Los
nacimientos: desde la creación del mundo hasta el siglo XVII
Eduardo Galeano
(Extractos)
El tiempo
El tiempo
de los mayas nació y tuvo nombre cuando no existía el cielo ni había despertado
todavía la tierra.
Los días
partieron del oriente y se echaron a caminar.
El primer
día sacó de sus entrañas al cielo y a la tierra.
El segundo
día hizo la escalera por donde baja la lluvia.
Obras del
tercero fueron los ciclos de la mar y de la tierra y la muchedumbre de las
cosas.
Por
voluntad del cuarto día, la tierra y el cielo se inclinaron y pudieron encontrarse.
El quinto
día decidió que todos trabajaran.
Del sexto
salió la primera luz.
En los
lugares donde no había nada, el séptimo día puso tierra. El octavo clavó en la
tierra sus manos y sus pies.
El noveno
día creó los mundos inferiores. El décimo día destinó los mundos inferiores a
quienes tienen veneno en el alma.
Dentro del
sol, el undécimo día modeló la piedra y el árbol.
Fue el
duodécimo quien hizo el viento. Sopló viento y lo llamó espíritu, porque no
había muerte dentro de él.
El
décimotercer día mojó la tierra y con barro amasó un cuerpo como el nuestro.
Así se recuerda en Yucatán.
Las nubes
Nube dejó
caer una gota de lluvia sobre el cuerpo de una mujer. A los nueve meses, ella
tuvo mellizos.
Cuando
crecieron, quisieron saber quién era su padre.
—Mañana
por la mañana —dijo ella—, miren hacia el oriente. Allá lo verán, erguido en el
cielo como una torre.
A través
de la tierra y del cielo, los mellizos caminaron en busca de su padre.
Nube
desconfió y exigió:
—Demuestren
que son mis hijos.
Uno de los
mellizos envió a la tierra un relámpago. El otro, un trueno. Como Nube todavía
dudaba, atravesaron una inundación y salieron intactos.
Entonces
Nube les hizo un lugar a su lado, entre sus muchos hermanos y sobrinos.
La lluvia
En la
región de los grandes lagos del norte, una niña descubrió de pronto que estaba
viva. El asombro del mundo le abrió los ojos y partió a la ventura.
Persiguiendo
las huellas de los cazadores y los leñadores de la nación menomini, llegó a una
gran cabaña de troncos. Allí vivían diez hermanos, los pájaros del trueno, que
le ofrecieron abrigo y comida.
Una mala
mañana, mientras la niña recogía agua del manantial, una serpiente peluda la
atrapó y se la llevó a las profundidades de una montaña de roca. Las serpientes
estaban a punto de devorarla cuando la niña cantó.
Desde muy
lejos, los pájaros del trueno escucharon el llamado. Atacaron con el rayo la
montaña rocosa, rescataron a la prisionera y mataron a las serpientes.
Los
pájaros del trueno dejaron a la niña en la horqueta de un árbol.
—Aquí
vivirás —le dijeron—. Vendremos cada vez que cantes.
Cuando
llama la ranita verde desde el árbol, acuden los truenos y llueve sobre el
mundo.
La noche
El sol
nunca cesaba de alumbrar y los indios cashinahua no conocían la dulzura del
descanso.
Muy
necesitados de paz, exhaustos de tanta luz, pidieron prestada la noche al ratón.
Se hizo
oscuro, pero la noche del ratón alcanzó apenas para comer y fumar un rato
frente al fuego. El amanecer llegó no bien los indios se acomodaron en las hamacas.
Probaron
entonces la noche del tapir. Con la noche del tapir, pudieron dormir a pierna
suelta y disfrutaron el largo sueño tan esperado. Pero cuando despertaron, había
pasado tanto tiempo que las malezas del monte habían invadido sus cultivos y
aplastado sus casas.
Después de
mucho buscar, se quedaron con la noche del tatú. Se la pidieron prestada y no
se la devolvieron jamás.
El tatú, despojado de la noche, duerme
durante el día.
Las semillas
Pachacamac,
que era hijo del sol, hizo a un hombre y a una mujer en los arenales de Lurín.
No había
nada que comer y el hombre se murió de hambre. Estaba la mujer agachada,
escarbando en busca de raíces, cuando el sol entró en ella y le hizo un hijo.
Pachacamac,
celoso, atrapó al recién nacido y lo descuartizó. Pero en seguida se
arrepintió, o tuvo miedo de la cólera de su padre el sol, y regó por el mundo
los pedacitos de su hermano asesinado.
De los
dientes del muerto, brotó entonces el maíz; y la yuca de las costillas y los
huesos. La sangre hizo fértiles las tierras y de la carne sembrada surgieron árboles
de fruta y sombra.
Así
encuentran comida las mujeres y los hombres que nacen en estas costas, donde no
llueve nunca.
El maíz
Los dioses
hicieron de barro a los primeros mayas-quichés. Poco duraron.
Eran
blandos, sin fuerza; se desmoronaron antes de caminar.
Luego
probaron con la madera. Los muñecos de palo hablaron y anduvieron, pero eran
secos: no tenían sangre ni sustancia, memoria ni rumbo. No sabían hablar con
los dioses, o no encontraban nada que decirles.
Entonces
los dioses hicieron de maíz a las madres y a los padres. Con maíz amarillo y
maíz blanco amasaron su carne.
Las
mujeres y los hombres de maíz veían tanto como los dioses. Su mirada se extendía
sobre el mundo entero.
Los dioses
echaron un vaho y les dejaron los ojos nublados para siempre, porque no querían
que las personas vieran más allá del horizonte.
La lengua del Paraíso
Los
guaraos, que habitan los suburbios del Paraíso Terrenal, llaman al arcoíris serpiente
de collares y mar de arriba al firmamento. El rayo es el
resplandor de la lluvia. El amigo, mi otro corazón. El alma, el
sol del pecho. La lechuza, el amo de la noche oscura. Para decir
«bastón» dicen nieto continuo; y para decir «perdono», dicen olvido.
La autoridad
En épocas
remotas, las mujeres se sentaban en la proa de la canoa y los hombres en la
popa. Eran las mujeres quienes cazaban y pescaban. Ellas salían de las aldeas y
volvían cuando podían o querían. Los hombres montaban las chozas, preparaban la
comida, mantenían encendidas las fogatas contra el frío, cuidaban a los hijos y
curtían las pieles de abrigo.
Así era la
vida entre los indios onas y los yaganes, en la Tierra del Fuego, hasta que un
día los hombres mataron a todas las mujeres y se pusieron las máscaras que las
mujeres habían inventado para darles terror.
Solamente
las niñas recién nacidas se salvaron del exterminio. Mientras ellas crecían,
los asesinos les decían y les repetían que servir a los hombres era su destino.
Ellas lo creyeron. También lo creyeron sus hijas y las hijas de sus hijas.
El poder
En las
tierras donde nace el río Juruá, el Mezquino era el dueño del maíz.
Entregaba
asados los granos, para que nadie pudiera sembrarlos.
Fue la
lagartija quien pudo robarle un grano crudo. El Mezquino la atrapó y le desgarró
la boca y los dedos de las manos y de los pies; pero ella había sabido esconder
el granito detrás de la última muela. Después, la lagartija escupió el grano
crudo en la tierra de todos. Las desgarraduras le dejaron esa boca enorme y esos
dedos larguísimos.
El
Mezquino era también dueño del fuego. El loro se le acercó y se puso a llorar a
grito pelado. El Mezquino le arrojaba cuanta cosa tenía a mano y el lorito esquivaba
los proyectiles, hasta que vio venir un tizón encendido. Entonces aferró el
tizón con su pico, que era enorme como pico de tucán, y huyó por los aires.
Voló perseguido por una estela de chispas. La brasa, avivada por el viento, le
iba quemando el pico; pero ya había llegado al bosque cuando el Mezquino batió
su tambor y desencadenó un diluvio.
El loro
alcanzó a poner el tizón candente en el hueco de un árbol, lo dejó al cuidado
de los demás pájaros y salió a mojarse bajo la lluvia violenta. El agua le alivió
los ardores. En su pico, que quedó corto y curvo, se ve la huella blanca de la quemadura.
Los pájaros protegieron con sus cuerpos el fuego robado.
La guerra
Al
amanecer, el llamado del cuerno anunció, desde la montaña, que era la hora de
los arcos y las cerbatanas.
A la caída
de la noche, de la aldea no quedaba más que humo.
Un hombre
pudo tumbarse, inmóvil, entre los muertos. Untó su cuerpo con sangre y esperó.
Fue el único sobreviviente del pueblo palawiyang.
Cuando los
enemigos se retiraron, ese hombre se levantó. Contempló su mundo arrasado.
Caminó por entre la gente que había compartido con él el hambre y la comida.
Buscó en vano alguna persona o cosa que no hubiera sido aniquilada.
Ese
espantoso silenció lo aturdía. Lo mareaba el olor del incendio y la sangre.
Sintió
asco de estar vivo y volvió a echarse entre los suyos.
Con las
primeras luces, llegaron los buitres. En ese hombre sólo había niebla y ganas
de dormir y dejarse devorar.
Pero la
hija del cóndor se abrió paso entre los pajarracos que volaban en círculos.
Batió recia las alas y se lanzó en picada.
Él se agarró a sus patas y la hija del
cóndor lo llevó lejos.
Los peregrinos
Los
mayas-quichés vinieron desde el oriente.
Cuando
recién llegaron a las nuevas tierras, con sus dioses cargados a la espalda,
tuvieron miedo de que no hubiera amanecer. Ellos habían dejado la alegría allá
en Tulán y habían quedado sin aliento al cabo de la larga y penosa travesía.
Esperaron
al borde del bosque de Izmachí, quietos, todos reunidos, sin que nadie se
sentara ni se echara a descansar. Pero pasaba el tiempo y no acababa la negrura.
El lucero
anunciador apareció, por fin, en el cielo.
Los
quichés se abrazaron y bailaron; y después, dice el libro sagrado, el sol se
alzó como un hombre.
Desde esa
vez, los quichés acuden, al fin de cada noche, a recibir al lucero del alba y a
ver el nacimiento del sol. Cuando el sol está a punto de asomar, dicen:
—De allá
venimos.
La tierra prometida
Maldormidos,
desnudos, lastimados, caminaron noche y día durante más de dos siglos. Iban
buscando el lugar donde la tierra se tiende entre cañas y juncias.
Varias
veces se perdieron, se dispersaron y volvieron a juntarse. Fueron volteados por
los vientos y se arrastraron atándose los unos a los otros, golpeándose,
empujándose; cayeron de hambre y se levantaron y nuevamente cayeron y se
levantaron. En la región de los volcanes, donde no crece la hierba, comieron
carne de reptiles.
Traían la
bandera y la capa del dios que había hablado a los sacerdotes, durante el
sueño, y había prometido un reino de oro y plumas de quetzal:
Sujetaréis
de mar a mar a todos los pueblos y ciudades, había anunciado el dios, y no será por hechizo, sino por ánimo del
corazón y valentía de los brazos.
Cuando se
asomaron a la laguna luminosa, bajo el sol del mediodía, los aztecas lloraron
por primera vez. Allí estaba la pequeña isla de barro: sobre el nopal, más alto
que los juncos y las pajas bravas, extendía el águila sus alas.
Al verlos
llegar, el águila humilló la cabeza. Estos parias, apiñados en la orilla de la
laguna, mugrientos, temblorosos, eran los elegidos, los que en tiempos remotos
habían nacido de las bocas de los dioses.
Huitzilopochtli
les dio la bienvenida:
—Éste
es el lugar de nuestro descanso y nuestra grandeza —resonó la voz—. Mando que se llame
Tenochtitlán la ciudad que será reina y señora de todas las demás. ¡México es
aquí!
El profeta
Echado en
la estera, boca arriba, el sacerdote-jaguar de Yucatán escuchó el mensaje de
los dioses. Ellos le hablaron a través del tejado, montados a horcajadas
sobre su
casa, en un idioma que nadie más entendía.
