. Con pinceles de cerdas de jabalí, los sabedores de cosas habían pintado estos libros alumbrados, alumbradores, para que los nietos de los nietos no fueran ciegos y supieran verse y ver la historia de los suyos, para que conocieran el movimiento de las estrellas, la frecuencia de los eclipses y las profecías de los dioses, y para que pudieran llamar a las lluvias y a las buenas cosechas de maíz.
Al centro, el inquisidor quema los libros. En torno de la hoguera inmensa, castiga a los lectores. Mientras tanto, los autores, artistas-sacerdotes muertos hace años o hace siglos, beben chocolate a la fresca sombra del primer árbol del mundo.
Ellos están en paz, porque han muerto sabiendo que la memoria no se incendia.
¿Acaso no se cantará y se danzará, por los tiempos de los tiempos, lo que ellos habían pintado?
Cuando le queman sus casitas de papel, la memoria encuentra refugio en las bocas que cantan las glorias de los hombres y los dioses, cantares que de gente en gente quedan, y en los cuerpos que danzan al son de los troncos huecos, los caparazones de tortuga y las flautas de caña.