jueves, 5 de mayo de 2016

Memoria del Fuego I.

Memoria del Fuego I.
Los nacimientos: desde la creación del mundo hasta el siglo XVII
Eduardo Galeano

(Extractos)

El tiempo
El tiempo de los mayas nació y tuvo nombre cuando no existía el cielo ni había despertado todavía la tierra.
Los días partieron del oriente y se echaron a caminar.
El primer día sacó de sus entrañas al cielo y a la tierra.
El segundo día hizo la escalera por donde baja la lluvia.
Obras del tercero fueron los ciclos de la mar y de la tierra y la muchedumbre de las cosas.
Por voluntad del cuarto día, la tierra y el cielo se inclinaron y pudieron encontrarse.
El quinto día decidió que todos trabajaran.
Del sexto salió la primera luz.
En los lugares donde no había nada, el séptimo día puso tierra. El octavo clavó en la tierra sus manos y sus pies.
El noveno día creó los mundos inferiores. El décimo día destinó los mundos inferiores a quienes tienen veneno en el alma.
Dentro del sol, el undécimo día modeló la piedra y el árbol.
Fue el duodécimo quien hizo el viento. Sopló viento y lo llamó espíritu, porque no había muerte dentro de él.
El décimotercer día mojó la tierra y con barro amasó un cuerpo como el nuestro.
Así se recuerda en Yucatán.
Las nubes
Nube dejó caer una gota de lluvia sobre el cuerpo de una mujer. A los nueve meses, ella tuvo mellizos.
Cuando crecieron, quisieron saber quién era su padre.
—Mañana por la mañana —dijo ella—, miren hacia el oriente. Allá lo verán, erguido en el cielo como una torre.
A través de la tierra y del cielo, los mellizos caminaron en busca de su padre.
Nube desconfió y exigió:
—Demuestren que son mis hijos.
Uno de los mellizos envió a la tierra un relámpago. El otro, un trueno. Como Nube todavía dudaba, atravesaron una inundación y salieron intactos.
Entonces Nube les hizo un lugar a su lado, entre sus muchos hermanos y sobrinos.

La lluvia
En la región de los grandes lagos del norte, una niña descubrió de pronto que estaba viva. El asombro del mundo le abrió los ojos y partió a la ventura.
Persiguiendo las huellas de los cazadores y los leñadores de la nación menomini, llegó a una gran cabaña de troncos. Allí vivían diez hermanos, los pájaros del trueno, que le ofrecieron abrigo y comida.
Una mala mañana, mientras la niña recogía agua del manantial, una serpiente peluda la atrapó y se la llevó a las profundidades de una montaña de roca. Las serpientes estaban a punto de devorarla cuando la niña cantó.
Desde muy lejos, los pájaros del trueno escucharon el llamado. Atacaron con el rayo la montaña rocosa, rescataron a la prisionera y mataron a las serpientes.
Los pájaros del trueno dejaron a la niña en la horqueta de un árbol.
—Aquí vivirás —le dijeron—. Vendremos cada vez que cantes.
Cuando llama la ranita verde desde el árbol, acuden los truenos y llueve sobre el mundo.




La noche
El sol nunca cesaba de alumbrar y los indios cashinahua no conocían la dulzura del descanso.
Muy necesitados de paz, exhaustos de tanta luz, pidieron prestada la noche al ratón.
Se hizo oscuro, pero la noche del ratón alcanzó apenas para comer y fumar un rato frente al fuego. El amanecer llegó no bien los indios se acomodaron en las hamacas.
Probaron entonces la noche del tapir. Con la noche del tapir, pudieron dormir a pierna suelta y disfrutaron el largo sueño tan esperado. Pero cuando despertaron, había pasado tanto tiempo que las malezas del monte habían invadido sus cultivos y aplastado sus casas.
Después de mucho buscar, se quedaron con la noche del tatú. Se la pidieron prestada y no se la devolvieron jamás.
El tatú, despojado de la noche, duerme durante el día.
Las semillas
Pachacamac, que era hijo del sol, hizo a un hombre y a una mujer en los arenales de Lurín.
No había nada que comer y el hombre se murió de hambre. Estaba la mujer agachada, escarbando en busca de raíces, cuando el sol entró en ella y le hizo un hijo.
Pachacamac, celoso, atrapó al recién nacido y lo descuartizó. Pero en seguida se arrepintió, o tuvo miedo de la cólera de su padre el sol, y regó por el mundo los pedacitos de su hermano asesinado.
De los dientes del muerto, brotó entonces el maíz; y la yuca de las costillas y los huesos. La sangre hizo fértiles las tierras y de la carne sembrada surgieron árboles de fruta y sombra.
Así encuentran comida las mujeres y los hombres que nacen en estas costas, donde no llueve nunca.

El maíz
Los dioses hicieron de barro a los primeros mayas-quichés. Poco duraron.
Eran blandos, sin fuerza; se desmoronaron antes de caminar.
Luego probaron con la madera. Los muñecos de palo hablaron y anduvieron, pero eran secos: no tenían sangre ni sustancia, memoria ni rumbo. No sabían hablar con los dioses, o no encontraban nada que decirles.
Entonces los dioses hicieron de maíz a las madres y a los padres. Con maíz amarillo y maíz blanco amasaron su carne.
Las mujeres y los hombres de maíz veían tanto como los dioses. Su mirada se extendía sobre el mundo entero.
Los dioses echaron un vaho y les dejaron los ojos nublados para siempre, porque no querían que las personas vieran más allá del horizonte.

La lengua del Paraíso

Los guaraos, que habitan los suburbios del Paraíso Terrenal, llaman al arcoíris serpiente de collares y mar de arriba al firmamento. El rayo es el resplandor de la lluvia. El amigo, mi otro corazón. El alma, el sol del pecho. La lechuza, el amo de la noche oscura. Para decir «bastón» dicen nieto continuo; y para decir «perdono», dicen olvido.





La autoridad
En épocas remotas, las mujeres se sentaban en la proa de la canoa y los hombres en la popa. Eran las mujeres quienes cazaban y pescaban. Ellas salían de las aldeas y volvían cuando podían o querían. Los hombres montaban las chozas, preparaban la comida, mantenían encendidas las fogatas contra el frío, cuidaban a los hijos y curtían las pieles de abrigo.
Así era la vida entre los indios onas y los yaganes, en la Tierra del Fuego, hasta que un día los hombres mataron a todas las mujeres y se pusieron las máscaras que las mujeres habían inventado para darles terror.
Solamente las niñas recién nacidas se salvaron del exterminio. Mientras ellas crecían, los asesinos les decían y les repetían que servir a los hombres era su destino. Ellas lo creyeron. También lo creyeron sus hijas y las hijas de sus hijas.

El poder
En las tierras donde nace el río Juruá, el Mezquino era el dueño del maíz.
Entregaba asados los granos, para que nadie pudiera sembrarlos.
Fue la lagartija quien pudo robarle un grano crudo. El Mezquino la atrapó y le desgarró la boca y los dedos de las manos y de los pies; pero ella había sabido esconder el granito detrás de la última muela. Después, la lagartija escupió el grano crudo en la tierra de todos. Las desgarraduras le dejaron esa boca enorme y esos dedos larguísimos.
El Mezquino era también dueño del fuego. El loro se le acercó y se puso a llorar a grito pelado. El Mezquino le arrojaba cuanta cosa tenía a mano y el lorito esquivaba los proyectiles, hasta que vio venir un tizón encendido. Entonces aferró el tizón con su pico, que era enorme como pico de tucán, y huyó por los aires. Voló perseguido por una estela de chispas. La brasa, avivada por el viento, le iba quemando el pico; pero ya había llegado al bosque cuando el Mezquino batió su tambor y desencadenó un diluvio.
El loro alcanzó a poner el tizón candente en el hueco de un árbol, lo dejó al cuidado de los demás pájaros y salió a mojarse bajo la lluvia violenta. El agua le alivió los ardores. En su pico, que quedó corto y curvo, se ve la huella blanca de la quemadura. Los pájaros protegieron con sus cuerpos el fuego robado.

La guerra
Al amanecer, el llamado del cuerno anunció, desde la montaña, que era la hora de los arcos y las cerbatanas.
A la caída de la noche, de la aldea no quedaba más que humo.
Un hombre pudo tumbarse, inmóvil, entre los muertos. Untó su cuerpo con sangre y esperó. Fue el único sobreviviente del pueblo palawiyang.
Cuando los enemigos se retiraron, ese hombre se levantó. Contempló su mundo arrasado. Caminó por entre la gente que había compartido con él el hambre y la comida. Buscó en vano alguna persona o cosa que no hubiera sido aniquilada.
Ese espantoso silenció lo aturdía. Lo mareaba el olor del incendio y la sangre.
Sintió asco de estar vivo y volvió a echarse entre los suyos.
Con las primeras luces, llegaron los buitres. En ese hombre sólo había niebla y ganas de dormir y dejarse devorar.
Pero la hija del cóndor se abrió paso entre los pajarracos que volaban en círculos. Batió recia las alas y se lanzó en picada.
Él se agarró a sus patas y la hija del cóndor lo llevó lejos.



Los peregrinos
Los mayas-quichés vinieron desde el oriente.
Cuando recién llegaron a las nuevas tierras, con sus dioses cargados a la espalda, tuvieron miedo de que no hubiera amanecer. Ellos habían dejado la alegría allá en Tulán y habían quedado sin aliento al cabo de la larga y penosa travesía.
Esperaron al borde del bosque de Izmachí, quietos, todos reunidos, sin que nadie se sentara ni se echara a descansar. Pero pasaba el tiempo y no acababa la negrura.
El lucero anunciador apareció, por fin, en el cielo.
Los quichés se abrazaron y bailaron; y después, dice el libro sagrado, el sol se alzó como un hombre.
Desde esa vez, los quichés acuden, al fin de cada noche, a recibir al lucero del alba y a ver el nacimiento del sol. Cuando el sol está a punto de asomar, dicen:
—De allá venimos.