Chilam
Balam, el que era boca de los dioses, recordó lo que todavía no había
ocurrido:
—Dispersados
serán por el mundo las mujeres que cantan y los hombres que
cantan
y todos los que cantan... Nadie se librará, nadie se salvará... Mucha miseria
habrá
en los años del imperio de la codicia. Los hombres, esclavos han de hacerse.
Triste
estará el rostro del sol... Se despoblará el mundo, se hará pequeño y
humillado...
1492
La mar océana
La ruta del sol hacia las Indias
Están los
aires dulces y suaves, como en la primavera de Sevilla, y parece la mar un río
Guadalquivir, pero no bien sube la marea se marean y vomitan, apiñados en los
castillos de proa, los hombres que surcan, en tres barquitos remendados, la mar
incógnita. Mar sin marco. Hombres, gotitas al viento. ¿Y si no los amara la
mar? Baja la noche sobre las carabelas. ¿Adonde los arrojará el viento? Salta a
bordo un dorado, que venía persiguiendo a un pez volador, y se multiplica el
pánico. No siente la marinería el sabroso aroma de la mar un poco picada, ni
escucha la algarabía de las gaviotas y los alcatraces que vienen desde el poniente.
En el horizonte, ¿empieza el abismo? En el horizonte, ¿se acaba la mar?
Ojos
afiebrados de marineros curtidos en mil viajes, ardientes ojos de presos arrancados
de las cárceles andaluzas y embarcados a la fuerza: no ven los ojos esos reflejos
anunciadores de oro y plata en la espuma de las olas, ni los pájaros de
campo y
río que vuelan sin cesar sobre las naves, ni los juncos verdes y las ramas forradas
de caracoles que derivan atravesando los sargazos. Al fondo del abismo, ¿arde
el infierno? ¿A qué fauces arrojarán los vientos alisios a estos hombrecitos?
Ellos
miran las estrellas, buscando a Dios, pero el cielo es tan inescrutable como esta
mar jamás navegada. Escuchan que ruge la mar, la mare, madre mar, ronca voz que
contesta al viento frases de condenación eterna, tambores del misterio resonando
desde las profundidades: se persignan y quieren rezar y balbucean: «Esta noche
nos caemos del mundo, esta noche nos caemos del mundo.»
1492
Guanahaní
Colón
Cae de
rodillas, llora, besa el suelo. Avanza, tambaleándose porque lleva más de un
mes durmiendo poco o nada, y a golpes de espada derriba unos ramajes. Después,
alza el estandarte. Hincado, ojos al cielo, pronuncia tres veces los nombres de
Isabel y Fernando. A su lado, el escribano Rodrigo de Escobedo, hombre de letra
lenta, levanta el acta.
Todo
pertenece, desde hoy, a esos reyes lejanos: el mar de corales, las arenas, las
rocas verdísimas de musgo, los bosques, los papagayos y estos hombres de piel
de laurel que no conocen todavía la ropa, la culpa ni el dinero y que
contemplan, aturdidos, la escena.
Luis de
Torres traduce al hebreo las preguntas de Cristóbal Colón:
—¿Conocéis
vosotros el Reino del Gran Kahn? ¿De dónde viene el oro que lleváis colgado de
las narices y las orejas?
Los
hombres desnudos lo miran, boquiabiertos, y el intérprete prueba suerte con el
idioma caldeo, que algo conoce:
—¿Oro?
¿Templos? ¿Palacios? ¿Rey de reyes? ¿Oro?
Y luego
intenta la lengua arábiga, lo poco que sabe:
—¿Japón?
¿China? ¿Oro?
El
intérprete se disculpa ante Colón en la lengua de Castilla. Colón maldice en genovés,
y arroja al suelo sus cartas credenciales, escritas en latín y dirigidas al Gran
Kahn. Los hombres desnudos asisten a la cólera del forastero de pelo rojo y piel
cruda, que viste capa de terciopelo y ropas de mucho lucimiento.
Pronto se
correrá la voz por las islas:
—¡Vengan
a ver a los hombres que llegaron del cielo! ¡Tráiganles de comer y
de beber!
1493
Barcelona
Día de gloria
Lo
anuncian las trompetas de los heraldos. Se echan al vuelo las campanas y los
tambores redoblan alegrías.
El
Almirante, recién vuelto de las Indias, sube la escalera de piedra y avanza sobre
el tapiz carmesí, entre los relumbres de seda de la corte que lo aplaude. El hombre
que ha realizado las profecías de los santos y los sabios llega al estrado, se hinca
y besa las manos de la reina y el rey.
Desde
atrás, irrumpen los trofeos. Centellean sobre las bandejas las piezas de oro
que Colón cambió por espejitos y bonetes colorados en los remotos jardines recién
brotados de la mar.
Sobre
ramajes y hojarascas, desfilan las pieles de lagartos y serpientes; y detrás
entran, temblando, llorando, los seres jamás vistos. Son los pocos que todavía
sobreviven al resfrío, al sarampión y al asco por la comida y por el mal olor de
los cristianos. No vienen desnudos, como estaban cuando se acercaron a las tres
carabelas y fueron atrapados. Han sido recién cubiertos por calzones, camisolas
y unos cuantos papagayos que les han puesto en las manos y sobre las cabezas y
los hombros. Los papagayos, desplumados por los malos vientos del viaje,
parecen tan moribundos como los hombres. De las mujeres y los niños capturados,
no ha quedado ni uno.
Se
escuchan malos murmullos en el salón. El oro es poco y por ningún lado se ve
pimienta negra, ni nuez moscada, ni clavo, ni jengibre; y Colón no ha traído sirenas
barbudas ni hombres con rabo, de esos que tienen un solo ojo y un único pie,
tan grande el pie que alzándolo se protegen de los soles violentos.
1493
Huexotzingo
¿Dónde está lo verdadero, lo que tiene raíz?
Ésta es la
ciudad de la música, no de la guerra: Huexotzingo, en el valle de Tlaxcala. Dos
por tres, los aztecas la asaltan, la lastiman, le arrancan prisioneros para
sacrificar ante sus dioses.
Tecayehuatzin,
rey de Huexotzingo, ha reunido esta tarde a los poetas de otras comarcas.
En los
jardines del palacio, conversan los poetas sobre las flores y los cantos que
desde el interior del cielo vienen a la tierra, región del momento fugaz, y que
sólo perduran allá en la casa del Dador de la vida. Conversan y dudan los
poetas:
¿Son
acaso verdaderos los hombres?
¿Será
mañana todavía verdadero
nuestro
canto?
Se suceden
las voces. Cuando cae la noche, el rey de Huexotzingo agradece y
dice
adiós:
Sabemos
que son verdaderos
los corazones de nuestros amigos.
1495
Salamanca
La primera palabra venida de América
Elio
Antonio de Nebrija, sabio en lenguas, publica aquí su «Vocabulario español-latino».
El diccionario incluye el primer americanismo de la lengua castellana: Canoa:
Nave de un madero.
La nueva
palabra viene desde las Antillas.
Esas
barcas sin vela, nacidas de un tronco de ceiba, dieron la bienvenida a Cristóbal
Colón. En canoas llegaron desde las islas, remando, los hombres de largo pelo
negro y cuerpos labrados de signos bermejos. Se acercaron a las carabelas, ofrecieron
agua dulce y cambiaron oro por sonajas de latón de ésas que en Castilla valen
un maravedí.
1495
La Isabela
Caonabó
Absorto,
ausente, está el prisionero sentado a la entrada de la casa de Cristóbal Colón.
Tiene grillos de hierro en los tobillos y las esposas le atrapan las muñecas.
Caonabó
fue quien redujo a cenizas el fortín de Navidad, que el Almirante había
levantado cuando descubrió esta isla de Haití. Incendió el fortín y mató a sus ocupantes.
Y no sólo a ellos: en estos dos años largos, ha castigado a flechazos a cuantos
españoles pudo encontrar en su comarca de la sierra de Cibao, por andar cazando
oro y gente.
Alonso de
Ojeda, veterano de las guerras contra los moros, fue a visitarlo en son de paz.
Lo invitó a subir a su caballo y le puso estas esposas de metal bruñido que le
atan las manos, diciéndole que ésas eran las joyas que usaban los reyes de Castilla
en sus bailes y festejos.
Ahora el
cacique Caonabó pasa los días sentado junto a la puerta, con la mirada fija en
la lengua de luz que al amanecer invade el piso de tierra y al atardecer, de a
poquito, se retira. No mueve una pestaña cuando Colón pasa por allí. En cambio,
cuando aparece Ojeda, se las arregla para pararse y saluda con una reverencia
al único hombre que lo ha vencido.
El sacrilegio
Bartolomé
Colón, hermano y lugarteniente de Cristóbal, asiste al incendio de carne
humana.
Seis
hombres estrenan el quemadero de Haití. El humo hace toser. Los seis están
ardiendo por castigo y escarmiento: han hundido bajo tierra las imágenes de Cristo
y la Virgen que fray Ramón Pane les había dejado para su protección y consuelo.
Fray Ramón les había enseñado a orar de rodillas, a decir Avemaría y Paternóster
y a invocar el nombre de Jesús ante la tentación, la lastimadura y la muerte.
Nadie les
ha preguntado por qué enterraron las imágenes. Ellos esperaban que los nuevos
dioses fecundaran las siembras de maíz, yuca, boniatos y frijoles.
El fuego agrega calor al calor húmedo,
pegajoso, anunciador de lluvia fuerte.
1500
Florencia
Leonardo
Acaba de
volver del mercado con varias jaulas a cuestas. Las coloca en el balcón, abre
las puertitas y huyen los pájaros. Mira los pájaros perdiéndose en el cielo,
aleteos, alegrías, y después se sienta a trabajar.
El sol del
mediodía le calienta la mano. Sobre un amplio cartón, Leonardo da Vinci dibuja
el mundo. Y en el mundo que Leonardo dibuja, aparecen las tierras que ha
encontrado Colón por los rumbos del ocaso. El artista las inventa, como antes
ha inventado el avión, el tanque, el paracaídas y el submarino, y les da forma
como antes ha encarnado el misterio de las vírgenes y la pasión de los santos:
imagina el cuerpo de América, que todavía no se llama así, y la dibuja como
tierra nueva y no como parte del Asia.
Colón,
buscando el Levante, ha encontrado el Poniente. Leonardo adivina que el mundo
ha crecido.
1506
Valladolid
El quinto viaje
Anoche ha
dictado su último testamento. Esta mañana preguntó si había llegado el
mensajero del rey. Después, se durmió. Se le escucharon disparates y quejidos.
Todavía respira, pero respira bronco, como peleando contra el aire.
En la
corte, nadie ha escuchado sus súplicas. Del tercer viaje había regresado preso,
atado con cadenas, y en el cuarto viaje no había quién hiciera caso de sus títulos
y dignidades.
Cristóbal
Colón se va sabiendo que no hay pasión o gloria que no conduzca a la pena. No
sabe, en cambio, que pocos años faltan para que el estandarte que él clavó, por
vez primera, en las arenas del Caribe, ondule sobre el imperio de los aztecas,
en tierras todavía desconocidas, y sobre el reino de los incas, bajo los desconocidos
cielos de la Cruz del Sur. No sabe que se ha quedado corto en sus mentiras,
promesas y delirios. El Almirante Mayor de la Mar Océana sigue creyendo
que ha
llegado al Asia por la espalda.
No se
llamará el océano mar de Colón. Tampoco llevará su nombre el nuevo mundo, sino
el nombre de su amigo, el florentino Américo Vespucio, navegante y maestro de
pilotos. Pero ha sido Colón quien ha encontrado ese deslumbrante color que no
existía en el arcoiris europeo. Él, ciego, muere sin verlo.
1506
Tenochtitlán
El Dios universal
Moctezuma
ha vencido en Teuctepec.
En los adoratorios,
arden los fuegos. Resuenan los tambores. Uno tras otro, los prisioneros suben
las gradas hacia la piedra redonda del sacrificio. El sacerdote les clava en el
pecho el puñal de obsidiana, alza el corazón en el puño y lo muestra al sol que
brota de los volcanes azules.
¿A qué
dios se ofrece la sangre? El sol la exige, para nacer cada día y viajar de un
horizonte al otro. Pero las ostentosas ceremonias de la muerte también sirven a
otro dios, que no aparece en los códices ni en las canciones.
Si ese
dios no reinara sobre el mundo, no habría esclavos ni amos, ni vasallos, ni
colonias. Los mercaderes aztecas no podrían arrancar a los pueblos sometidos un
diamante a cambio de un frijol, ni una esmeralda por un grano de maíz, ni oro
por golosinas, ni cacao por piedras. Los cargadores no atravesarían la inmensidad
del imperio en largas filas, llevando a las espaldas toneladas de tributos. Las
gentes del pueblo osarían vestir túnicas de algodón y beberían chocolate y
tendrían la audacia de lucir prohibidas plumas de quetzal y pulseras de oro y
magnolias y orquídeas reservadas a los nobles. Caerían, entonces, las máscaras
que ocultan los rostros de los jefes guerreros, el pico de águila, las fauces de
tigre, los penachos de plumas que ondulan y brillan en el aire.
Están
manchadas de sangre las escalinatas del templo mayor y los cráneos se acumulan
en el centro de la plaza. No solamente para que se mueva el sol, no:también
para que ese dios secreto decida en lugar de los hombres. En homenaje al mismo
dios, al otro lado de la mar los inquisidores fríen a los herejes en las hogueras
o los retuercen en las cámaras de tormento. Es el Dios del Miedo. El Dios del
Miedo, que tiene dientes de rata y alas de buitre.
1511
Santo Domingo
La primera protesta
En la
iglesia de troncos y techo de palma, Antonio de Montesinos, fraile dominico,
está echando truenos por la boca. Desde el púlpito, denuncia el exterminio:
—¿Con
qué derecho y con qué justicia tenéis a los indios en tan cruel y
horrible
servidumbre? ¿Acaso no se mueren, o por mejor decir los matáis, por sacar
oro
cada día? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no
entendéis,
esto no sentís?
Después
Montesinos se abre paso, alta la cabeza, entre la muchedumbre atónita.
Crece un
murmullo de furia.
No
esperaban esto los labriegos extremeños y los pastores de Andalucía que han
mentido sus nombres y sus historias y con un arcabuz oxidado en bandolera han
partido, a la ventura, en busca de las montañas de oro y las princesas desnudas
de este lado de la mar. Necesitaban una misa de perdón y consuelo los aventureros
comprados con promesas en las gradas de la catedral de Sevilla, los capitanes
comidos por las pulgas, veteranos de ninguna batalla, y los condenados que han
tenido que elegir entre América y la cárcel o la horca.
—¡Será
denunciado ante el rey Fernando! ¡Será expulsado!
Un hombre,
aturdido, calla. Ha llegado a estas tierras hace nueve años.
Dueño de
indios, de veneros de oro y sementeras, ha hecho buena fortuna. Se llama
Bartolomé de Las Casas y pronto será el primer sacerdote ordenado en el Nuevo
Mundo.
1514
Río Sinú
El requerimiento
Han
navegado mucha mar y tiempo y están hartos de calores, selvas y mosquitos.
Cumplen, sin embargo, las instrucciones del rey: no se puede atacar a los
indígenas sin requerir, antes, su sometimiento. San Agustín autoriza la guerra contra
quienes abusan de su libertad, porque en su libertad peligrarían no siendo domados;
pero bien dice San Isidoro que ninguna guerra es justa sin previa declaración.
Antes de
lanzarse sobre el oro, los granos de oro quizás grandes como huevos, el abogado
Martín Fernández de Enciso lee con puntos y comas el ultimátum que el
intérprete, a los tropezones, demorándose en la entrega, va traduciendo.
Enciso
habla en nombre del rey don Fernando y de la reina, doña Juana, su hija,
domadores de las gentes bárbaras. Hace saber a los indios del Sinú que Dios ha
venido al mundo y ha dejado en su lugar a San Pedro, que San Pedro tiene por sucesor
al Santo Padre y que el Santo Padre, Señor del Universo, ha hecho merced al rey de Castilla de toda la tierra de las
Indias y de esta península.
Los
soldados se asan en las armaduras. Enciso, letra menuda y sílaba lenta, requiere
a los indios que dejen estas tierras, pues no les pertenecen, y que si quieren
quedarse a vivir aquí, paguen a Sus Altezas tributo de oro en señal de obediencia.
El intérprete hace lo que puede.
Los dos
caciques escuchan, sentados, sin parpadear, al raro personaje que les anuncia
que en caso de negativa o demora les hará la guerra, los convertirá en esclavos
y también a sus mujeres y a sus hijos y como tales los venderá y dispondrá de
ellos, y que las muertes y los daños de esa justa guerra no serán culpa de los
españoles.
Contestan
los caciques, sin mirar a Enciso, que muy generoso con lo ajeno había sido el
Santo Padre, que borracho debía estar cuando dispuso de lo que no era suyo, y
que el rey de Castilla es un atrevido, porque viene a amenazar a quien no
conoce.
Entonces,
corre la sangre.
En lo
sucesivo, el largo discurso se leerá en plena noche, sin intérprete y a media
legua de las aldeas que serán asaltadas por sorpresa. Los indígenas, dormidos,
no escucharán las palabras que los declaran culpables de los crímenes cometidos
contra ellos.
1514
Santa María del Darién
Por amor de las frutas
Gonzalo
Fernández de Oviedo, recién llegado, prueba las frutas del Nuevo Mundo.
La guayaba
le parece muy superior a la manzana.
La
guanábana es de hermosa vista y ofrece una pulpa blanca, aguanosa, de muy
templado sabor, que por mucho que se coma no hace daño ni empacho.
El mamey
tiene un sabor de relamerse y huele muy bien. No existe nada mejor, opina.
Pero
muerde un níspero y le invade la cabeza un aroma que ni el almizcle iguala. El
níspero es la mejor fruta, corrige, y no se halla cosa que se le pueda comparar.
Pela,
entonces, una piña. La dorada piña huele como quisieran los duraznos y es capaz
de abrir el apetito a quienes ya no recuerdan las ganas de comer. Oviedo no
conoce palabras que merezcan decir sus virtudes. Se le alegran los ojos, la nariz,
los dedos, la lengua. Ésta supera a todas, sentencia, como las plumas
del pavo real resplandecen sobre las de cualquier ave.
1519
Tenochtitlán
Presagios del fuego, el agua, la tierra y el
aire
Un día ya
lejano, los magos volaron hasta la cueva de la madre del dios de la guerra. La
bruja, que llevaba ocho siglos sin lavarse, no sonrió ni saludó. Aceptó, sin
agradecer, las ofrendas, mantas, pieles, plumas, y escuchó con una mueca las noticias.
México, informaron los magos, es señora y reina, y todas las ciudades
están a su mandar. La vieja gruñó su único comentario: Los aztecas han
derribado a los otros, dijo, y otros vendrán que derribarán a los
aztecas.
Pasó el
tiempo.
Desde hace
diez años, se suceden los signos.
Una
hoguera estuvo goteando fuego, desde el centro del cielo, durante toda una
noche.
Un súbito
fuego de tres colas se alzó desde el horizonte y voló al encuentro del sol.
Se suicidó
la casa del dios de la guerra, se incendió a sí misma: le arrojaban cántaros de
agua y el agua avivaba las llamas.
Otro
templo fue quemado por un rayo, una tarde que no había tormenta.
La laguna
donde tiene su asiento la ciudad, se hizo caldera que hervía. Las aguas se
levantaron, candentes, altas de furia, y se llevaron las casas por delante y arrancaron
hasta los cimientos.
Las redes
de los pescadores alzaron un pájaro de color ceniza mezclado con los peces. En
la cabeza del pájaro, había un espejo redondo. El emperador Moctezuma vio
avanzar, en el espejo, un ejército de soldados que corrían sobre patas de
venados y les escuchó los gritos de guerra. Luego, fueron castigados los magos
que no supieron leer el espejo ni tuvieron ojos para ver los monstruos de dos
cabezas que acosan, implacables, el sueño y la vigilia de Moctezuma. El emperador
encerró a los magos en jaulas y los condenó a morir de hambre.
Cada
noche, los alaridos de una mujer invisible sobresaltan a todos los que duermen
en Tenochtitlán y en Tlatelolco. Hijitos míos, grita, ¡pues ya
tenemos que irnos lejos! No hay pared que no atraviese el llanto de esa
mujer: ¿Adonde nos iremos, hijitos míos?
Segura de la Frontera
La distribución de la riqueza
Hay
murmuración y pelea en el campamento de los españoles. Los soldados no tienen
más remedio que entregar las barras de oro salvadas del desastre. Quien algo
esconda, será ahorcado.
Las barras
provienen de las obras de los orfebres y los escultores de México. Antes de
convertirse en botín y fundirse en lingotes, este oro fue serpiente a punto de
morder, tigre a punto de saltar, águila a punto de volar o puñal que viborea y corre
como río en el aire.
Cortés
explica que este oro no es más que burbujas comparado con el que les espera.
Retira la quinta parte para el rey, otra quinta parte para él, más lo que toca a
su padre y al caballo que se le murió, y entrega a los capitanes casi todo lo
que queda. Poco o nada reciben los soldados, que han lamido este oro, lo han
mordido, lo han pesado en la palma de la mano, han dormido con él bajo la
cabeza y le han contado sus sueños de revancha.
Mientras
tanto, el hierro candente marca la cara de los esclavos indios recién capturados
en Tepeaca y Huaquechula.
El aire huele a carne quemada.
1519
Tenochtitlán
La capital de los aztecas
Mudos de
hermosura, los conquistadores cabalgan por la calzada. Tenochtitlán parece
arrancada de las páginas de Amadís, cosas nunca oídas, ni vistas, ni aún soñadas...
El sol se alza tras los volcanes, entra en la laguna y rompe en jirones la niebla
que flota. La ciudad, calles, acequias, templos de altas torres, se despliega y
fulgura. Una multitud sale a recibir a los invasores, en silencio y sin prisa,
mientras infinitas canoas abren surcos en las aguas de cobalto.
Moctezuma
llega en litera, sentado en suave piel de jaguar, bajo palio de oro, perlas y
plumas verdes. Los señores del reino van barriendo el suelo que pisará.
Él da la
bienvenida al dios Quetzalcóatl:
—Has
venido a sentarte en tu trono —le dice—. Has venido entre nubes, entre nieblas. No te veo en
sueños, no estoy soñando. A tu tierra has llegado...
Los que
acompañan a Quetzalcóatl reciben guirnaldas de magnolias, rosas y girasoles,
collares de flores en los cuellos, en los brazos, en los pechos: la flor del escudo
y la flor del corazón, la flor del buen aroma y la muy amarilla.
Quetzalcóatl
nació en Extremadura y desembarcó en tierras de América con un hatillo de ropa
al hombro y un par de monedas en la bolsa. Tenía diecinueve años cuando pisó
las piedras del muelle de Santo Domingo y preguntó: ¿Dónde está el oro? Ahora
ha cumplido treinta y cuatro y es capitán de gran ventura. Viste armadura de
hierro negro y conduce un ejército de jinetes, lanceros, ballesteros, escopeteros
y perros feroces. Ha prometido a sus soldados: Yo os haré, en muy breve
tiempo, los más ricos hombres de cuantos jamás han pasado a las Indias.
El
emperador Moctezuma, que abre las puertas de Tenochtitlán, acabará pronto. De
aquí a poco será llamado mujer de los españoles y morirá por las pedradas
de su gente. El joven Cuauhtémoc ocupará su sitio. Él peleará.
Canto azteca del escudo
Sobre
el escudo, la virgen dio a luz
al gran
guerrero.
Sobre
el escudo, la virgen dio a luz
al gran
guerrero.
En la
montaña de la serpiente, el vencedor.
Entre
montañas,
con
pintura de guerra
y con
escudo de águila.
Nadie,
por cierto, pudo hacerle frente.
La
tierra se puso a dar vueltas
cuando
él se pintó de guerra
y alzó él escudo.