La tierra prometida
Maldormidos, desnudos, lastimados, caminaron noche y día durante más de dos siglos. Iban buscando el lugar donde la tierra se tiende entre cañas y juncias.
Varias veces se perdieron, se dispersaron y volvieron a juntarse. Fueron volteados por los vientos y se arrastraron atándose los unos a los otros, golpeándose, empujándose; cayeron de hambre y se levantaron y nuevamente cayeron y se levantaron. En la región de los volcanes, donde no crece la hierba, comieron carne de reptiles.
Traían la bandera y la capa del dios que había hablado a los sacerdotes, durante el sueño, y había prometido un reino de oro y plumas de quetzal:
Sujetaréis de mar a mar a todos los pueblos y ciudades, había anunciado el dios, y no será por hechizo, sino por ánimo del corazón y valentía de los brazos.
Cuando se asomaron a la laguna luminosa, bajo el sol del mediodía, los aztecas lloraron por primera vez. Allí estaba la pequeña isla de barro: sobre el nopal, más alto que los juncos y las pajas bravas, extendía el águila sus alas.
Al verlos llegar, el águila humilló la cabeza. Estos parias, apiñados en la orilla de la laguna, mugrientos, temblorosos, eran los elegidos, los que en tiempos remotos habían nacido de las bocas de los dioses.
Huitzilopochtli les dio la bienvenida:
—Éste es el lugar de nuestro descanso y nuestra grandeza —resonó la voz—. Mando que se llame Tenochtitlán la ciudad que será reina y señora de todas las demás. ¡México es aquí!

El profeta
Echado en la estera, boca arriba, el sacerdote-jaguar de Yucatán escuchó el mensaje de los dioses. Ellos le hablaron a través del tejado, montados a horcajadas
sobre su casa, en un idioma que nadie más entendía.
Chilam Balam, el que era boca de los dioses, recordó lo que todavía no había
ocurrido:
—Dispersados serán por el mundo las mujeres que cantan y los hombres que
cantan y todos los que cantan... Nadie se librará, nadie se salvará... Mucha miseria
habrá en los años del imperio de la codicia. Los hombres, esclavos han de hacerse.
Triste estará el rostro del sol... Se despoblará el mundo, se hará pequeño y
humillado...


1492
La mar océana
La ruta del sol hacia las Indias
Están los aires dulces y suaves, como en la primavera de Sevilla, y parece la mar un río Guadalquivir, pero no bien sube la marea se marean y vomitan, apiñados en los castillos de proa, los hombres que surcan, en tres barquitos remendados, la mar incógnita. Mar sin marco. Hombres, gotitas al viento. ¿Y si no los amara la mar? Baja la noche sobre las carabelas. ¿Adonde los arrojará el viento? Salta a bordo un dorado, que venía persiguiendo a un pez volador, y se multiplica el pánico. No siente la marinería el sabroso aroma de la mar un poco picada, ni escucha la algarabía de las gaviotas y los alcatraces que vienen desde el poniente. En el horizonte, ¿empieza el abismo? En el horizonte, ¿se acaba la mar?
Ojos afiebrados de marineros curtidos en mil viajes, ardientes ojos de presos arrancados de las cárceles andaluzas y embarcados a la fuerza: no ven los ojos esos reflejos anunciadores de oro y plata en la espuma de las olas, ni los pájaros de
campo y río que vuelan sin cesar sobre las naves, ni los juncos verdes y las ramas forradas de caracoles que derivan atravesando los sargazos. Al fondo del abismo, ¿arde el infierno? ¿A qué fauces arrojarán los vientos alisios a estos hombrecitos?
Ellos miran las estrellas, buscando a Dios, pero el cielo es tan inescrutable como esta mar jamás navegada. Escuchan que ruge la mar, la mare, madre mar, ronca voz que contesta al viento frases de condenación eterna, tambores del misterio resonando desde las profundidades: se persignan y quieren rezar y balbucean: «Esta noche nos caemos del mundo, esta noche nos caemos del mundo.»

1492
Guanahaní
Colón
Cae de rodillas, llora, besa el suelo. Avanza, tambaleándose porque lleva más de un mes durmiendo poco o nada, y a golpes de espada derriba unos ramajes. Después, alza el estandarte. Hincado, ojos al cielo, pronuncia tres veces los nombres de Isabel y Fernando. A su lado, el escribano Rodrigo de Escobedo, hombre de letra lenta, levanta el acta.
Todo pertenece, desde hoy, a esos reyes lejanos: el mar de corales, las arenas, las rocas verdísimas de musgo, los bosques, los papagayos y estos hombres de piel de laurel que no conocen todavía la ropa, la culpa ni el dinero y que contemplan, aturdidos, la escena.
Luis de Torres traduce al hebreo las preguntas de Cristóbal Colón:
—¿Conocéis vosotros el Reino del Gran Kahn? ¿De dónde viene el oro que lleváis colgado de las narices y las orejas?
Los hombres desnudos lo miran, boquiabiertos, y el intérprete prueba suerte con el idioma caldeo, que algo conoce:
—¿Oro? ¿Templos? ¿Palacios? ¿Rey de reyes? ¿Oro?
Y luego intenta la lengua arábiga, lo poco que sabe:
—¿Japón? ¿China? ¿Oro?
El intérprete se disculpa ante Colón en la lengua de Castilla. Colón maldice en genovés, y arroja al suelo sus cartas credenciales, escritas en latín y dirigidas al Gran Kahn. Los hombres desnudos asisten a la cólera del forastero de pelo rojo y piel cruda, que viste capa de terciopelo y ropas de mucho lucimiento.
Pronto se correrá la voz por las islas:
—¡Vengan a ver a los hombres que llegaron del cielo! ¡Tráiganles de comer y
de beber!


1493
Barcelona
Día de gloria

Lo anuncian las trompetas de los heraldos. Se echan al vuelo las campanas y los tambores redoblan alegrías.
El Almirante, recién vuelto de las Indias, sube la escalera de piedra y avanza sobre el tapiz carmesí, entre los relumbres de seda de la corte que lo aplaude. El hombre que ha realizado las profecías de los santos y los sabios llega al estrado, se hinca y besa las manos de la reina y el rey.
Desde atrás, irrumpen los trofeos. Centellean sobre las bandejas las piezas de oro que Colón cambió por espejitos y bonetes colorados en los remotos jardines recién brotados de la mar.
Sobre ramajes y hojarascas, desfilan las pieles de lagartos y serpientes; y detrás entran, temblando, llorando, los seres jamás vistos. Son los pocos que todavía sobreviven al resfrío, al sarampión y al asco por la comida y por el mal olor de los cristianos. No vienen desnudos, como estaban cuando se acercaron a las tres carabelas y fueron atrapados. Han sido recién cubiertos por calzones, camisolas y unos cuantos papagayos que les han puesto en las manos y sobre las cabezas y los hombros. Los papagayos, desplumados por los malos vientos del viaje, parecen tan moribundos como los hombres. De las mujeres y los niños capturados, no ha quedado ni uno.
Se escuchan malos murmullos en el salón. El oro es poco y por ningún lado se ve pimienta negra, ni nuez moscada, ni clavo, ni jengibre; y Colón no ha traído sirenas barbudas ni hombres con rabo, de esos que tienen un solo ojo y un único pie, tan grande el pie que alzándolo se protegen de los soles violentos.

1493
Huexotzingo
¿Dónde está lo verdadero, lo que tiene raíz?

Ésta es la ciudad de la música, no de la guerra: Huexotzingo, en el valle de Tlaxcala. Dos por tres, los aztecas la asaltan, la lastiman, le arrancan prisioneros para sacrificar ante sus dioses.
Tecayehuatzin, rey de Huexotzingo, ha reunido esta tarde a los poetas de otras comarcas.
En los jardines del palacio, conversan los poetas sobre las flores y los cantos que desde el interior del cielo vienen a la tierra, región del momento fugaz, y que sólo perduran allá en la casa del Dador de la vida. Conversan y dudan los poetas:

¿Son acaso verdaderos los hombres?
¿Será mañana todavía verdadero
nuestro canto?
Se suceden las voces. Cuando cae la noche, el rey de Huexotzingo agradece y
dice adiós:
Sabemos que son verdaderos
los corazones de nuestros amigos.








1495
Salamanca
La primera palabra venida de América
Elio Antonio de Nebrija, sabio en lenguas, publica aquí su «Vocabulario español-latino». El diccionario incluye el primer americanismo de la lengua castellana: Canoa: Nave de un madero.
La nueva palabra viene desde las Antillas.
Esas barcas sin vela, nacidas de un tronco de ceiba, dieron la bienvenida a Cristóbal Colón. En canoas llegaron desde las islas, remando, los hombres de largo pelo negro y cuerpos labrados de signos bermejos. Se acercaron a las carabelas, ofrecieron agua dulce y cambiaron oro por sonajas de latón de ésas que en Castilla valen un maravedí.

1495
La Isabela
Caonabó
Absorto, ausente, está el prisionero sentado a la entrada de la casa de Cristóbal Colón. Tiene grillos de hierro en los tobillos y las esposas le atrapan las muñecas.
Caonabó fue quien redujo a cenizas el fortín de Navidad, que el Almirante había levantado cuando descubrió esta isla de Haití. Incendió el fortín y mató a sus ocupantes. Y no sólo a ellos: en estos dos años largos, ha castigado a flechazos a cuantos españoles pudo encontrar en su comarca de la sierra de Cibao, por andar cazando oro y gente.
Alonso de Ojeda, veterano de las guerras contra los moros, fue a visitarlo en son de paz. Lo invitó a subir a su caballo y le puso estas esposas de metal bruñido que le atan las manos, diciéndole que ésas eran las joyas que usaban los reyes de Castilla en sus bailes y festejos.
Ahora el cacique Caonabó pasa los días sentado junto a la puerta, con la mirada fija en la lengua de luz que al amanecer invade el piso de tierra y al atardecer, de a poquito, se retira. No mueve una pestaña cuando Colón pasa por allí. En cambio, cuando aparece Ojeda, se las arregla para pararse y saluda con una reverencia al único hombre que lo ha vencido.