1521
Tlatelolco
La espada de fuego
La sangre
corre como agua y está acida de sangre el agua de beber. De comer no queda más
que tierra. Se pelea casa por casa, sobre las ruinas y los muertos, de día y de
noche. Ya va para tres meses de batalla sin treguas. Sólo se respira pólvora y
náuseas de cadáver; pero todavía resuenan los atabales y los tambores en las
últimas torres y los cascabeles en los tobillos de los últimos guerreros. No
han cesado todavía los alaridos y las canciones que dan fuerza. Las últimas
mujeres empuñan el hacha de los caídos y golpetean los escudos hasta caer arrasadas.
El
emperador Cuauhtémoc llama al mejor de sus capitanes. Corona su cabeza con el
búho de largas plumas, y en su mano derecha coloca la espada de fuego.
Con esta
espada en el puño, el dios de la guerra había salido del vientre de su madre,
allá en lo más remoto de los tiempos. Con esta serpiente de rayos de sol, Huitzilopochtli
había decapitado a su hermana la luna y había hecho pedazos a sus cuatrocientos
hermanos, las estrellas, porque no querían dejarlo nacer.
Cuauhtémoc
ordena:
—Véanla
nuestros enemigos y queden asombrados.
Se abre paso la espada de fuego. El capitán elegido avanza, solo, a
través del humo y los escombros.
Lo derriban de un disparo de arcabuz.
1521
Tenochtitlán
El mundo está callado y
llueve
De pronto,
de golpe, acaban los gritos y los tambores. Hombres y dioses han sido
derrotados. Muertos los dioses, ha muerto el tiempo. Muertos los hombres, la ciudad
ha muerto. Ha muerto en su ley esta ciudad guerrera, la de los sauces blancos y
los blancos juncos. Ya no vendrán a rendirle tributo, en las barcas a través de
la niebla, los príncipes vencidos de todas las comarcas.
Reina un
silencio que aturde. Y llueve. El cielo relampaguea y truena y durante toda la
noche llueve.
Se apila
el oro en grandes cestas. Oro de los escudos y de las insignias de guerra, oro
de las máscaras de los dioses, colgajos de labios y de orejas, lunetas, dijes.
Se pesa el oro y se cotizan los prisioneros. De un pobre es el precio,
apenas, dos puñados de maíz. Los soldados arman ruedas de dados y naipes.
El fuego
va quemando las plantas de los pies del emperador Cuauhtémoc, untadas de
aceite, mientras el mundo está callado y llueve.
1522
Caminos de Santo Domingo
Pies
La
rebelión, primera rebelión de los esclavos negros en América, ha sido aplastada.
Había estallado en los molinos de azúcar de Diego Colón, el hijo del descubridor.
En ingenios y plantaciones de toda la isla, se había propagado el incendio. Se
habían alzado los negros y los pocos indios que quedaban vivos, armados de
piedras y palos y lanzas de caña que se quebraron, furiosas, inútiles, contra
las armaduras.
De las
horcas, desparramadas por los caminos, penden ahora mujeres y hombres, jóvenes
y viejos. A la altura de los ojos del caminante, cuelgan los pies.
Por los
pies, el caminante podría reconocer a los castigados, adivinar cómo eran antes
de que llegara la muerte. Entre estos pies de cuero, tajeados por el trabajo y los
andares, hay pies del tiempo y pies del contratiempo; pies prisioneros y pies que
bailan, todavía, amando a la tierra y llamando a la guerra.
1523
Cuzco
Huaina Cápac
Ante el
sol que asoma, se echa en tierra y humilla la frente. Recoge con las manos los
primeros rayos y se los lleva a la boca y bebe la luz.
Después,
se alza y queda de pie. Mira fijo al sol, sin parpadear.
A espaldas
de Huaina Cápac, sus muchas mujeres aguardan con la cabeza gacha. Esperan
también, en silencio, los muchos príncipes. El Inca está mirando al sol, lo
mira de igual a igual, y un murmullo de escándalo crece entre los sacerdotes.
Han pasado
muchos años desde el día en que Huaina Cápac, hijo del padre resplandeciente,
subió al trono con el título de poderoso y joven jefe rico en virtudes. Él ha
extendido el imperio mucho más allá de las fronteras de sus antepasados. Ganoso
de poder, descubridor, conquistador, Huaina Cápac ha conducido sus ejércitos
desde la selva amazónica hasta las alturas de Quito y desde
el Chaco
hasta las costas de Chile. A golpes de hacha y vuelo de flechas, se ha hecho
dueño de nuevas montañas y llanuras y arenales. No hay quien no sueñe con
él ni
existe quien no lo tema en este reino que es, ahora, más grande que Europa.
De Huaina
Cápac dependen los pastos, el agua y las personas. Por su voluntad se han
movido la cordillera y los gentíos. En este imperio que no conoce la rueda, él ha
mandado construir edificios, en Quito, con piedras del Cuzco, para que en el
futuro se entienda su grandeza y su palabra sea creída por los hombres.
El Inca
está mirando fijo al sol. No por desafío, como temen los sacerdotes, sino por
piedad. Huaina Cápac siente lástima del sol, porque siendo el sol su padre y el
padre de todos los incas desde lo antiguo de las edades, no tiene derecho a la fatiga
ni al aburrimiento. El sol jamás descansa ni juega ni olvida. No puede faltar a
la cita de cada día y a través del cielo recorre, hoy, el camino de ayer y de
mañana.
Mientras contempla el sol, Huaina Cápac
decide: «Pronto moriré».
1522
Sevilla
El más largo viaje jamás realizado
Nadie los
creía vivos, pero llegaron anoche. Arrojaron el ancla y dispararon toda su
artillería. No desembarcaron en seguida ni se dejaron ver. Al amanecer aparecieron
sobre las piedras del muelle. Temblando y en andrajos, entraron en Sevilla con
hachones encendidos en las manos. La multitud abrió paso, atónita, a esta
procesión de esperpentos encabezada por Juan Sebastián de Elcano.
Avanzaban
tambaleándose, apoyándose los unos en los otros, de iglesia en iglesia, pagando
promesas, siempre perseguidos por el gentío. Iban cantando.
Habían
partido hace tres años, río abajo, en cinco naves airosas que tomaron rumbo al
oeste. Eran un montón de hombres a la ventura, venidos de todas partes, que se
habían dado cita para buscar, juntos, el paso entre los océanos y la fortuna y
la gloria. Eran todos fugitivos; se hicieron a la mar huyendo de la pobreza,
del amor, de la cárcel o de la horca.
Los
sobrevivientes hablan, ahora, de tempestades, crímenes y maravillas. Han visto
mares y tierras que no tenían mapa ni nombre; han atravesado seis veces la zona
donde el mundo hierve, sin quemarse nunca. Al sur han encontrado nieve azul y
en el cielo, cuatro estrellas en cruz. Han visto al sol y a la luna andar al
revés y a los peces volar. Han escuchado hablar de mujeres que preña el viento
y han conocido unos pájaros negros, parecidos a los cuervos, que se precipitan
en las fauces abiertas de las ballenas y les devoran el corazón. En una isla
muy remota, cuentan, habitan personitas de medio metro de alto, que tienen
orejas que les llegan a los pies. Tan largas son las orejas que cuando se
acuestan, una les sirve de colchón y la otra de manta. Y cuentan que cuando los
indios de las Molucas vieron llegar a la playa las chalupas desprendidas de las
naves, creyeron que las chalupas eran hijitas de las naves, que las naves las
parían y les daban de mamar.
Los
sobrevivientes cuentan que en el sur del sur, donde se abren las tierras y se abrazan
los océanos, los indios encienden altas hogueras, día y noche, para no morirse
de frío. Esos son indios tan gigantes que nuestras cabezas, cuentan, apenas si les llegaban a la cintura.
Magallanes, el jefe de la expedición, atrapó a dos poniéndoles unos grilletes
de hierro como adorno de los tobillos y las muñecas; pero después uno murió de
escorbuto y el otro de calor.
Cuentan
que no han tenido más remedio que beber agua podrida, tapándose las narices, y
que han comido aserrín, cueros y carne de las ratas que venían a disputarles
las últimas galletas agusanadas. A los que se morían de hambre los arrojaban
por la borda, y como no había piedras para atarles, quedaban los cadáveres
flotando sobre las aguas: los europeos, cara al cielo, y los indios boca abajo.
Cuando llegaron a las Molucas, un marinero cambió a los indios seis aves por un
naipe, el rey de oros, pero no pudo probar bocado de tan hinchadas que tenía las
encías.
Ellos han
visto llorar a Magallanes. Han visto lágrimas en los ojos del duro navegante
portugués Fernando de Magallanes, cuando las naves entraron en el océano jamás
atravesado por ningún europeo. Y han sabido de las furias terribles de
Magallanes, cuando hizo decapitar y descuartizar a dos capitanes sublevados y abandonó
en el desierto a otros alzados. Magallanes es ahora un trofeo de carroña en
manos de los indígenas de las Filipinas que le clavaron en la pierna una flecha
envenenada.
De los
doscientos treinta y siete marineros y soldados que salieron de Sevilla hace
tres años, han regresado dieciocho. Llegaron en una sola nave quejumbrosa, que
tiene la quilla carcomida y hace agua por los cuatro costados.
Los
sobrevivientes. Estos muertos de hambre que acaban de dar la vuelta al mundo
por primera vez.
Consejos de los viejos sabios aztecas
Ahora
que ya miras con tus ojos,
date
cuenta.
Aquí,
es así: no hay alegría,
no hay
felicidad.
Aquí en
la tierra es el lugar del mucho llanto,
el
lugar donde se rinde el aliento
y donde
bien se conoce
el
abatimiento y la amargura.
Un
viento de obsidiana sopla y se abate
sobre
nosotros.
La
tierra es lugar de alegría penosa,
de
alegría que punza.
Pero
aunque así fuera,
aunque
fuera verdad que sólo se sufre,
aunque
así fueran las cosas en la tierra,
¿habrá
que estar siempre con miedo?
¿habrá
que estar siempre temblando?
¿habrá
que vivir siempre llorando?
Para
que no andemos siempre gimiendo,
para
que nunca nos sature la tristeza,
el
Señor Nuestro nos ha dado
la
risa, el sueño, los alimentos,
nuestra
fuerza,
y
finalmente
el acto
del amor
que siembra gentes.
1562
Maní
Se equivoca el fuego
Fray Diego
de Landa arroja a las llamas, uno tras otro, los libros de los mayas.
El
inquisidor maldice a Satanás y el fuego crepita y devora. Alrededor del quemadero,
los herejes aúllan cabeza abajo. Colgados de los pies, desollados a latigazos,
los indios reciben baños de cera hirviente mientras crecen las llamaradas y
crujen los libros, como quejándose.
Esta noche
se convierten en cenizas ocho siglos de literatura maya. En estos largos
pliegos de papel de corteza, hablaban los signos y las imágenes: contaban los trabajos y los días, los sueños y las
guerras de un pueblo nacido antes que Cristo. Con pinceles de cerdas de jabalí,
los sabedores de cosas habían pintado estos libros alumbrados, alumbradores,
para que los nietos de los nietos no fueran ciegos y supieran verse y ver la
historia de los suyos, para que conocieran el movimiento de las estrellas, la
frecuencia de los eclipses y las profecías de los dioses, y para que pudieran
llamar a las lluvias y a las buenas cosechas de maíz.
Al centro,
el inquisidor quema los libros. En torno de la hoguera inmensa, castiga a los
lectores. Mientras tanto, los autores, artistas-sacerdotes muertos hace años o
hace siglos, beben chocolate a la fresca sombra del primer árbol del mundo.
Ellos
están en paz, porque han muerto sabiendo que la memoria no se incendia.
¿Acaso no
se cantará y se danzará, por los tiempos de los tiempos, lo que ellos habían
pintado?
Cuando le
queman sus casitas de papel, la memoria encuentra refugio en las bocas que
cantan las glorias de los hombres y los dioses, cantares que de gente en gente
quedan, y en los cuerpos que danzan al son de los troncos huecos, los caparazones
de tortuga y las flautas de caña.El tiempo
El tiempo
de los mayas nació y tuvo nombre cuando no existía el cielo ni había despertado
todavía la tierra.
Los días
partieron del oriente y se echaron a caminar.
El primer
día sacó de sus entrañas al cielo y a la tierra.
El segundo
día hizo la escalera por donde baja la lluvia.
Obras del
tercero fueron los ciclos de la mar y de la tierra y la muchedumbre de las
cosas.
Por
voluntad del cuarto día, la tierra y el cielo se inclinaron y pudieron encontrarse.
El quinto
día decidió que todos trabajaran.
Del sexto
salió la primera luz.
En los
lugares donde no había nada, el séptimo día puso tierra. El octavo clavó en la
tierra sus manos y sus pies.
El noveno
día creó los mundos inferiores. El décimo día destinó los mundos inferiores a
quienes tienen veneno en el alma.
Dentro del
sol, el undécimo día modeló la piedra y el árbol.
Fue el
duodécimo quien hizo el viento. Sopló viento y lo llamó espíritu, porque no
había muerte dentro de él.
El
décimotercer día mojó la tierra y con barro amasó un cuerpo como el nuestro.
Así se recuerda en Yucatán.
Las nubes
Nube dejó
caer una gota de lluvia sobre el cuerpo de una mujer. A los nueve meses, ella
tuvo mellizos.
Cuando
crecieron, quisieron saber quién era su padre.
—Mañana
por la mañana —dijo ella—, miren hacia el oriente. Allá lo verán, erguido en el
cielo como una torre.
A través
de la tierra y del cielo, los mellizos caminaron en busca de su padre.
Nube
desconfió y exigió:
—Demuestren
que son mis hijos.
Uno de los
mellizos envió a la tierra un relámpago. El otro, un trueno. Como Nube todavía
dudaba, atravesaron una inundación y salieron intactos.
Entonces
Nube les hizo un lugar a su lado, entre sus muchos hermanos y sobrinos.
La lluvia
En la
región de los grandes lagos del norte, una niña descubrió de pronto que estaba
viva. El asombro del mundo le abrió los ojos y partió a la ventura.
Persiguiendo
las huellas de los cazadores y los leñadores de la nación menomini, llegó a una
gran cabaña de troncos. Allí vivían diez hermanos, los pájaros del trueno, que
le ofrecieron abrigo y comida.
Una mala
mañana, mientras la niña recogía agua del manantial, una serpiente peluda la
atrapó y se la llevó a las profundidades de una montaña de roca. Las serpientes
estaban a punto de devorarla cuando la niña cantó.
Desde muy
lejos, los pájaros del trueno escucharon el llamado. Atacaron con el rayo la
montaña rocosa, rescataron a la prisionera y mataron a las serpientes.
Los
pájaros del trueno dejaron a la niña en la horqueta de un árbol.
—Aquí
vivirás —le dijeron—. Vendremos cada vez que cantes.
Cuando
llama la ranita verde desde el árbol, acuden los truenos y llueve sobre el
mundo.
La noche
El sol
nunca cesaba de alumbrar y los indios cashinahua no conocían la dulzura del
descanso.
Muy
necesitados de paz, exhaustos de tanta luz, pidieron prestada la noche al ratón.
Se hizo
oscuro, pero la noche del ratón alcanzó apenas para comer y fumar un rato
frente al fuego. El amanecer llegó no bien los indios se acomodaron en las hamacas.
Probaron
entonces la noche del tapir. Con la noche del tapir, pudieron dormir a pierna
suelta y disfrutaron el largo sueño tan esperado. Pero cuando despertaron, había
pasado tanto tiempo que las malezas del monte habían invadido sus cultivos y
aplastado sus casas.
Después de
mucho buscar, se quedaron con la noche del tatú. Se la pidieron prestada y no
se la devolvieron jamás.
El tatú, despojado de la noche, duerme
durante el día.
Las semillas
Pachacamac,
que era hijo del sol, hizo a un hombre y a una mujer en los arenales de Lurín.
No había
nada que comer y el hombre se murió de hambre. Estaba la mujer agachada,
escarbando en busca de raíces, cuando el sol entró en ella y le hizo un hijo.
Pachacamac,
celoso, atrapó al recién nacido y lo descuartizó. Pero en seguida se
arrepintió, o tuvo miedo de la cólera de su padre el sol, y regó por el mundo
los pedacitos de su hermano asesinado.
De los
dientes del muerto, brotó entonces el maíz; y la yuca de las costillas y los
huesos. La sangre hizo fértiles las tierras y de la carne sembrada surgieron árboles
de fruta y sombra.
Así
encuentran comida las mujeres y los hombres que nacen en estas costas, donde no
llueve nunca.
El maíz
Los dioses
hicieron de barro a los primeros mayas-quichés. Poco duraron.
Eran
blandos, sin fuerza; se desmoronaron antes de caminar.
Luego
probaron con la madera. Los muñecos de palo hablaron y anduvieron, pero eran
secos: no tenían sangre ni sustancia, memoria ni rumbo. No sabían hablar con
los dioses, o no encontraban nada que decirles.
Entonces
los dioses hicieron de maíz a las madres y a los padres. Con maíz amarillo y
maíz blanco amasaron su carne.
Las
mujeres y los hombres de maíz veían tanto como los dioses. Su mirada se extendía
sobre el mundo entero.
Los dioses
echaron un vaho y les dejaron los ojos nublados para siempre, porque no querían
que las personas vieran más allá del horizonte.
La lengua del Paraíso
Los
guaraos, que habitan los suburbios del Paraíso Terrenal, llaman al arcoíris serpiente
de collares y mar de arriba al firmamento. El rayo es el
resplandor de la lluvia. El amigo, mi otro corazón. El alma, el
sol del pecho. La lechuza, el amo de la noche oscura. Para decir
«bastón» dicen nieto continuo; y para decir «perdono», dicen olvido.
La autoridad
En épocas
remotas, las mujeres se sentaban en la proa de la canoa y los hombres en la
popa. Eran las mujeres quienes cazaban y pescaban. Ellas salían de las aldeas y
volvían cuando podían o querían. Los hombres montaban las chozas, preparaban la
comida, mantenían encendidas las fogatas contra el frío, cuidaban a los hijos y
curtían las pieles de abrigo.
Así era la
vida entre los indios onas y los yaganes, en la Tierra del Fuego, hasta que un
día los hombres mataron a todas las mujeres y se pusieron las máscaras que las
mujeres habían inventado para darles terror.
Solamente
las niñas recién nacidas se salvaron del exterminio. Mientras ellas crecían,
los asesinos les decían y les repetían que servir a los hombres era su destino.
Ellas lo creyeron. También lo creyeron sus hijas y las hijas de sus hijas.
El poder
En las
tierras donde nace el río Juruá, el Mezquino era el dueño del maíz.
Entregaba
asados los granos, para que nadie pudiera sembrarlos.
Fue la
lagartija quien pudo robarle un grano crudo. El Mezquino la atrapó y le desgarró
la boca y los dedos de las manos y de los pies; pero ella había sabido esconder
el granito detrás de la última muela. Después, la lagartija escupió el grano
crudo en la tierra de todos. Las desgarraduras le dejaron esa boca enorme y esos
dedos larguísimos.
El
Mezquino era también dueño del fuego. El loro se le acercó y se puso a llorar a
grito pelado. El Mezquino le arrojaba cuanta cosa tenía a mano y el lorito esquivaba
los proyectiles, hasta que vio venir un tizón encendido. Entonces aferró el
tizón con su pico, que era enorme como pico de tucán, y huyó por los aires.
Voló perseguido por una estela de chispas. La brasa, avivada por el viento, le
iba quemando el pico; pero ya había llegado al bosque cuando el Mezquino batió
su tambor y desencadenó un diluvio.
El loro
alcanzó a poner el tizón candente en el hueco de un árbol, lo dejó al cuidado
de los demás pájaros y salió a mojarse bajo la lluvia violenta. El agua le alivió
los ardores. En su pico, que quedó corto y curvo, se ve la huella blanca de la quemadura.
Los pájaros protegieron con sus cuerpos el fuego robado.
La guerra
Al
amanecer, el llamado del cuerno anunció, desde la montaña, que era la hora de
los arcos y las cerbatanas.
A la caída
de la noche, de la aldea no quedaba más que humo.
Un hombre
pudo tumbarse, inmóvil, entre los muertos. Untó su cuerpo con sangre y esperó.
Fue el único sobreviviente del pueblo palawiyang.
Cuando los
enemigos se retiraron, ese hombre se levantó. Contempló su mundo arrasado.
Caminó por entre la gente que había compartido con él el hambre y la comida.
Buscó en vano alguna persona o cosa que no hubiera sido aniquilada.
Ese
espantoso silenció lo aturdía. Lo mareaba el olor del incendio y la sangre.
Sintió
asco de estar vivo y volvió a echarse entre los suyos.
Con las
primeras luces, llegaron los buitres. En ese hombre sólo había niebla y ganas
de dormir y dejarse devorar.
Pero la
hija del cóndor se abrió paso entre los pajarracos que volaban en círculos.
Batió recia las alas y se lanzó en picada.
Él se agarró a sus patas y la hija del
cóndor lo llevó lejos.
Los peregrinos
Los
mayas-quichés vinieron desde el oriente.
Cuando
recién llegaron a las nuevas tierras, con sus dioses cargados a la espalda,
tuvieron miedo de que no hubiera amanecer. Ellos habían dejado la alegría allá
en Tulán y habían quedado sin aliento al cabo de la larga y penosa travesía.
Esperaron
al borde del bosque de Izmachí, quietos, todos reunidos, sin que nadie se
sentara ni se echara a descansar. Pero pasaba el tiempo y no acababa la negrura.
El lucero
anunciador apareció, por fin, en el cielo.
Los
quichés se abrazaron y bailaron; y después, dice el libro sagrado, el sol se
alzó como un hombre.
Desde esa
vez, los quichés acuden, al fin de cada noche, a recibir al lucero del alba y a
ver el nacimiento del sol. Cuando el sol está a punto de asomar, dicen:
—De allá
venimos.
La tierra prometida
Maldormidos,
desnudos, lastimados, caminaron noche y día durante más de dos siglos. Iban
buscando el lugar donde la tierra se tiende entre cañas y juncias.
Varias
veces se perdieron, se dispersaron y volvieron a juntarse. Fueron volteados por
los vientos y se arrastraron atándose los unos a los otros, golpeándose,
empujándose; cayeron de hambre y se levantaron y nuevamente cayeron y se
levantaron. En la región de los volcanes, donde no crece la hierba, comieron
carne de reptiles.
Traían la
bandera y la capa del dios que había hablado a los sacerdotes, durante el
sueño, y había prometido un reino de oro y plumas de quetzal:
Sujetaréis
de mar a mar a todos los pueblos y ciudades, había anunciado el dios, y no será por hechizo, sino por ánimo del
corazón y valentía de los brazos.
Cuando se
asomaron a la laguna luminosa, bajo el sol del mediodía, los aztecas lloraron
por primera vez. Allí estaba la pequeña isla de barro: sobre el nopal, más alto
que los juncos y las pajas bravas, extendía el águila sus alas.
Al verlos
llegar, el águila humilló la cabeza. Estos parias, apiñados en la orilla de la
laguna, mugrientos, temblorosos, eran los elegidos, los que en tiempos remotos
habían nacido de las bocas de los dioses.
Huitzilopochtli
les dio la bienvenida:
—Éste
es el lugar de nuestro descanso y nuestra grandeza —resonó la voz—. Mando que se llame
Tenochtitlán la ciudad que será reina y señora de todas las demás. ¡México es
aquí!
El profeta
Echado en
la estera, boca arriba, el sacerdote-jaguar de Yucatán escuchó el mensaje de
los dioses. Ellos le hablaron a través del tejado, montados a horcajadas
sobre su
casa, en un idioma que nadie más entendía.