El sacrilegio
Bartolomé Colón, hermano y lugarteniente de Cristóbal, asiste al incendio de carne humana.
Seis hombres estrenan el quemadero de Haití. El humo hace toser. Los seis están ardiendo por castigo y escarmiento: han hundido bajo tierra las imágenes de Cristo y la Virgen que fray Ramón Pane les había dejado para su protección y consuelo. Fray Ramón les había enseñado a orar de rodillas, a decir Avemaría y Paternóster y a invocar el nombre de Jesús ante la tentación, la lastimadura y la muerte.
Nadie les ha preguntado por qué enterraron las imágenes. Ellos esperaban que los nuevos dioses fecundaran las siembras de maíz, yuca, boniatos y frijoles.
El fuego agrega calor al calor húmedo, pegajoso, anunciador de lluvia fuerte.






1500
Florencia
Leonardo

Acaba de volver del mercado con varias jaulas a cuestas. Las coloca en el balcón, abre las puertitas y huyen los pájaros. Mira los pájaros perdiéndose en el cielo, aleteos, alegrías, y después se sienta a trabajar.
El sol del mediodía le calienta la mano. Sobre un amplio cartón, Leonardo da Vinci dibuja el mundo. Y en el mundo que Leonardo dibuja, aparecen las tierras que ha encontrado Colón por los rumbos del ocaso. El artista las inventa, como antes ha inventado el avión, el tanque, el paracaídas y el submarino, y les da forma como antes ha encarnado el misterio de las vírgenes y la pasión de los santos: imagina el cuerpo de América, que todavía no se llama así, y la dibuja como tierra nueva y no como parte del Asia.

Colón, buscando el Levante, ha encontrado el Poniente. Leonardo adivina que el mundo ha crecido.

1506
Valladolid
El quinto viaje

Anoche ha dictado su último testamento. Esta mañana preguntó si había llegado el mensajero del rey. Después, se durmió. Se le escucharon disparates y quejidos. Todavía respira, pero respira bronco, como peleando contra el aire.
En la corte, nadie ha escuchado sus súplicas. Del tercer viaje había regresado preso, atado con cadenas, y en el cuarto viaje no había quién hiciera caso de sus títulos y dignidades.
Cristóbal Colón se va sabiendo que no hay pasión o gloria que no conduzca a la pena. No sabe, en cambio, que pocos años faltan para que el estandarte que él clavó, por vez primera, en las arenas del Caribe, ondule sobre el imperio de los aztecas, en tierras todavía desconocidas, y sobre el reino de los incas, bajo los desconocidos cielos de la Cruz del Sur. No sabe que se ha quedado corto en sus mentiras, promesas y delirios. El Almirante Mayor de la Mar Océana sigue creyendo
que ha llegado al Asia por la espalda.
No se llamará el océano mar de Colón. Tampoco llevará su nombre el nuevo mundo, sino el nombre de su amigo, el florentino Américo Vespucio, navegante y maestro de pilotos. Pero ha sido Colón quien ha encontrado ese deslumbrante color que no existía en el arcoiris europeo. Él, ciego, muere sin verlo.








1506
Tenochtitlán
El Dios universal

Moctezuma ha vencido en Teuctepec.
En los adoratorios, arden los fuegos. Resuenan los tambores. Uno tras otro, los prisioneros suben las gradas hacia la piedra redonda del sacrificio. El sacerdote les clava en el pecho el puñal de obsidiana, alza el corazón en el puño y lo muestra al sol que brota de los volcanes azules.
¿A qué dios se ofrece la sangre? El sol la exige, para nacer cada día y viajar de un horizonte al otro. Pero las ostentosas ceremonias de la muerte también sirven a otro dios, que no aparece en los códices ni en las canciones.
Si ese dios no reinara sobre el mundo, no habría esclavos ni amos, ni vasallos, ni colonias. Los mercaderes aztecas no podrían arrancar a los pueblos sometidos un diamante a cambio de un frijol, ni una esmeralda por un grano de maíz, ni oro por golosinas, ni cacao por piedras. Los cargadores no atravesarían la inmensidad del imperio en largas filas, llevando a las espaldas toneladas de tributos. Las gentes del pueblo osarían vestir túnicas de algodón y beberían chocolate y tendrían la audacia de lucir prohibidas plumas de quetzal y pulseras de oro y magnolias y orquídeas reservadas a los nobles. Caerían, entonces, las máscaras que ocultan los rostros de los jefes guerreros, el pico de águila, las fauces de tigre, los penachos de plumas que ondulan y brillan en el aire.
Están manchadas de sangre las escalinatas del templo mayor y los cráneos se acumulan en el centro de la plaza. No solamente para que se mueva el sol, no:también para que ese dios secreto decida en lugar de los hombres. En homenaje al mismo dios, al otro lado de la mar los inquisidores fríen a los herejes en las hogueras o los retuercen en las cámaras de tormento. Es el Dios del Miedo. El Dios del Miedo, que tiene dientes de rata y alas de buitre.

1511
Santo Domingo
La primera protesta
En la iglesia de troncos y techo de palma, Antonio de Montesinos, fraile dominico, está echando truenos por la boca. Desde el púlpito, denuncia el exterminio:
—¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis a los indios en tan cruel y
horrible servidumbre? ¿Acaso no se mueren, o por mejor decir los matáis, por sacar
oro cada día? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no
entendéis, esto no sentís?
Después Montesinos se abre paso, alta la cabeza, entre la muchedumbre atónita.
Crece un murmullo de furia.
No esperaban esto los labriegos extremeños y los pastores de Andalucía que han mentido sus nombres y sus historias y con un arcabuz oxidado en bandolera han partido, a la ventura, en busca de las montañas de oro y las princesas desnudas de este lado de la mar. Necesitaban una misa de perdón y consuelo los aventureros comprados con promesas en las gradas de la catedral de Sevilla, los capitanes comidos por las pulgas, veteranos de ninguna batalla, y los condenados que han tenido que elegir entre América y la cárcel o la horca.
—¡Será denunciado ante el rey Fernando! ¡Será expulsado!
Un hombre, aturdido, calla. Ha llegado a estas tierras hace nueve años.
Dueño de indios, de veneros de oro y sementeras, ha hecho buena fortuna. Se llama Bartolomé de Las Casas y pronto será el primer sacerdote ordenado en el Nuevo Mundo.


1514
Río Sinú
El requerimiento

Han navegado mucha mar y tiempo y están hartos de calores, selvas y mosquitos. Cumplen, sin embargo, las instrucciones del rey: no se puede atacar a los indígenas sin requerir, antes, su sometimiento. San Agustín autoriza la guerra contra quienes abusan de su libertad, porque en su libertad peligrarían no siendo domados; pero bien dice San Isidoro que ninguna guerra es justa sin previa declaración.
Antes de lanzarse sobre el oro, los granos de oro quizás grandes como huevos, el abogado Martín Fernández de Enciso lee con puntos y comas el ultimátum que el intérprete, a los tropezones, demorándose en la entrega, va traduciendo.
Enciso habla en nombre del rey don Fernando y de la reina, doña Juana, su hija, domadores de las gentes bárbaras. Hace saber a los indios del Sinú que Dios ha venido al mundo y ha dejado en su lugar a San Pedro, que San Pedro tiene por sucesor al Santo Padre y que el Santo Padre, Señor del Universo, ha hecho merced  al rey de Castilla de toda la tierra de las Indias y de esta península.
Los soldados se asan en las armaduras. Enciso, letra menuda y sílaba lenta, requiere a los indios que dejen estas tierras, pues no les pertenecen, y que si quieren quedarse a vivir aquí, paguen a Sus Altezas tributo de oro en señal de obediencia. El intérprete hace lo que puede.
Los dos caciques escuchan, sentados, sin parpadear, al raro personaje que les anuncia que en caso de negativa o demora les hará la guerra, los convertirá en esclavos y también a sus mujeres y a sus hijos y como tales los venderá y dispondrá de ellos, y que las muertes y los daños de esa justa guerra no serán culpa de los españoles.
Contestan los caciques, sin mirar a Enciso, que muy generoso con lo ajeno había sido el Santo Padre, que borracho debía estar cuando dispuso de lo que no era suyo, y que el rey de Castilla es un atrevido, porque viene a amenazar a quien no conoce.
Entonces, corre la sangre.
En lo sucesivo, el largo discurso se leerá en plena noche, sin intérprete y a media legua de las aldeas que serán asaltadas por sorpresa. Los indígenas, dormidos, no escucharán las palabras que los declaran culpables de los crímenes cometidos contra ellos.

1514
Santa María del Darién
Por amor de las frutas

Gonzalo Fernández de Oviedo, recién llegado, prueba las frutas del Nuevo Mundo.
La guayaba le parece muy superior a la manzana.
La guanábana es de hermosa vista y ofrece una pulpa blanca, aguanosa, de muy templado sabor, que por mucho que se coma no hace daño ni empacho.
El mamey tiene un sabor de relamerse y huele muy bien. No existe nada mejor, opina.
Pero muerde un níspero y le invade la cabeza un aroma que ni el almizcle iguala. El níspero es la mejor fruta, corrige, y no se halla cosa que se le pueda comparar.
Pela, entonces, una piña. La dorada piña huele como quisieran los duraznos y es capaz de abrir el apetito a quienes ya no recuerdan las ganas de comer. Oviedo no conoce palabras que merezcan decir sus virtudes. Se le alegran los ojos, la nariz, los dedos, la lengua. Ésta supera a todas, sentencia, como las plumas del pavo real resplandecen sobre las de cualquier ave.





1519
Tenochtitlán
Presagios del fuego, el agua, la tierra y el aire

Un día ya lejano, los magos volaron hasta la cueva de la madre del dios de la guerra. La bruja, que llevaba ocho siglos sin lavarse, no sonrió ni saludó. Aceptó, sin agradecer, las ofrendas, mantas, pieles, plumas, y escuchó con una mueca las noticias. México, informaron los magos, es señora y reina, y todas las ciudades están a su mandar. La vieja gruñó su único comentario: Los aztecas han derribado a los otros, dijo, y otros vendrán que derribarán a los aztecas.
Pasó el tiempo.
Desde hace diez años, se suceden los signos.
Una hoguera estuvo goteando fuego, desde el centro del cielo, durante toda una noche.
Un súbito fuego de tres colas se alzó desde el horizonte y voló al encuentro del sol.
Se suicidó la casa del dios de la guerra, se incendió a sí misma: le arrojaban cántaros de agua y el agua avivaba las llamas.
Otro templo fue quemado por un rayo, una tarde que no había tormenta.
La laguna donde tiene su asiento la ciudad, se hizo caldera que hervía. Las aguas se levantaron, candentes, altas de furia, y se llevaron las casas por delante y arrancaron hasta los cimientos.
Las redes de los pescadores alzaron un pájaro de color ceniza mezclado con los peces. En la cabeza del pájaro, había un espejo redondo. El emperador Moctezuma vio avanzar, en el espejo, un ejército de soldados que corrían sobre patas de venados y les escuchó los gritos de guerra. Luego, fueron castigados los magos que no supieron leer el espejo ni tuvieron ojos para ver los monstruos de dos cabezas que acosan, implacables, el sueño y la vigilia de Moctezuma. El emperador encerró a los magos en jaulas y los condenó a morir de hambre.
Cada noche, los alaridos de una mujer invisible sobresaltan a todos los que duermen en Tenochtitlán y en Tlatelolco. Hijitos míos, grita, ¡pues ya tenemos que irnos lejos! No hay pared que no atraviese el llanto de esa mujer: ¿Adonde nos iremos, hijitos míos?

Segura de la Frontera
La distribución de la riqueza

Hay murmuración y pelea en el campamento de los españoles. Los soldados no tienen más remedio que entregar las barras de oro salvadas del desastre. Quien algo esconda, será ahorcado.
Las barras provienen de las obras de los orfebres y los escultores de México. Antes de convertirse en botín y fundirse en lingotes, este oro fue serpiente a punto de morder, tigre a punto de saltar, águila a punto de volar o puñal que viborea y corre como río en el aire.
Cortés explica que este oro no es más que burbujas comparado con el que les espera. Retira la quinta parte para el rey, otra quinta parte para él, más lo que toca a su padre y al caballo que se le murió, y entrega a los capitanes casi todo lo que queda. Poco o nada reciben los soldados, que han lamido este oro, lo han mordido, lo han pesado en la palma de la mano, han dormido con él bajo la cabeza y le han contado sus sueños de revancha.
Mientras tanto, el hierro candente marca la cara de los esclavos indios recién capturados en Tepeaca y Huaquechula.
El aire huele a carne quemada.



1519
Tenochtitlán
La capital de los aztecas

Mudos de hermosura, los conquistadores cabalgan por la calzada. Tenochtitlán parece arrancada de las páginas de Amadís, cosas nunca oídas, ni vistas, ni aún soñadas... El sol se alza tras los volcanes, entra en la laguna y rompe en jirones la niebla que flota. La ciudad, calles, acequias, templos de altas torres, se despliega y fulgura. Una multitud sale a recibir a los invasores, en silencio y sin prisa, mientras infinitas canoas abren surcos en las aguas de cobalto.
Moctezuma llega en litera, sentado en suave piel de jaguar, bajo palio de oro, perlas y plumas verdes. Los señores del reino van barriendo el suelo que pisará.
Él da la bienvenida al dios Quetzalcóatl:
—Has venido a sentarte en tu trono —le dice—. Has venido entre nubes, entre nieblas. No te veo en sueños, no estoy soñando. A tu tierra has llegado...
Los que acompañan a Quetzalcóatl reciben guirnaldas de magnolias, rosas y girasoles, collares de flores en los cuellos, en los brazos, en los pechos: la flor del escudo y la flor del corazón, la flor del buen aroma y la muy amarilla.
Quetzalcóatl nació en Extremadura y desembarcó en tierras de América con un hatillo de ropa al hombro y un par de monedas en la bolsa. Tenía diecinueve años cuando pisó las piedras del muelle de Santo Domingo y preguntó: ¿Dónde está el oro? Ahora ha cumplido treinta y cuatro y es capitán de gran ventura. Viste armadura de hierro negro y conduce un ejército de jinetes, lanceros, ballesteros, escopeteros y perros feroces. Ha prometido a sus soldados: Yo os haré, en muy breve tiempo, los más ricos hombres de cuantos jamás han pasado a las Indias.
El emperador Moctezuma, que abre las puertas de Tenochtitlán, acabará pronto. De aquí a poco será llamado mujer de los españoles y morirá por las pedradas de su gente. El joven Cuauhtémoc ocupará su sitio. Él peleará.

Canto azteca del escudo

Sobre el escudo, la virgen dio a luz
al gran guerrero.
Sobre el escudo, la virgen dio a luz
al gran guerrero.
En la montaña de la serpiente, el vencedor.
Entre montañas,
con pintura de guerra
y con escudo de águila.
Nadie, por cierto, pudo hacerle frente.
La tierra se puso a dar vueltas
cuando él se pintó de guerra
y alzó él escudo.





1521
Tlatelolco
La espada de fuego

La sangre corre como agua y está acida de sangre el agua de beber. De comer no queda más que tierra. Se pelea casa por casa, sobre las ruinas y los muertos, de día y de noche. Ya va para tres meses de batalla sin treguas. Sólo se respira pólvora y náuseas de cadáver; pero todavía resuenan los atabales y los tambores en las últimas torres y los cascabeles en los tobillos de los últimos guerreros. No han cesado todavía los alaridos y las canciones que dan fuerza. Las últimas mujeres empuñan el hacha de los caídos y golpetean los escudos hasta caer arrasadas.
El emperador Cuauhtémoc llama al mejor de sus capitanes. Corona su cabeza con el búho de largas plumas, y en su mano derecha coloca la espada de fuego.
Con esta espada en el puño, el dios de la guerra había salido del vientre de su madre, allá en lo más remoto de los tiempos. Con esta serpiente de rayos de sol, Huitzilopochtli había decapitado a su hermana la luna y había hecho pedazos a sus cuatrocientos hermanos, las estrellas, porque no querían dejarlo nacer.
Cuauhtémoc ordena:
—Véanla nuestros enemigos y queden asombrados.
Se abre paso la espada de fuego. El capitán elegido avanza, solo, a través del humo y los escombros.
Lo derriban de un disparo de arcabuz.

1521
Tenochtitlán
El mundo está callado y llueve

De pronto, de golpe, acaban los gritos y los tambores. Hombres y dioses han sido derrotados. Muertos los dioses, ha muerto el tiempo. Muertos los hombres, la ciudad ha muerto. Ha muerto en su ley esta ciudad guerrera, la de los sauces blancos y los blancos juncos. Ya no vendrán a rendirle tributo, en las barcas a través de la niebla, los príncipes vencidos de todas las comarcas.
Reina un silencio que aturde. Y llueve. El cielo relampaguea y truena y durante toda la noche llueve.
Se apila el oro en grandes cestas. Oro de los escudos y de las insignias de guerra, oro de las máscaras de los dioses, colgajos de labios y de orejas, lunetas, dijes. Se pesa el oro y se cotizan los prisioneros. De un pobre es el precio, apenas, dos puñados de maíz. Los soldados arman ruedas de dados y naipes.
El fuego va quemando las plantas de los pies del emperador Cuauhtémoc, untadas de aceite, mientras el mundo está callado y llueve.













1522
Caminos de Santo Domingo
Pies
La rebelión, primera rebelión de los esclavos negros en América, ha sido aplastada. Había estallado en los molinos de azúcar de Diego Colón, el hijo del descubridor. En ingenios y plantaciones de toda la isla, se había propagado el incendio. Se habían alzado los negros y los pocos indios que quedaban vivos, armados de piedras y palos y lanzas de caña que se quebraron, furiosas, inútiles, contra las armaduras.
De las horcas, desparramadas por los caminos, penden ahora mujeres y hombres, jóvenes y viejos. A la altura de los ojos del caminante, cuelgan los pies.
Por los pies, el caminante podría reconocer a los castigados, adivinar cómo eran antes de que llegara la muerte. Entre estos pies de cuero, tajeados por el trabajo y los andares, hay pies del tiempo y pies del contratiempo; pies prisioneros y pies que bailan, todavía, amando a la tierra y llamando a la guerra.

1523
Cuzco
Huaina Cápac
Ante el sol que asoma, se echa en tierra y humilla la frente. Recoge con las manos los primeros rayos y se los lleva a la boca y bebe la luz.
Después, se alza y queda de pie. Mira fijo al sol, sin parpadear.
A espaldas de Huaina Cápac, sus muchas mujeres aguardan con la cabeza gacha. Esperan también, en silencio, los muchos príncipes. El Inca está mirando al sol, lo mira de igual a igual, y un murmullo de escándalo crece entre los sacerdotes.
Han pasado muchos años desde el día en que Huaina Cápac, hijo del padre resplandeciente, subió al trono con el título de poderoso y joven jefe rico en virtudes. Él ha extendido el imperio mucho más allá de las fronteras de sus antepasados. Ganoso de poder, descubridor, conquistador, Huaina Cápac ha conducido sus ejércitos desde la selva amazónica hasta las alturas de Quito y desde
el Chaco hasta las costas de Chile. A golpes de hacha y vuelo de flechas, se ha hecho dueño de nuevas montañas y llanuras y arenales. No hay quien no sueñe con
él ni existe quien no lo tema en este reino que es, ahora, más grande que Europa.
De Huaina Cápac dependen los pastos, el agua y las personas. Por su voluntad se han movido la cordillera y los gentíos. En este imperio que no conoce la rueda, él ha mandado construir edificios, en Quito, con piedras del Cuzco, para que en el futuro se entienda su grandeza y su palabra sea creída por los hombres.
El Inca está mirando fijo al sol. No por desafío, como temen los sacerdotes, sino por piedad. Huaina Cápac siente lástima del sol, porque siendo el sol su padre y el padre de todos los incas desde lo antiguo de las edades, no tiene derecho a la fatiga ni al aburrimiento. El sol jamás descansa ni juega ni olvida. No puede faltar a la cita de cada día y a través del cielo recorre, hoy, el camino de ayer y de mañana.
Mientras contempla el sol, Huaina Cápac decide: «Pronto moriré».