Chilam
Balam, el que era boca de los dioses, recordó lo que todavía no había
ocurrido:
—Dispersados
serán por el mundo las mujeres que cantan y los hombres que
cantan
y todos los que cantan... Nadie se librará, nadie se salvará... Mucha miseria
habrá
en los años del imperio de la codicia. Los hombres, esclavos han de hacerse.
Triste
estará el rostro del sol... Se despoblará el mundo, se hará pequeño y
humillado...
1492
La mar océana
La ruta del sol hacia las Indias
Están los
aires dulces y suaves, como en la primavera de Sevilla, y parece la mar un río
Guadalquivir, pero no bien sube la marea se marean y vomitan, apiñados en los
castillos de proa, los hombres que surcan, en tres barquitos remendados, la mar
incógnita. Mar sin marco. Hombres, gotitas al viento. ¿Y si no los amara la
mar? Baja la noche sobre las carabelas. ¿Adonde los arrojará el viento? Salta a
bordo un dorado, que venía persiguiendo a un pez volador, y se multiplica el
pánico. No siente la marinería el sabroso aroma de la mar un poco picada, ni
escucha la algarabía de las gaviotas y los alcatraces que vienen desde el poniente.
En el horizonte, ¿empieza el abismo? En el horizonte, ¿se acaba la mar?
Ojos
afiebrados de marineros curtidos en mil viajes, ardientes ojos de presos arrancados
de las cárceles andaluzas y embarcados a la fuerza: no ven los ojos esos reflejos
anunciadores de oro y plata en la espuma de las olas, ni los pájaros de
campo y
río que vuelan sin cesar sobre las naves, ni los juncos verdes y las ramas forradas
de caracoles que derivan atravesando los sargazos. Al fondo del abismo, ¿arde
el infierno? ¿A qué fauces arrojarán los vientos alisios a estos hombrecitos?
Ellos
miran las estrellas, buscando a Dios, pero el cielo es tan inescrutable como esta
mar jamás navegada. Escuchan que ruge la mar, la mare, madre mar, ronca voz que
contesta al viento frases de condenación eterna, tambores del misterio resonando
desde las profundidades: se persignan y quieren rezar y balbucean: «Esta noche
nos caemos del mundo, esta noche nos caemos del mundo.»
1492
Guanahaní
Colón
Cae de
rodillas, llora, besa el suelo. Avanza, tambaleándose porque lleva más de un
mes durmiendo poco o nada, y a golpes de espada derriba unos ramajes. Después,
alza el estandarte. Hincado, ojos al cielo, pronuncia tres veces los nombres de
Isabel y Fernando. A su lado, el escribano Rodrigo de Escobedo, hombre de letra
lenta, levanta el acta.
Todo
pertenece, desde hoy, a esos reyes lejanos: el mar de corales, las arenas, las
rocas verdísimas de musgo, los bosques, los papagayos y estos hombres de piel
de laurel que no conocen todavía la ropa, la culpa ni el dinero y que
contemplan, aturdidos, la escena.
Luis de
Torres traduce al hebreo las preguntas de Cristóbal Colón:
—¿Conocéis
vosotros el Reino del Gran Kahn? ¿De dónde viene el oro que lleváis colgado de
las narices y las orejas?
Los
hombres desnudos lo miran, boquiabiertos, y el intérprete prueba suerte con el
idioma caldeo, que algo conoce:
—¿Oro?
¿Templos? ¿Palacios? ¿Rey de reyes? ¿Oro?
Y luego
intenta la lengua arábiga, lo poco que sabe:
—¿Japón?
¿China? ¿Oro?
El
intérprete se disculpa ante Colón en la lengua de Castilla. Colón maldice en genovés,
y arroja al suelo sus cartas credenciales, escritas en latín y dirigidas al Gran
Kahn. Los hombres desnudos asisten a la cólera del forastero de pelo rojo y piel
cruda, que viste capa de terciopelo y ropas de mucho lucimiento.
Pronto se
correrá la voz por las islas:
—¡Vengan
a ver a los hombres que llegaron del cielo! ¡Tráiganles de comer y
de beber!
1493
Barcelona
Día de gloria
Lo
anuncian las trompetas de los heraldos. Se echan al vuelo las campanas y los
tambores redoblan alegrías.
El
Almirante, recién vuelto de las Indias, sube la escalera de piedra y avanza sobre
el tapiz carmesí, entre los relumbres de seda de la corte que lo aplaude. El hombre
que ha realizado las profecías de los santos y los sabios llega al estrado, se hinca
y besa las manos de la reina y el rey.
Desde
atrás, irrumpen los trofeos. Centellean sobre las bandejas las piezas de oro
que Colón cambió por espejitos y bonetes colorados en los remotos jardines recién
brotados de la mar.
Sobre
ramajes y hojarascas, desfilan las pieles de lagartos y serpientes; y detrás
entran, temblando, llorando, los seres jamás vistos. Son los pocos que todavía
sobreviven al resfrío, al sarampión y al asco por la comida y por el mal olor de
los cristianos. No vienen desnudos, como estaban cuando se acercaron a las tres
carabelas y fueron atrapados. Han sido recién cubiertos por calzones, camisolas
y unos cuantos papagayos que les han puesto en las manos y sobre las cabezas y
los hombros. Los papagayos, desplumados por los malos vientos del viaje,
parecen tan moribundos como los hombres. De las mujeres y los niños capturados,
no ha quedado ni uno.
Se
escuchan malos murmullos en el salón. El oro es poco y por ningún lado se ve
pimienta negra, ni nuez moscada, ni clavo, ni jengibre; y Colón no ha traído sirenas
barbudas ni hombres con rabo, de esos que tienen un solo ojo y un único pie,
tan grande el pie que alzándolo se protegen de los soles violentos.
1493
Huexotzingo
¿Dónde está lo verdadero, lo que tiene raíz?
Ésta es la
ciudad de la música, no de la guerra: Huexotzingo, en el valle de Tlaxcala. Dos
por tres, los aztecas la asaltan, la lastiman, le arrancan prisioneros para
sacrificar ante sus dioses.
Tecayehuatzin,
rey de Huexotzingo, ha reunido esta tarde a los poetas de otras comarcas.
En los
jardines del palacio, conversan los poetas sobre las flores y los cantos que
desde el interior del cielo vienen a la tierra, región del momento fugaz, y que
sólo perduran allá en la casa del Dador de la vida. Conversan y dudan los
poetas:
¿Son
acaso verdaderos los hombres?
¿Será
mañana todavía verdadero
nuestro
canto?
Se suceden
las voces. Cuando cae la noche, el rey de Huexotzingo agradece y
dice
adiós:
Sabemos
que son verdaderos
los corazones de nuestros amigos.
1495
Salamanca
La primera palabra venida de América
Elio
Antonio de Nebrija, sabio en lenguas, publica aquí su «Vocabulario español-latino».
El diccionario incluye el primer americanismo de la lengua castellana: Canoa:
Nave de un madero.
La nueva
palabra viene desde las Antillas.
Esas
barcas sin vela, nacidas de un tronco de ceiba, dieron la bienvenida a Cristóbal
Colón. En canoas llegaron desde las islas, remando, los hombres de largo pelo
negro y cuerpos labrados de signos bermejos. Se acercaron a las carabelas, ofrecieron
agua dulce y cambiaron oro por sonajas de latón de ésas que en Castilla valen
un maravedí.
1495
La Isabela
Caonabó
Absorto,
ausente, está el prisionero sentado a la entrada de la casa de Cristóbal Colón.
Tiene grillos de hierro en los tobillos y las esposas le atrapan las muñecas.
Caonabó
fue quien redujo a cenizas el fortín de Navidad, que el Almirante había
levantado cuando descubrió esta isla de Haití. Incendió el fortín y mató a sus ocupantes.
Y no sólo a ellos: en estos dos años largos, ha castigado a flechazos a cuantos
españoles pudo encontrar en su comarca de la sierra de Cibao, por andar cazando
oro y gente.
Alonso de
Ojeda, veterano de las guerras contra los moros, fue a visitarlo en son de paz.
Lo invitó a subir a su caballo y le puso estas esposas de metal bruñido que le
atan las manos, diciéndole que ésas eran las joyas que usaban los reyes de Castilla
en sus bailes y festejos.
Ahora el
cacique Caonabó pasa los días sentado junto a la puerta, con la mirada fija en
la lengua de luz que al amanecer invade el piso de tierra y al atardecer, de a
poquito, se retira. No mueve una pestaña cuando Colón pasa por allí. En cambio,
cuando aparece Ojeda, se las arregla para pararse y saluda con una reverencia
al único hombre que lo ha vencido.
El sacrilegio
Bartolomé
Colón, hermano y lugarteniente de Cristóbal, asiste al incendio de carne
humana.
Seis
hombres estrenan el quemadero de Haití. El humo hace toser. Los seis están
ardiendo por castigo y escarmiento: han hundido bajo tierra las imágenes de Cristo
y la Virgen que fray Ramón Pane les había dejado para su protección y consuelo.
Fray Ramón les había enseñado a orar de rodillas, a decir Avemaría y Paternóster
y a invocar el nombre de Jesús ante la tentación, la lastimadura y la muerte.
Nadie les
ha preguntado por qué enterraron las imágenes. Ellos esperaban que los nuevos
dioses fecundaran las siembras de maíz, yuca, boniatos y frijoles.
El fuego agrega calor al calor húmedo,
pegajoso, anunciador de lluvia fuerte.
1500
Florencia
Leonardo
Acaba de
volver del mercado con varias jaulas a cuestas. Las coloca en el balcón, abre
las puertitas y huyen los pájaros. Mira los pájaros perdiéndose en el cielo,
aleteos, alegrías, y después se sienta a trabajar.
El sol del
mediodía le calienta la mano. Sobre un amplio cartón, Leonardo da Vinci dibuja
el mundo. Y en el mundo que Leonardo dibuja, aparecen las tierras que ha
encontrado Colón por los rumbos del ocaso. El artista las inventa, como antes
ha inventado el avión, el tanque, el paracaídas y el submarino, y les da forma
como antes ha encarnado el misterio de las vírgenes y la pasión de los santos:
imagina el cuerpo de América, que todavía no se llama así, y la dibuja como
tierra nueva y no como parte del Asia.
Colón,
buscando el Levante, ha encontrado el Poniente. Leonardo adivina que el mundo
ha crecido.
1506
Valladolid
El quinto viaje
Anoche ha
dictado su último testamento. Esta mañana preguntó si había llegado el
mensajero del rey. Después, se durmió. Se le escucharon disparates y quejidos.
Todavía respira, pero respira bronco, como peleando contra el aire.
En la
corte, nadie ha escuchado sus súplicas. Del tercer viaje había regresado preso,
atado con cadenas, y en el cuarto viaje no había quién hiciera caso de sus títulos
y dignidades.
Cristóbal
Colón se va sabiendo que no hay pasión o gloria que no conduzca a la pena. No
sabe, en cambio, que pocos años faltan para que el estandarte que él clavó, por
vez primera, en las arenas del Caribe, ondule sobre el imperio de los aztecas,
en tierras todavía desconocidas, y sobre el reino de los incas, bajo los desconocidos
cielos de la Cruz del Sur. No sabe que se ha quedado corto en sus mentiras,
promesas y delirios. El Almirante Mayor de la Mar Océana sigue creyendo
que ha
llegado al Asia por la espalda.
No se
llamará el océano mar de Colón. Tampoco llevará su nombre el nuevo mundo, sino
el nombre de su amigo, el florentino Américo Vespucio, navegante y maestro de
pilotos. Pero ha sido Colón quien ha encontrado ese deslumbrante color que no
existía en el arcoiris europeo. Él, ciego, muere sin verlo.
1506
Tenochtitlán
El Dios universal
Moctezuma
ha vencido en Teuctepec.
En los adoratorios,
arden los fuegos. Resuenan los tambores. Uno tras otro, los prisioneros suben
las gradas hacia la piedra redonda del sacrificio. El sacerdote les clava en el
pecho el puñal de obsidiana, alza el corazón en el puño y lo muestra al sol que
brota de los volcanes azules.
¿A qué
dios se ofrece la sangre? El sol la exige, para nacer cada día y viajar de un
horizonte al otro. Pero las ostentosas ceremonias de la muerte también sirven a
otro dios, que no aparece en los códices ni en las canciones.
Si ese
dios no reinara sobre el mundo, no habría esclavos ni amos, ni vasallos, ni
colonias. Los mercaderes aztecas no podrían arrancar a los pueblos sometidos un
diamante a cambio de un frijol, ni una esmeralda por un grano de maíz, ni oro
por golosinas, ni cacao por piedras. Los cargadores no atravesarían la inmensidad
del imperio en largas filas, llevando a las espaldas toneladas de tributos. Las
gentes del pueblo osarían vestir túnicas de algodón y beberían chocolate y
tendrían la audacia de lucir prohibidas plumas de quetzal y pulseras de oro y
magnolias y orquídeas reservadas a los nobles. Caerían, entonces, las máscaras
que ocultan los rostros de los jefes guerreros, el pico de águila, las fauces de
tigre, los penachos de plumas que ondulan y brillan en el aire.
Están
manchadas de sangre las escalinatas del templo mayor y los cráneos se acumulan
en el centro de la plaza. No solamente para que se mueva el sol, no:también
para que ese dios secreto decida en lugar de los hombres. En homenaje al mismo
dios, al otro lado de la mar los inquisidores fríen a los herejes en las hogueras
o los retuercen en las cámaras de tormento. Es el Dios del Miedo. El Dios del
Miedo, que tiene dientes de rata y alas de buitre.
1511
Santo Domingo
La primera protesta
En la
iglesia de troncos y techo de palma, Antonio de Montesinos, fraile dominico,
está echando truenos por la boca. Desde el púlpito, denuncia el exterminio:
—¿Con
qué derecho y con qué justicia tenéis a los indios en tan cruel y
horrible
servidumbre? ¿Acaso no se mueren, o por mejor decir los matáis, por sacar
oro
cada día? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no
entendéis,
esto no sentís?
Después
Montesinos se abre paso, alta la cabeza, entre la muchedumbre atónita.
Crece un
murmullo de furia.
No
esperaban esto los labriegos extremeños y los pastores de Andalucía que han
mentido sus nombres y sus historias y con un arcabuz oxidado en bandolera han
partido, a la ventura, en busca de las montañas de oro y las princesas desnudas
de este lado de la mar. Necesitaban una misa de perdón y consuelo los aventureros
comprados con promesas en las gradas de la catedral de Sevilla, los capitanes
comidos por las pulgas, veteranos de ninguna batalla, y los condenados que han
tenido que elegir entre América y la cárcel o la horca.
—¡Será
denunciado ante el rey Fernando! ¡Será expulsado!
Un hombre,
aturdido, calla. Ha llegado a estas tierras hace nueve años.
Dueño de
indios, de veneros de oro y sementeras, ha hecho buena fortuna. Se llama
Bartolomé de Las Casas y pronto será el primer sacerdote ordenado en el Nuevo
Mundo.
1514
Río Sinú
El requerimiento
Han
navegado mucha mar y tiempo y están hartos de calores, selvas y mosquitos.
Cumplen, sin embargo, las instrucciones del rey: no se puede atacar a los
indígenas sin requerir, antes, su sometimiento. San Agustín autoriza la guerra contra
quienes abusan de su libertad, porque en su libertad peligrarían no siendo domados;
pero bien dice San Isidoro que ninguna guerra es justa sin previa declaración.
Antes de
lanzarse sobre el oro, los granos de oro quizás grandes como huevos, el abogado
Martín Fernández de Enciso lee con puntos y comas el ultimátum que el
intérprete, a los tropezones, demorándose en la entrega, va traduciendo.
Enciso
habla en nombre del rey don Fernando y de la reina, doña Juana, su hija,
domadores de las gentes bárbaras. Hace saber a los indios del Sinú que Dios ha
venido al mundo y ha dejado en su lugar a San Pedro, que San Pedro tiene por sucesor
al Santo Padre y que el Santo Padre, Señor del Universo, ha hecho merced al rey de Castilla de toda la tierra de las
Indias y de esta península.
Los
soldados se asan en las armaduras. Enciso, letra menuda y sílaba lenta, requiere
a los indios que dejen estas tierras, pues no les pertenecen, y que si quieren
quedarse a vivir aquí, paguen a Sus Altezas tributo de oro en señal de obediencia.
El intérprete hace lo que puede.
Los dos
caciques escuchan, sentados, sin parpadear, al raro personaje que les anuncia
que en caso de negativa o demora les hará la guerra, los convertirá en esclavos
y también a sus mujeres y a sus hijos y como tales los venderá y dispondrá de
ellos, y que las muertes y los daños de esa justa guerra no serán culpa de los
españoles.
Contestan
los caciques, sin mirar a Enciso, que muy generoso con lo ajeno había sido el
Santo Padre, que borracho debía estar cuando dispuso de lo que no era suyo, y
que el rey de Castilla es un atrevido, porque viene a amenazar a quien no
conoce.
Entonces,
corre la sangre.
En lo
sucesivo, el largo discurso se leerá en plena noche, sin intérprete y a media
legua de las aldeas que serán asaltadas por sorpresa. Los indígenas, dormidos,
no escucharán las palabras que los declaran culpables de los crímenes cometidos
contra ellos.
1514
Santa María del Darién
Por amor de las frutas
Gonzalo
Fernández de Oviedo, recién llegado, prueba las frutas del Nuevo Mundo.
La guayaba
le parece muy superior a la manzana.
La
guanábana es de hermosa vista y ofrece una pulpa blanca, aguanosa, de muy
templado sabor, que por mucho que se coma no hace daño ni empacho.
El mamey
tiene un sabor de relamerse y huele muy bien. No existe nada mejor, opina.
Pero
muerde un níspero y le invade la cabeza un aroma que ni el almizcle iguala. El
níspero es la mejor fruta, corrige, y no se halla cosa que se le pueda comparar.
Pela,
entonces, una piña. La dorada piña huele como quisieran los duraznos y es capaz
de abrir el apetito a quienes ya no recuerdan las ganas de comer. Oviedo no
conoce palabras que merezcan decir sus virtudes. Se le alegran los ojos, la nariz,
los dedos, la lengua. Ésta supera a todas, sentencia, como las plumas
del pavo real resplandecen sobre las de cualquier ave.
1519
Tenochtitlán
Presagios del fuego, el agua, la tierra y el
aire
Un día ya
lejano, los magos volaron hasta la cueva de la madre del dios de la guerra. La
bruja, que llevaba ocho siglos sin lavarse, no sonrió ni saludó. Aceptó, sin
agradecer, las ofrendas, mantas, pieles, plumas, y escuchó con una mueca las noticias.
México, informaron los magos, es señora y reina, y todas las ciudades
están a su mandar. La vieja gruñó su único comentario: Los aztecas han
derribado a los otros, dijo, y otros vendrán que derribarán a los
aztecas.
Pasó el
tiempo.
Desde hace
diez años, se suceden los signos.
Una
hoguera estuvo goteando fuego, desde el centro del cielo, durante toda una
noche.
Un súbito
fuego de tres colas se alzó desde el horizonte y voló al encuentro del sol.
Se suicidó
la casa del dios de la guerra, se incendió a sí misma: le arrojaban cántaros de
agua y el agua avivaba las llamas.
Otro
templo fue quemado por un rayo, una tarde que no había tormenta.
La laguna
donde tiene su asiento la ciudad, se hizo caldera que hervía. Las aguas se
levantaron, candentes, altas de furia, y se llevaron las casas por delante y arrancaron
hasta los cimientos.
Las redes
de los pescadores alzaron un pájaro de color ceniza mezclado con los peces. En
la cabeza del pájaro, había un espejo redondo. El emperador Moctezuma vio
avanzar, en el espejo, un ejército de soldados que corrían sobre patas de
venados y les escuchó los gritos de guerra. Luego, fueron castigados los magos
que no supieron leer el espejo ni tuvieron ojos para ver los monstruos de dos
cabezas que acosan, implacables, el sueño y la vigilia de Moctezuma. El emperador
encerró a los magos en jaulas y los condenó a morir de hambre.
Cada
noche, los alaridos de una mujer invisible sobresaltan a todos los que duermen
en Tenochtitlán y en Tlatelolco. Hijitos míos, grita, ¡pues ya
tenemos que irnos lejos! No hay pared que no atraviese el llanto de esa
mujer: ¿Adonde nos iremos, hijitos míos?
Segura de la Frontera
La distribución de la riqueza
Hay
murmuración y pelea en el campamento de los españoles. Los soldados no tienen
más remedio que entregar las barras de oro salvadas del desastre. Quien algo
esconda, será ahorcado.
Las barras
provienen de las obras de los orfebres y los escultores de México. Antes de
convertirse en botín y fundirse en lingotes, este oro fue serpiente a punto de
morder, tigre a punto de saltar, águila a punto de volar o puñal que viborea y corre
como río en el aire.
Cortés
explica que este oro no es más que burbujas comparado con el que les espera.
Retira la quinta parte para el rey, otra quinta parte para él, más lo que toca a
su padre y al caballo que se le murió, y entrega a los capitanes casi todo lo
que queda. Poco o nada reciben los soldados, que han lamido este oro, lo han
mordido, lo han pesado en la palma de la mano, han dormido con él bajo la
cabeza y le han contado sus sueños de revancha.
Mientras
tanto, el hierro candente marca la cara de los esclavos indios recién capturados
en Tepeaca y Huaquechula.
El aire huele a carne quemada.
1519
Tenochtitlán
La capital de los aztecas
Mudos de
hermosura, los conquistadores cabalgan por la calzada. Tenochtitlán parece
arrancada de las páginas de Amadís, cosas nunca oídas, ni vistas, ni aún soñadas...
El sol se alza tras los volcanes, entra en la laguna y rompe en jirones la niebla
que flota. La ciudad, calles, acequias, templos de altas torres, se despliega y
fulgura. Una multitud sale a recibir a los invasores, en silencio y sin prisa,
mientras infinitas canoas abren surcos en las aguas de cobalto.
Moctezuma
llega en litera, sentado en suave piel de jaguar, bajo palio de oro, perlas y
plumas verdes. Los señores del reino van barriendo el suelo que pisará.
Él da la
bienvenida al dios Quetzalcóatl:
—Has
venido a sentarte en tu trono —le dice—. Has venido entre nubes, entre nieblas. No te veo en
sueños, no estoy soñando. A tu tierra has llegado...
Los que
acompañan a Quetzalcóatl reciben guirnaldas de magnolias, rosas y girasoles,
collares de flores en los cuellos, en los brazos, en los pechos: la flor del escudo
y la flor del corazón, la flor del buen aroma y la muy amarilla.
Quetzalcóatl
nació en Extremadura y desembarcó en tierras de América con un hatillo de ropa
al hombro y un par de monedas en la bolsa. Tenía diecinueve años cuando pisó
las piedras del muelle de Santo Domingo y preguntó: ¿Dónde está el oro? Ahora
ha cumplido treinta y cuatro y es capitán de gran ventura. Viste armadura de
hierro negro y conduce un ejército de jinetes, lanceros, ballesteros, escopeteros
y perros feroces. Ha prometido a sus soldados: Yo os haré, en muy breve
tiempo, los más ricos hombres de cuantos jamás han pasado a las Indias.
El
emperador Moctezuma, que abre las puertas de Tenochtitlán, acabará pronto. De
aquí a poco será llamado mujer de los españoles y morirá por las pedradas
de su gente. El joven Cuauhtémoc ocupará su sitio. Él peleará.
Canto azteca del escudo
Sobre
el escudo, la virgen dio a luz
al gran
guerrero.
Sobre
el escudo, la virgen dio a luz
al gran
guerrero.
En la
montaña de la serpiente, el vencedor.
Entre
montañas,
con
pintura de guerra
y con
escudo de águila.
Nadie,
por cierto, pudo hacerle frente.
La
tierra se puso a dar vueltas
cuando
él se pintó de guerra
y alzó él escudo.