1522
Sevilla
El más largo viaje jamás realizado
Nadie los creía vivos, pero llegaron anoche. Arrojaron el ancla y dispararon toda su artillería. No desembarcaron en seguida ni se dejaron ver. Al amanecer aparecieron sobre las piedras del muelle. Temblando y en andrajos, entraron en Sevilla con hachones encendidos en las manos. La multitud abrió paso, atónita, a esta procesión de esperpentos encabezada por Juan Sebastián de Elcano.
Avanzaban tambaleándose, apoyándose los unos en los otros, de iglesia en iglesia, pagando promesas, siempre perseguidos por el gentío. Iban cantando.
Habían partido hace tres años, río abajo, en cinco naves airosas que tomaron rumbo al oeste. Eran un montón de hombres a la ventura, venidos de todas partes, que se habían dado cita para buscar, juntos, el paso entre los océanos y la fortuna y la gloria. Eran todos fugitivos; se hicieron a la mar huyendo de la pobreza, del amor, de la cárcel o de la horca.
Los sobrevivientes hablan, ahora, de tempestades, crímenes y maravillas. Han visto mares y tierras que no tenían mapa ni nombre; han atravesado seis veces la zona donde el mundo hierve, sin quemarse nunca. Al sur han encontrado nieve azul y en el cielo, cuatro estrellas en cruz. Han visto al sol y a la luna andar al revés y a los peces volar. Han escuchado hablar de mujeres que preña el viento y han conocido unos pájaros negros, parecidos a los cuervos, que se precipitan en las fauces abiertas de las ballenas y les devoran el corazón. En una isla muy remota, cuentan, habitan personitas de medio metro de alto, que tienen orejas que les llegan a los pies. Tan largas son las orejas que cuando se acuestan, una les sirve de colchón y la otra de manta. Y cuentan que cuando los indios de las Molucas vieron llegar a la playa las chalupas desprendidas de las naves, creyeron que las chalupas eran hijitas de las naves, que las naves las parían y les daban de mamar.
Los sobrevivientes cuentan que en el sur del sur, donde se abren las tierras y se abrazan los océanos, los indios encienden altas hogueras, día y noche, para no morirse de frío. Esos son indios tan gigantes que nuestras cabezas, cuentan,  apenas si les llegaban a la cintura. Magallanes, el jefe de la expedición, atrapó a dos poniéndoles unos grilletes de hierro como adorno de los tobillos y las muñecas; pero después uno murió de escorbuto y el otro de calor.
Cuentan que no han tenido más remedio que beber agua podrida, tapándose las narices, y que han comido aserrín, cueros y carne de las ratas que venían a disputarles las últimas galletas agusanadas. A los que se morían de hambre los arrojaban por la borda, y como no había piedras para atarles, quedaban los cadáveres flotando sobre las aguas: los europeos, cara al cielo, y los indios boca abajo. Cuando llegaron a las Molucas, un marinero cambió a los indios seis aves por un naipe, el rey de oros, pero no pudo probar bocado de tan hinchadas que tenía las encías.
Ellos han visto llorar a Magallanes. Han visto lágrimas en los ojos del duro navegante portugués Fernando de Magallanes, cuando las naves entraron en el océano jamás atravesado por ningún europeo. Y han sabido de las furias terribles de Magallanes, cuando hizo decapitar y descuartizar a dos capitanes sublevados y abandonó en el desierto a otros alzados. Magallanes es ahora un trofeo de carroña en manos de los indígenas de las Filipinas que le clavaron en la pierna una flecha envenenada.
De los doscientos treinta y siete marineros y soldados que salieron de Sevilla hace tres años, han regresado dieciocho. Llegaron en una sola nave quejumbrosa, que tiene la quilla carcomida y hace agua por los cuatro costados.
Los sobrevivientes. Estos muertos de hambre que acaban de dar la vuelta al mundo por primera vez.

Consejos de los viejos sabios aztecas
Ahora que ya miras con tus ojos,
date cuenta.
Aquí, es así: no hay alegría,
no hay felicidad.
Aquí en la tierra es el lugar del mucho llanto,
el lugar donde se rinde el aliento
y donde bien se conoce
el abatimiento y la amargura.
Un viento de obsidiana sopla y se abate
sobre nosotros.
La tierra es lugar de alegría penosa,
de alegría que punza.
Pero aunque así fuera,
aunque fuera verdad que sólo se sufre,
aunque así fueran las cosas en la tierra,
¿habrá que estar siempre con miedo?
¿habrá que estar siempre temblando?
¿habrá que vivir siempre llorando?
Para que no andemos siempre gimiendo,
para que nunca nos sature la tristeza,
el Señor Nuestro nos ha dado
la risa, el sueño, los alimentos,
nuestra fuerza,
y finalmente
el acto del amor
que siembra gentes.
1562
Maní
Se equivoca el fuego
Fray Diego de Landa arroja a las llamas, uno tras otro, los libros de los mayas.
El inquisidor maldice a Satanás y el fuego crepita y devora. Alrededor del quemadero, los herejes aúllan cabeza abajo. Colgados de los pies, desollados a latigazos, los indios reciben baños de cera hirviente mientras crecen las llamaradas y crujen los libros, como quejándose.
Esta noche se convierten en cenizas ocho siglos de literatura maya. En estos largos pliegos de papel de corteza, hablaban los signos y las imágenes: contaban  los trabajos y los días, los sueños y las guerras de un pueblo nacido antes que Cristo. Con pinceles de cerdas de jabalí, los sabedores de cosas habían pintado estos libros alumbrados, alumbradores, para que los nietos de los nietos no fueran ciegos y supieran verse y ver la historia de los suyos, para que conocieran el movimiento de las estrellas, la frecuencia de los eclipses y las profecías de los dioses, y para que pudieran llamar a las lluvias y a las buenas cosechas de maíz.
Al centro, el inquisidor quema los libros. En torno de la hoguera inmensa, castiga a los lectores. Mientras tanto, los autores, artistas-sacerdotes muertos hace años o hace siglos, beben chocolate a la fresca sombra del primer árbol del mundo.
Ellos están en paz, porque han muerto sabiendo que la memoria no se incendia.
¿Acaso no se cantará y se danzará, por los tiempos de los tiempos, lo que ellos habían pintado?
Cuando le queman sus casitas de papel, la memoria encuentra refugio en las bocas que cantan las glorias de los hombres y los dioses, cantares que de gente en gente quedan, y en los cuerpos que danzan al son de los troncos huecos, los caparazones de tortuga y las flautas de caña.El tiempo
El tiempo de los mayas nació y tuvo nombre cuando no existía el cielo ni había despertado todavía la tierra.
Los días partieron del oriente y se echaron a caminar.
El primer día sacó de sus entrañas al cielo y a la tierra.
El segundo día hizo la escalera por donde baja la lluvia.
Obras del tercero fueron los ciclos de la mar y de la tierra y la muchedumbre de las cosas.
Por voluntad del cuarto día, la tierra y el cielo se inclinaron y pudieron encontrarse.
El quinto día decidió que todos trabajaran.
Del sexto salió la primera luz.
En los lugares donde no había nada, el séptimo día puso tierra. El octavo clavó en la tierra sus manos y sus pies.
El noveno día creó los mundos inferiores. El décimo día destinó los mundos inferiores a quienes tienen veneno en el alma.
Dentro del sol, el undécimo día modeló la piedra y el árbol.
Fue el duodécimo quien hizo el viento. Sopló viento y lo llamó espíritu, porque no había muerte dentro de él.
El décimotercer día mojó la tierra y con barro amasó un cuerpo como el nuestro.
Así se recuerda en Yucatán.
Las nubes
Nube dejó caer una gota de lluvia sobre el cuerpo de una mujer. A los nueve meses, ella tuvo mellizos.
Cuando crecieron, quisieron saber quién era su padre.
—Mañana por la mañana —dijo ella—, miren hacia el oriente. Allá lo verán, erguido en el cielo como una torre.
A través de la tierra y del cielo, los mellizos caminaron en busca de su padre.
Nube desconfió y exigió:
—Demuestren que son mis hijos.
Uno de los mellizos envió a la tierra un relámpago. El otro, un trueno. Como Nube todavía dudaba, atravesaron una inundación y salieron intactos.
Entonces Nube les hizo un lugar a su lado, entre sus muchos hermanos y sobrinos.

La lluvia
En la región de los grandes lagos del norte, una niña descubrió de pronto que estaba viva. El asombro del mundo le abrió los ojos y partió a la ventura.
Persiguiendo las huellas de los cazadores y los leñadores de la nación menomini, llegó a una gran cabaña de troncos. Allí vivían diez hermanos, los pájaros del trueno, que le ofrecieron abrigo y comida.
Una mala mañana, mientras la niña recogía agua del manantial, una serpiente peluda la atrapó y se la llevó a las profundidades de una montaña de roca. Las serpientes estaban a punto de devorarla cuando la niña cantó.
Desde muy lejos, los pájaros del trueno escucharon el llamado. Atacaron con el rayo la montaña rocosa, rescataron a la prisionera y mataron a las serpientes.
Los pájaros del trueno dejaron a la niña en la horqueta de un árbol.
—Aquí vivirás —le dijeron—. Vendremos cada vez que cantes.
Cuando llama la ranita verde desde el árbol, acuden los truenos y llueve sobre el mundo.




La noche
El sol nunca cesaba de alumbrar y los indios cashinahua no conocían la dulzura del descanso.
Muy necesitados de paz, exhaustos de tanta luz, pidieron prestada la noche al ratón.
Se hizo oscuro, pero la noche del ratón alcanzó apenas para comer y fumar un rato frente al fuego. El amanecer llegó no bien los indios se acomodaron en las hamacas.
Probaron entonces la noche del tapir. Con la noche del tapir, pudieron dormir a pierna suelta y disfrutaron el largo sueño tan esperado. Pero cuando despertaron, había pasado tanto tiempo que las malezas del monte habían invadido sus cultivos y aplastado sus casas.
Después de mucho buscar, se quedaron con la noche del tatú. Se la pidieron prestada y no se la devolvieron jamás.
El tatú, despojado de la noche, duerme durante el día.
Las semillas
Pachacamac, que era hijo del sol, hizo a un hombre y a una mujer en los arenales de Lurín.
No había nada que comer y el hombre se murió de hambre. Estaba la mujer agachada, escarbando en busca de raíces, cuando el sol entró en ella y le hizo un hijo.
Pachacamac, celoso, atrapó al recién nacido y lo descuartizó. Pero en seguida se arrepintió, o tuvo miedo de la cólera de su padre el sol, y regó por el mundo los pedacitos de su hermano asesinado.
De los dientes del muerto, brotó entonces el maíz; y la yuca de las costillas y los huesos. La sangre hizo fértiles las tierras y de la carne sembrada surgieron árboles de fruta y sombra.
Así encuentran comida las mujeres y los hombres que nacen en estas costas, donde no llueve nunca.

El maíz
Los dioses hicieron de barro a los primeros mayas-quichés. Poco duraron.
Eran blandos, sin fuerza; se desmoronaron antes de caminar.
Luego probaron con la madera. Los muñecos de palo hablaron y anduvieron, pero eran secos: no tenían sangre ni sustancia, memoria ni rumbo. No sabían hablar con los dioses, o no encontraban nada que decirles.
Entonces los dioses hicieron de maíz a las madres y a los padres. Con maíz amarillo y maíz blanco amasaron su carne.
Las mujeres y los hombres de maíz veían tanto como los dioses. Su mirada se extendía sobre el mundo entero.
Los dioses echaron un vaho y les dejaron los ojos nublados para siempre, porque no querían que las personas vieran más allá del horizonte.

La lengua del Paraíso

Los guaraos, que habitan los suburbios del Paraíso Terrenal, llaman al arcoíris serpiente de collares y mar de arriba al firmamento. El rayo es el resplandor de la lluvia. El amigo, mi otro corazón. El alma, el sol del pecho. La lechuza, el amo de la noche oscura. Para decir «bastón» dicen nieto continuo; y para decir «perdono», dicen olvido.





La autoridad
En épocas remotas, las mujeres se sentaban en la proa de la canoa y los hombres en la popa. Eran las mujeres quienes cazaban y pescaban. Ellas salían de las aldeas y volvían cuando podían o querían. Los hombres montaban las chozas, preparaban la comida, mantenían encendidas las fogatas contra el frío, cuidaban a los hijos y curtían las pieles de abrigo.
Así era la vida entre los indios onas y los yaganes, en la Tierra del Fuego, hasta que un día los hombres mataron a todas las mujeres y se pusieron las máscaras que las mujeres habían inventado para darles terror.
Solamente las niñas recién nacidas se salvaron del exterminio. Mientras ellas crecían, los asesinos les decían y les repetían que servir a los hombres era su destino. Ellas lo creyeron. También lo creyeron sus hijas y las hijas de sus hijas.

El poder
En las tierras donde nace el río Juruá, el Mezquino era el dueño del maíz.
Entregaba asados los granos, para que nadie pudiera sembrarlos.
Fue la lagartija quien pudo robarle un grano crudo. El Mezquino la atrapó y le desgarró la boca y los dedos de las manos y de los pies; pero ella había sabido esconder el granito detrás de la última muela. Después, la lagartija escupió el grano crudo en la tierra de todos. Las desgarraduras le dejaron esa boca enorme y esos dedos larguísimos.
El Mezquino era también dueño del fuego. El loro se le acercó y se puso a llorar a grito pelado. El Mezquino le arrojaba cuanta cosa tenía a mano y el lorito esquivaba los proyectiles, hasta que vio venir un tizón encendido. Entonces aferró el tizón con su pico, que era enorme como pico de tucán, y huyó por los aires. Voló perseguido por una estela de chispas. La brasa, avivada por el viento, le iba quemando el pico; pero ya había llegado al bosque cuando el Mezquino batió su tambor y desencadenó un diluvio.
El loro alcanzó a poner el tizón candente en el hueco de un árbol, lo dejó al cuidado de los demás pájaros y salió a mojarse bajo la lluvia violenta. El agua le alivió los ardores. En su pico, que quedó corto y curvo, se ve la huella blanca de la quemadura. Los pájaros protegieron con sus cuerpos el fuego robado.

La guerra
Al amanecer, el llamado del cuerno anunció, desde la montaña, que era la hora de los arcos y las cerbatanas.
A la caída de la noche, de la aldea no quedaba más que humo.
Un hombre pudo tumbarse, inmóvil, entre los muertos. Untó su cuerpo con sangre y esperó. Fue el único sobreviviente del pueblo palawiyang.
Cuando los enemigos se retiraron, ese hombre se levantó. Contempló su mundo arrasado. Caminó por entre la gente que había compartido con él el hambre y la comida. Buscó en vano alguna persona o cosa que no hubiera sido aniquilada.
Ese espantoso silenció lo aturdía. Lo mareaba el olor del incendio y la sangre.
Sintió asco de estar vivo y volvió a echarse entre los suyos.
Con las primeras luces, llegaron los buitres. En ese hombre sólo había niebla y ganas de dormir y dejarse devorar.
Pero la hija del cóndor se abrió paso entre los pajarracos que volaban en círculos. Batió recia las alas y se lanzó en picada.
Él se agarró a sus patas y la hija del cóndor lo llevó lejos.



Los peregrinos
Los mayas-quichés vinieron desde el oriente.
Cuando recién llegaron a las nuevas tierras, con sus dioses cargados a la espalda, tuvieron miedo de que no hubiera amanecer. Ellos habían dejado la alegría allá en Tulán y habían quedado sin aliento al cabo de la larga y penosa travesía.
Esperaron al borde del bosque de Izmachí, quietos, todos reunidos, sin que nadie se sentara ni se echara a descansar. Pero pasaba el tiempo y no acababa la negrura.
El lucero anunciador apareció, por fin, en el cielo.
Los quichés se abrazaron y bailaron; y después, dice el libro sagrado, el sol se alzó como un hombre.
Desde esa vez, los quichés acuden, al fin de cada noche, a recibir al lucero del alba y a ver el nacimiento del sol. Cuando el sol está a punto de asomar, dicen:
—De allá venimos.

La tierra prometida
Maldormidos, desnudos, lastimados, caminaron noche y día durante más de dos siglos. Iban buscando el lugar donde la tierra se tiende entre cañas y juncias.
Varias veces se perdieron, se dispersaron y volvieron a juntarse. Fueron volteados por los vientos y se arrastraron atándose los unos a los otros, golpeándose, empujándose; cayeron de hambre y se levantaron y nuevamente cayeron y se levantaron. En la región de los volcanes, donde no crece la hierba, comieron carne de reptiles.
Traían la bandera y la capa del dios que había hablado a los sacerdotes, durante el sueño, y había prometido un reino de oro y plumas de quetzal:
Sujetaréis de mar a mar a todos los pueblos y ciudades, había anunciado el dios, y no será por hechizo, sino por ánimo del corazón y valentía de los brazos.
Cuando se asomaron a la laguna luminosa, bajo el sol del mediodía, los aztecas lloraron por primera vez. Allí estaba la pequeña isla de barro: sobre el nopal, más alto que los juncos y las pajas bravas, extendía el águila sus alas.
Al verlos llegar, el águila humilló la cabeza. Estos parias, apiñados en la orilla de la laguna, mugrientos, temblorosos, eran los elegidos, los que en tiempos remotos habían nacido de las bocas de los dioses.
Huitzilopochtli les dio la bienvenida:
—Éste es el lugar de nuestro descanso y nuestra grandeza —resonó la voz—. Mando que se llame Tenochtitlán la ciudad que será reina y señora de todas las demás. ¡México es aquí!

El profeta
Echado en la estera, boca arriba, el sacerdote-jaguar de Yucatán escuchó el mensaje de los dioses. Ellos le hablaron a través del tejado, montados a horcajadas
sobre su casa, en un idioma que nadie más entendía.
Chilam Balam, el que era boca de los dioses, recordó lo que todavía no había
ocurrido:
—Dispersados serán por el mundo las mujeres que cantan y los hombres que
cantan y todos los que cantan... Nadie se librará, nadie se salvará... Mucha miseria
habrá en los años del imperio de la codicia. Los hombres, esclavos han de hacerse.
Triste estará el rostro del sol... Se despoblará el mundo, se hará pequeño y
humillado...


1492
La mar océana
La ruta del sol hacia las Indias
Están los aires dulces y suaves, como en la primavera de Sevilla, y parece la mar un río Guadalquivir, pero no bien sube la marea se marean y vomitan, apiñados en los castillos de proa, los hombres que surcan, en tres barquitos remendados, la mar incógnita. Mar sin marco. Hombres, gotitas al viento. ¿Y si no los amara la mar? Baja la noche sobre las carabelas. ¿Adonde los arrojará el viento? Salta a bordo un dorado, que venía persiguiendo a un pez volador, y se multiplica el pánico. No siente la marinería el sabroso aroma de la mar un poco picada, ni escucha la algarabía de las gaviotas y los alcatraces que vienen desde el poniente. En el horizonte, ¿empieza el abismo? En el horizonte, ¿se acaba la mar?
Ojos afiebrados de marineros curtidos en mil viajes, ardientes ojos de presos arrancados de las cárceles andaluzas y embarcados a la fuerza: no ven los ojos esos reflejos anunciadores de oro y plata en la espuma de las olas, ni los pájaros de
campo y río que vuelan sin cesar sobre las naves, ni los juncos verdes y las ramas forradas de caracoles que derivan atravesando los sargazos. Al fondo del abismo, ¿arde el infierno? ¿A qué fauces arrojarán los vientos alisios a estos hombrecitos?
Ellos miran las estrellas, buscando a Dios, pero el cielo es tan inescrutable como esta mar jamás navegada. Escuchan que ruge la mar, la mare, madre mar, ronca voz que contesta al viento frases de condenación eterna, tambores del misterio resonando desde las profundidades: se persignan y quieren rezar y balbucean: «Esta noche nos caemos del mundo, esta noche nos caemos del mundo.»