1521
Tlatelolco
La espada de fuego
La sangre
corre como agua y está acida de sangre el agua de beber. De comer no queda más
que tierra. Se pelea casa por casa, sobre las ruinas y los muertos, de día y de
noche. Ya va para tres meses de batalla sin treguas. Sólo se respira pólvora y
náuseas de cadáver; pero todavía resuenan los atabales y los tambores en las
últimas torres y los cascabeles en los tobillos de los últimos guerreros. No
han cesado todavía los alaridos y las canciones que dan fuerza. Las últimas
mujeres empuñan el hacha de los caídos y golpetean los escudos hasta caer arrasadas.
El
emperador Cuauhtémoc llama al mejor de sus capitanes. Corona su cabeza con el
búho de largas plumas, y en su mano derecha coloca la espada de fuego.
Con esta
espada en el puño, el dios de la guerra había salido del vientre de su madre,
allá en lo más remoto de los tiempos. Con esta serpiente de rayos de sol, Huitzilopochtli
había decapitado a su hermana la luna y había hecho pedazos a sus cuatrocientos
hermanos, las estrellas, porque no querían dejarlo nacer.
Cuauhtémoc
ordena:
—Véanla
nuestros enemigos y queden asombrados.
Se abre paso la espada de fuego. El capitán elegido avanza, solo, a
través del humo y los escombros.
Lo derriban de un disparo de arcabuz.
1521
Tenochtitlán
El mundo está callado y
llueve
De pronto,
de golpe, acaban los gritos y los tambores. Hombres y dioses han sido
derrotados. Muertos los dioses, ha muerto el tiempo. Muertos los hombres, la ciudad
ha muerto. Ha muerto en su ley esta ciudad guerrera, la de los sauces blancos y
los blancos juncos. Ya no vendrán a rendirle tributo, en las barcas a través de
la niebla, los príncipes vencidos de todas las comarcas.
Reina un
silencio que aturde. Y llueve. El cielo relampaguea y truena y durante toda la
noche llueve.
Se apila
el oro en grandes cestas. Oro de los escudos y de las insignias de guerra, oro
de las máscaras de los dioses, colgajos de labios y de orejas, lunetas, dijes.
Se pesa el oro y se cotizan los prisioneros. De un pobre es el precio,
apenas, dos puñados de maíz. Los soldados arman ruedas de dados y naipes.
El fuego
va quemando las plantas de los pies del emperador Cuauhtémoc, untadas de
aceite, mientras el mundo está callado y llueve.
1522
Caminos de Santo Domingo
Pies
La
rebelión, primera rebelión de los esclavos negros en América, ha sido aplastada.
Había estallado en los molinos de azúcar de Diego Colón, el hijo del descubridor.
En ingenios y plantaciones de toda la isla, se había propagado el incendio. Se
habían alzado los negros y los pocos indios que quedaban vivos, armados de
piedras y palos y lanzas de caña que se quebraron, furiosas, inútiles, contra
las armaduras.
De las
horcas, desparramadas por los caminos, penden ahora mujeres y hombres, jóvenes
y viejos. A la altura de los ojos del caminante, cuelgan los pies.
Por los
pies, el caminante podría reconocer a los castigados, adivinar cómo eran antes
de que llegara la muerte. Entre estos pies de cuero, tajeados por el trabajo y los
andares, hay pies del tiempo y pies del contratiempo; pies prisioneros y pies que
bailan, todavía, amando a la tierra y llamando a la guerra.
1523
Cuzco
Huaina Cápac
Ante el
sol que asoma, se echa en tierra y humilla la frente. Recoge con las manos los
primeros rayos y se los lleva a la boca y bebe la luz.
Después,
se alza y queda de pie. Mira fijo al sol, sin parpadear.
A espaldas
de Huaina Cápac, sus muchas mujeres aguardan con la cabeza gacha. Esperan
también, en silencio, los muchos príncipes. El Inca está mirando al sol, lo
mira de igual a igual, y un murmullo de escándalo crece entre los sacerdotes.
Han pasado
muchos años desde el día en que Huaina Cápac, hijo del padre resplandeciente,
subió al trono con el título de poderoso y joven jefe rico en virtudes. Él ha
extendido el imperio mucho más allá de las fronteras de sus antepasados. Ganoso
de poder, descubridor, conquistador, Huaina Cápac ha conducido sus ejércitos
desde la selva amazónica hasta las alturas de Quito y desde
el Chaco
hasta las costas de Chile. A golpes de hacha y vuelo de flechas, se ha hecho
dueño de nuevas montañas y llanuras y arenales. No hay quien no sueñe con
él ni
existe quien no lo tema en este reino que es, ahora, más grande que Europa.
De Huaina
Cápac dependen los pastos, el agua y las personas. Por su voluntad se han
movido la cordillera y los gentíos. En este imperio que no conoce la rueda, él ha
mandado construir edificios, en Quito, con piedras del Cuzco, para que en el
futuro se entienda su grandeza y su palabra sea creída por los hombres.
El Inca
está mirando fijo al sol. No por desafío, como temen los sacerdotes, sino por
piedad. Huaina Cápac siente lástima del sol, porque siendo el sol su padre y el
padre de todos los incas desde lo antiguo de las edades, no tiene derecho a la fatiga
ni al aburrimiento. El sol jamás descansa ni juega ni olvida. No puede faltar a
la cita de cada día y a través del cielo recorre, hoy, el camino de ayer y de
mañana.
Mientras contempla el sol, Huaina Cápac
decide: «Pronto moriré».
1522
Sevilla
El más largo viaje jamás realizado
Nadie los
creía vivos, pero llegaron anoche. Arrojaron el ancla y dispararon toda su
artillería. No desembarcaron en seguida ni se dejaron ver. Al amanecer aparecieron
sobre las piedras del muelle. Temblando y en andrajos, entraron en Sevilla con
hachones encendidos en las manos. La multitud abrió paso, atónita, a esta
procesión de esperpentos encabezada por Juan Sebastián de Elcano.
Avanzaban
tambaleándose, apoyándose los unos en los otros, de iglesia en iglesia, pagando
promesas, siempre perseguidos por el gentío. Iban cantando.
Habían
partido hace tres años, río abajo, en cinco naves airosas que tomaron rumbo al
oeste. Eran un montón de hombres a la ventura, venidos de todas partes, que se
habían dado cita para buscar, juntos, el paso entre los océanos y la fortuna y
la gloria. Eran todos fugitivos; se hicieron a la mar huyendo de la pobreza,
del amor, de la cárcel o de la horca.
Los
sobrevivientes hablan, ahora, de tempestades, crímenes y maravillas. Han visto
mares y tierras que no tenían mapa ni nombre; han atravesado seis veces la zona
donde el mundo hierve, sin quemarse nunca. Al sur han encontrado nieve azul y
en el cielo, cuatro estrellas en cruz. Han visto al sol y a la luna andar al
revés y a los peces volar. Han escuchado hablar de mujeres que preña el viento
y han conocido unos pájaros negros, parecidos a los cuervos, que se precipitan
en las fauces abiertas de las ballenas y les devoran el corazón. En una isla
muy remota, cuentan, habitan personitas de medio metro de alto, que tienen
orejas que les llegan a los pies. Tan largas son las orejas que cuando se
acuestan, una les sirve de colchón y la otra de manta. Y cuentan que cuando los
indios de las Molucas vieron llegar a la playa las chalupas desprendidas de las
naves, creyeron que las chalupas eran hijitas de las naves, que las naves las
parían y les daban de mamar.
Los
sobrevivientes cuentan que en el sur del sur, donde se abren las tierras y se abrazan
los océanos, los indios encienden altas hogueras, día y noche, para no morirse
de frío. Esos son indios tan gigantes que nuestras cabezas, cuentan, apenas si les llegaban a la cintura.
Magallanes, el jefe de la expedición, atrapó a dos poniéndoles unos grilletes
de hierro como adorno de los tobillos y las muñecas; pero después uno murió de
escorbuto y el otro de calor.
Cuentan
que no han tenido más remedio que beber agua podrida, tapándose las narices, y
que han comido aserrín, cueros y carne de las ratas que venían a disputarles
las últimas galletas agusanadas. A los que se morían de hambre los arrojaban
por la borda, y como no había piedras para atarles, quedaban los cadáveres
flotando sobre las aguas: los europeos, cara al cielo, y los indios boca abajo.
Cuando llegaron a las Molucas, un marinero cambió a los indios seis aves por un
naipe, el rey de oros, pero no pudo probar bocado de tan hinchadas que tenía las
encías.
Ellos han
visto llorar a Magallanes. Han visto lágrimas en los ojos del duro navegante
portugués Fernando de Magallanes, cuando las naves entraron en el océano jamás
atravesado por ningún europeo. Y han sabido de las furias terribles de
Magallanes, cuando hizo decapitar y descuartizar a dos capitanes sublevados y abandonó
en el desierto a otros alzados. Magallanes es ahora un trofeo de carroña en
manos de los indígenas de las Filipinas que le clavaron en la pierna una flecha
envenenada.
De los
doscientos treinta y siete marineros y soldados que salieron de Sevilla hace
tres años, han regresado dieciocho. Llegaron en una sola nave quejumbrosa, que
tiene la quilla carcomida y hace agua por los cuatro costados.
Los
sobrevivientes. Estos muertos de hambre que acaban de dar la vuelta al mundo
por primera vez.
Consejos de los viejos sabios aztecas
Ahora
que ya miras con tus ojos,
date
cuenta.
Aquí,
es así: no hay alegría,
no hay
felicidad.
Aquí en
la tierra es el lugar del mucho llanto,
el
lugar donde se rinde el aliento
y donde
bien se conoce
el
abatimiento y la amargura.
Un
viento de obsidiana sopla y se abate
sobre
nosotros.
La
tierra es lugar de alegría penosa,
de
alegría que punza.
Pero
aunque así fuera,
aunque
fuera verdad que sólo se sufre,
aunque
así fueran las cosas en la tierra,
¿habrá
que estar siempre con miedo?
¿habrá
que estar siempre temblando?
¿habrá
que vivir siempre llorando?
Para
que no andemos siempre gimiendo,
para
que nunca nos sature la tristeza,
el
Señor Nuestro nos ha dado
la
risa, el sueño, los alimentos,
nuestra
fuerza,
y
finalmente
el acto
del amor
que siembra gentes.
1562
Maní
Se equivoca el fuego
Fray Diego
de Landa arroja a las llamas, uno tras otro, los libros de los mayas.
El
inquisidor maldice a Satanás y el fuego crepita y devora. Alrededor del quemadero,
los herejes aúllan cabeza abajo. Colgados de los pies, desollados a latigazos,
los indios reciben baños de cera hirviente mientras crecen las llamaradas y
crujen los libros, como quejándose.
Esta noche
se convierten en cenizas ocho siglos de literatura maya. En estos largos
pliegos de papel de corteza, hablaban los signos y las imágenes: contaban los trabajos y los días, los sueños y las
guerras de un pueblo nacido antes que Cristo. Con pinceles de cerdas de jabalí,
los sabedores de cosas habían pintado estos libros alumbrados, alumbradores,
para que los nietos de los nietos no fueran ciegos y supieran verse y ver la
historia de los suyos, para que conocieran el movimiento de las estrellas, la
frecuencia de los eclipses y las profecías de los dioses, y para que pudieran
llamar a las lluvias y a las buenas cosechas de maíz.
Al centro,
el inquisidor quema los libros. En torno de la hoguera inmensa, castiga a los
lectores. Mientras tanto, los autores, artistas-sacerdotes muertos hace años o
hace siglos, beben chocolate a la fresca sombra del primer árbol del mundo.
Ellos
están en paz, porque han muerto sabiendo que la memoria no se incendia.
¿Acaso no
se cantará y se danzará, por los tiempos de los tiempos, lo que ellos habían
pintado?
Cuando le
queman sus casitas de papel, la memoria encuentra refugio en las bocas que
cantan las glorias de los hombres y los dioses, cantares que de gente en gente
quedan, y en los cuerpos que danzan al son de los troncos huecos, los caparazones
de tortuga y las flautas de caña.