1492
Guanahaní
Colón
Cae de rodillas, llora, besa el suelo. Avanza, tambaleándose porque lleva más de un mes durmiendo poco o nada, y a golpes de espada derriba unos ramajes. Después, alza el estandarte. Hincado, ojos al cielo, pronuncia tres veces los nombres de Isabel y Fernando. A su lado, el escribano Rodrigo de Escobedo, hombre de letra lenta, levanta el acta.
Todo pertenece, desde hoy, a esos reyes lejanos: el mar de corales, las arenas, las rocas verdísimas de musgo, los bosques, los papagayos y estos hombres de piel de laurel que no conocen todavía la ropa, la culpa ni el dinero y que contemplan, aturdidos, la escena.
Luis de Torres traduce al hebreo las preguntas de Cristóbal Colón:
—¿Conocéis vosotros el Reino del Gran Kahn? ¿De dónde viene el oro que lleváis colgado de las narices y las orejas?
Los hombres desnudos lo miran, boquiabiertos, y el intérprete prueba suerte con el idioma caldeo, que algo conoce:
—¿Oro? ¿Templos? ¿Palacios? ¿Rey de reyes? ¿Oro?
Y luego intenta la lengua arábiga, lo poco que sabe:
—¿Japón? ¿China? ¿Oro?
El intérprete se disculpa ante Colón en la lengua de Castilla. Colón maldice en genovés, y arroja al suelo sus cartas credenciales, escritas en latín y dirigidas al Gran Kahn. Los hombres desnudos asisten a la cólera del forastero de pelo rojo y piel cruda, que viste capa de terciopelo y ropas de mucho lucimiento.
Pronto se correrá la voz por las islas:
—¡Vengan a ver a los hombres que llegaron del cielo! ¡Tráiganles de comer y
de beber!


1493
Barcelona
Día de gloria

Lo anuncian las trompetas de los heraldos. Se echan al vuelo las campanas y los tambores redoblan alegrías.
El Almirante, recién vuelto de las Indias, sube la escalera de piedra y avanza sobre el tapiz carmesí, entre los relumbres de seda de la corte que lo aplaude. El hombre que ha realizado las profecías de los santos y los sabios llega al estrado, se hinca y besa las manos de la reina y el rey.
Desde atrás, irrumpen los trofeos. Centellean sobre las bandejas las piezas de oro que Colón cambió por espejitos y bonetes colorados en los remotos jardines recién brotados de la mar.
Sobre ramajes y hojarascas, desfilan las pieles de lagartos y serpientes; y detrás entran, temblando, llorando, los seres jamás vistos. Son los pocos que todavía sobreviven al resfrío, al sarampión y al asco por la comida y por el mal olor de los cristianos. No vienen desnudos, como estaban cuando se acercaron a las tres carabelas y fueron atrapados. Han sido recién cubiertos por calzones, camisolas y unos cuantos papagayos que les han puesto en las manos y sobre las cabezas y los hombros. Los papagayos, desplumados por los malos vientos del viaje, parecen tan moribundos como los hombres. De las mujeres y los niños capturados, no ha quedado ni uno.
Se escuchan malos murmullos en el salón. El oro es poco y por ningún lado se ve pimienta negra, ni nuez moscada, ni clavo, ni jengibre; y Colón no ha traído sirenas barbudas ni hombres con rabo, de esos que tienen un solo ojo y un único pie, tan grande el pie que alzándolo se protegen de los soles violentos.

1493
Huexotzingo
¿Dónde está lo verdadero, lo que tiene raíz?

Ésta es la ciudad de la música, no de la guerra: Huexotzingo, en el valle de Tlaxcala. Dos por tres, los aztecas la asaltan, la lastiman, le arrancan prisioneros para sacrificar ante sus dioses.
Tecayehuatzin, rey de Huexotzingo, ha reunido esta tarde a los poetas de otras comarcas.
En los jardines del palacio, conversan los poetas sobre las flores y los cantos que desde el interior del cielo vienen a la tierra, región del momento fugaz, y que sólo perduran allá en la casa del Dador de la vida. Conversan y dudan los poetas:

¿Son acaso verdaderos los hombres?
¿Será mañana todavía verdadero
nuestro canto?
Se suceden las voces. Cuando cae la noche, el rey de Huexotzingo agradece y
dice adiós:
Sabemos que son verdaderos
los corazones de nuestros amigos.








1495
Salamanca
La primera palabra venida de América
Elio Antonio de Nebrija, sabio en lenguas, publica aquí su «Vocabulario español-latino». El diccionario incluye el primer americanismo de la lengua castellana: Canoa: Nave de un madero.
La nueva palabra viene desde las Antillas.
Esas barcas sin vela, nacidas de un tronco de ceiba, dieron la bienvenida a Cristóbal Colón. En canoas llegaron desde las islas, remando, los hombres de largo pelo negro y cuerpos labrados de signos bermejos. Se acercaron a las carabelas, ofrecieron agua dulce y cambiaron oro por sonajas de latón de ésas que en Castilla valen un maravedí.

1495
La Isabela
Caonabó
Absorto, ausente, está el prisionero sentado a la entrada de la casa de Cristóbal Colón. Tiene grillos de hierro en los tobillos y las esposas le atrapan las muñecas.
Caonabó fue quien redujo a cenizas el fortín de Navidad, que el Almirante había levantado cuando descubrió esta isla de Haití. Incendió el fortín y mató a sus ocupantes. Y no sólo a ellos: en estos dos años largos, ha castigado a flechazos a cuantos españoles pudo encontrar en su comarca de la sierra de Cibao, por andar cazando oro y gente.
Alonso de Ojeda, veterano de las guerras contra los moros, fue a visitarlo en son de paz. Lo invitó a subir a su caballo y le puso estas esposas de metal bruñido que le atan las manos, diciéndole que ésas eran las joyas que usaban los reyes de Castilla en sus bailes y festejos.
Ahora el cacique Caonabó pasa los días sentado junto a la puerta, con la mirada fija en la lengua de luz que al amanecer invade el piso de tierra y al atardecer, de a poquito, se retira. No mueve una pestaña cuando Colón pasa por allí. En cambio, cuando aparece Ojeda, se las arregla para pararse y saluda con una reverencia al único hombre que lo ha vencido.

El sacrilegio
Bartolomé Colón, hermano y lugarteniente de Cristóbal, asiste al incendio de carne humana.
Seis hombres estrenan el quemadero de Haití. El humo hace toser. Los seis están ardiendo por castigo y escarmiento: han hundido bajo tierra las imágenes de Cristo y la Virgen que fray Ramón Pane les había dejado para su protección y consuelo. Fray Ramón les había enseñado a orar de rodillas, a decir Avemaría y Paternóster y a invocar el nombre de Jesús ante la tentación, la lastimadura y la muerte.
Nadie les ha preguntado por qué enterraron las imágenes. Ellos esperaban que los nuevos dioses fecundaran las siembras de maíz, yuca, boniatos y frijoles.
El fuego agrega calor al calor húmedo, pegajoso, anunciador de lluvia fuerte.






1500
Florencia
Leonardo

Acaba de volver del mercado con varias jaulas a cuestas. Las coloca en el balcón, abre las puertitas y huyen los pájaros. Mira los pájaros perdiéndose en el cielo, aleteos, alegrías, y después se sienta a trabajar.
El sol del mediodía le calienta la mano. Sobre un amplio cartón, Leonardo da Vinci dibuja el mundo. Y en el mundo que Leonardo dibuja, aparecen las tierras que ha encontrado Colón por los rumbos del ocaso. El artista las inventa, como antes ha inventado el avión, el tanque, el paracaídas y el submarino, y les da forma como antes ha encarnado el misterio de las vírgenes y la pasión de los santos: imagina el cuerpo de América, que todavía no se llama así, y la dibuja como tierra nueva y no como parte del Asia.

Colón, buscando el Levante, ha encontrado el Poniente. Leonardo adivina que el mundo ha crecido.

1506
Valladolid
El quinto viaje

Anoche ha dictado su último testamento. Esta mañana preguntó si había llegado el mensajero del rey. Después, se durmió. Se le escucharon disparates y quejidos. Todavía respira, pero respira bronco, como peleando contra el aire.
En la corte, nadie ha escuchado sus súplicas. Del tercer viaje había regresado preso, atado con cadenas, y en el cuarto viaje no había quién hiciera caso de sus títulos y dignidades.
Cristóbal Colón se va sabiendo que no hay pasión o gloria que no conduzca a la pena. No sabe, en cambio, que pocos años faltan para que el estandarte que él clavó, por vez primera, en las arenas del Caribe, ondule sobre el imperio de los aztecas, en tierras todavía desconocidas, y sobre el reino de los incas, bajo los desconocidos cielos de la Cruz del Sur. No sabe que se ha quedado corto en sus mentiras, promesas y delirios. El Almirante Mayor de la Mar Océana sigue creyendo
que ha llegado al Asia por la espalda.
No se llamará el océano mar de Colón. Tampoco llevará su nombre el nuevo mundo, sino el nombre de su amigo, el florentino Américo Vespucio, navegante y maestro de pilotos. Pero ha sido Colón quien ha encontrado ese deslumbrante color que no existía en el arcoiris europeo. Él, ciego, muere sin verlo.








1506
Tenochtitlán
El Dios universal

Moctezuma ha vencido en Teuctepec.
En los adoratorios, arden los fuegos. Resuenan los tambores. Uno tras otro, los prisioneros suben las gradas hacia la piedra redonda del sacrificio. El sacerdote les clava en el pecho el puñal de obsidiana, alza el corazón en el puño y lo muestra al sol que brota de los volcanes azules.
¿A qué dios se ofrece la sangre? El sol la exige, para nacer cada día y viajar de un horizonte al otro. Pero las ostentosas ceremonias de la muerte también sirven a otro dios, que no aparece en los códices ni en las canciones.
Si ese dios no reinara sobre el mundo, no habría esclavos ni amos, ni vasallos, ni colonias. Los mercaderes aztecas no podrían arrancar a los pueblos sometidos un diamante a cambio de un frijol, ni una esmeralda por un grano de maíz, ni oro por golosinas, ni cacao por piedras. Los cargadores no atravesarían la inmensidad del imperio en largas filas, llevando a las espaldas toneladas de tributos. Las gentes del pueblo osarían vestir túnicas de algodón y beberían chocolate y tendrían la audacia de lucir prohibidas plumas de quetzal y pulseras de oro y magnolias y orquídeas reservadas a los nobles. Caerían, entonces, las máscaras que ocultan los rostros de los jefes guerreros, el pico de águila, las fauces de tigre, los penachos de plumas que ondulan y brillan en el aire.
Están manchadas de sangre las escalinatas del templo mayor y los cráneos se acumulan en el centro de la plaza. No solamente para que se mueva el sol, no:también para que ese dios secreto decida en lugar de los hombres. En homenaje al mismo dios, al otro lado de la mar los inquisidores fríen a los herejes en las hogueras o los retuercen en las cámaras de tormento. Es el Dios del Miedo. El Dios del Miedo, que tiene dientes de rata y alas de buitre.

1511
Santo Domingo
La primera protesta
En la iglesia de troncos y techo de palma, Antonio de Montesinos, fraile dominico, está echando truenos por la boca. Desde el púlpito, denuncia el exterminio:
—¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis a los indios en tan cruel y
horrible servidumbre? ¿Acaso no se mueren, o por mejor decir los matáis, por sacar
oro cada día? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no
entendéis, esto no sentís?
Después Montesinos se abre paso, alta la cabeza, entre la muchedumbre atónita.
Crece un murmullo de furia.
No esperaban esto los labriegos extremeños y los pastores de Andalucía que han mentido sus nombres y sus historias y con un arcabuz oxidado en bandolera han partido, a la ventura, en busca de las montañas de oro y las princesas desnudas de este lado de la mar. Necesitaban una misa de perdón y consuelo los aventureros comprados con promesas en las gradas de la catedral de Sevilla, los capitanes comidos por las pulgas, veteranos de ninguna batalla, y los condenados que han tenido que elegir entre América y la cárcel o la horca.
—¡Será denunciado ante el rey Fernando! ¡Será expulsado!
Un hombre, aturdido, calla. Ha llegado a estas tierras hace nueve años.
Dueño de indios, de veneros de oro y sementeras, ha hecho buena fortuna. Se llama Bartolomé de Las Casas y pronto será el primer sacerdote ordenado en el Nuevo Mundo.


1514
Río Sinú
El requerimiento

Han navegado mucha mar y tiempo y están hartos de calores, selvas y mosquitos. Cumplen, sin embargo, las instrucciones del rey: no se puede atacar a los indígenas sin requerir, antes, su sometimiento. San Agustín autoriza la guerra contra quienes abusan de su libertad, porque en su libertad peligrarían no siendo domados; pero bien dice San Isidoro que ninguna guerra es justa sin previa declaración.
Antes de lanzarse sobre el oro, los granos de oro quizás grandes como huevos, el abogado Martín Fernández de Enciso lee con puntos y comas el ultimátum que el intérprete, a los tropezones, demorándose en la entrega, va traduciendo.
Enciso habla en nombre del rey don Fernando y de la reina, doña Juana, su hija, domadores de las gentes bárbaras. Hace saber a los indios del Sinú que Dios ha venido al mundo y ha dejado en su lugar a San Pedro, que San Pedro tiene por sucesor al Santo Padre y que el Santo Padre, Señor del Universo, ha hecho merced  al rey de Castilla de toda la tierra de las Indias y de esta península.
Los soldados se asan en las armaduras. Enciso, letra menuda y sílaba lenta, requiere a los indios que dejen estas tierras, pues no les pertenecen, y que si quieren quedarse a vivir aquí, paguen a Sus Altezas tributo de oro en señal de obediencia. El intérprete hace lo que puede.
Los dos caciques escuchan, sentados, sin parpadear, al raro personaje que les anuncia que en caso de negativa o demora les hará la guerra, los convertirá en esclavos y también a sus mujeres y a sus hijos y como tales los venderá y dispondrá de ellos, y que las muertes y los daños de esa justa guerra no serán culpa de los españoles.
Contestan los caciques, sin mirar a Enciso, que muy generoso con lo ajeno había sido el Santo Padre, que borracho debía estar cuando dispuso de lo que no era suyo, y que el rey de Castilla es un atrevido, porque viene a amenazar a quien no conoce.
Entonces, corre la sangre.
En lo sucesivo, el largo discurso se leerá en plena noche, sin intérprete y a media legua de las aldeas que serán asaltadas por sorpresa. Los indígenas, dormidos, no escucharán las palabras que los declaran culpables de los crímenes cometidos contra ellos.

1514
Santa María del Darién
Por amor de las frutas

Gonzalo Fernández de Oviedo, recién llegado, prueba las frutas del Nuevo Mundo.
La guayaba le parece muy superior a la manzana.
La guanábana es de hermosa vista y ofrece una pulpa blanca, aguanosa, de muy templado sabor, que por mucho que se coma no hace daño ni empacho.
El mamey tiene un sabor de relamerse y huele muy bien. No existe nada mejor, opina.
Pero muerde un níspero y le invade la cabeza un aroma que ni el almizcle iguala. El níspero es la mejor fruta, corrige, y no se halla cosa que se le pueda comparar.
Pela, entonces, una piña. La dorada piña huele como quisieran los duraznos y es capaz de abrir el apetito a quienes ya no recuerdan las ganas de comer. Oviedo no conoce palabras que merezcan decir sus virtudes. Se le alegran los ojos, la nariz, los dedos, la lengua. Ésta supera a todas, sentencia, como las plumas del pavo real resplandecen sobre las de cualquier ave.





1519
Tenochtitlán
Presagios del fuego, el agua, la tierra y el aire

Un día ya lejano, los magos volaron hasta la cueva de la madre del dios de la guerra. La bruja, que llevaba ocho siglos sin lavarse, no sonrió ni saludó. Aceptó, sin agradecer, las ofrendas, mantas, pieles, plumas, y escuchó con una mueca las noticias. México, informaron los magos, es señora y reina, y todas las ciudades están a su mandar. La vieja gruñó su único comentario: Los aztecas han derribado a los otros, dijo, y otros vendrán que derribarán a los aztecas.
Pasó el tiempo.
Desde hace diez años, se suceden los signos.
Una hoguera estuvo goteando fuego, desde el centro del cielo, durante toda una noche.
Un súbito fuego de tres colas se alzó desde el horizonte y voló al encuentro del sol.
Se suicidó la casa del dios de la guerra, se incendió a sí misma: le arrojaban cántaros de agua y el agua avivaba las llamas.
Otro templo fue quemado por un rayo, una tarde que no había tormenta.
La laguna donde tiene su asiento la ciudad, se hizo caldera que hervía. Las aguas se levantaron, candentes, altas de furia, y se llevaron las casas por delante y arrancaron hasta los cimientos.
Las redes de los pescadores alzaron un pájaro de color ceniza mezclado con los peces. En la cabeza del pájaro, había un espejo redondo. El emperador Moctezuma vio avanzar, en el espejo, un ejército de soldados que corrían sobre patas de venados y les escuchó los gritos de guerra. Luego, fueron castigados los magos que no supieron leer el espejo ni tuvieron ojos para ver los monstruos de dos cabezas que acosan, implacables, el sueño y la vigilia de Moctezuma. El emperador encerró a los magos en jaulas y los condenó a morir de hambre.
Cada noche, los alaridos de una mujer invisible sobresaltan a todos los que duermen en Tenochtitlán y en Tlatelolco. Hijitos míos, grita, ¡pues ya tenemos que irnos lejos! No hay pared que no atraviese el llanto de esa mujer: ¿Adonde nos iremos, hijitos míos?

Segura de la Frontera
La distribución de la riqueza

Hay murmuración y pelea en el campamento de los españoles. Los soldados no tienen más remedio que entregar las barras de oro salvadas del desastre. Quien algo esconda, será ahorcado.
Las barras provienen de las obras de los orfebres y los escultores de México. Antes de convertirse en botín y fundirse en lingotes, este oro fue serpiente a punto de morder, tigre a punto de saltar, águila a punto de volar o puñal que viborea y corre como río en el aire.
Cortés explica que este oro no es más que burbujas comparado con el que les espera. Retira la quinta parte para el rey, otra quinta parte para él, más lo que toca a su padre y al caballo que se le murió, y entrega a los capitanes casi todo lo que queda. Poco o nada reciben los soldados, que han lamido este oro, lo han mordido, lo han pesado en la palma de la mano, han dormido con él bajo la cabeza y le han contado sus sueños de revancha.
Mientras tanto, el hierro candente marca la cara de los esclavos indios recién capturados en Tepeaca y Huaquechula.
El aire huele a carne quemada.



1519
Tenochtitlán
La capital de los aztecas

Mudos de hermosura, los conquistadores cabalgan por la calzada. Tenochtitlán parece arrancada de las páginas de Amadís, cosas nunca oídas, ni vistas, ni aún soñadas... El sol se alza tras los volcanes, entra en la laguna y rompe en jirones la niebla que flota. La ciudad, calles, acequias, templos de altas torres, se despliega y fulgura. Una multitud sale a recibir a los invasores, en silencio y sin prisa, mientras infinitas canoas abren surcos en las aguas de cobalto.
Moctezuma llega en litera, sentado en suave piel de jaguar, bajo palio de oro, perlas y plumas verdes. Los señores del reino van barriendo el suelo que pisará.
Él da la bienvenida al dios Quetzalcóatl:
—Has venido a sentarte en tu trono —le dice—. Has venido entre nubes, entre nieblas. No te veo en sueños, no estoy soñando. A tu tierra has llegado...
Los que acompañan a Quetzalcóatl reciben guirnaldas de magnolias, rosas y girasoles, collares de flores en los cuellos, en los brazos, en los pechos: la flor del escudo y la flor del corazón, la flor del buen aroma y la muy amarilla.
Quetzalcóatl nació en Extremadura y desembarcó en tierras de América con un hatillo de ropa al hombro y un par de monedas en la bolsa. Tenía diecinueve años cuando pisó las piedras del muelle de Santo Domingo y preguntó: ¿Dónde está el oro? Ahora ha cumplido treinta y cuatro y es capitán de gran ventura. Viste armadura de hierro negro y conduce un ejército de jinetes, lanceros, ballesteros, escopeteros y perros feroces. Ha prometido a sus soldados: Yo os haré, en muy breve tiempo, los más ricos hombres de cuantos jamás han pasado a las Indias.
El emperador Moctezuma, que abre las puertas de Tenochtitlán, acabará pronto. De aquí a poco será llamado mujer de los españoles y morirá por las pedradas de su gente. El joven Cuauhtémoc ocupará su sitio. Él peleará.

Canto azteca del escudo

Sobre el escudo, la virgen dio a luz
al gran guerrero.
Sobre el escudo, la virgen dio a luz
al gran guerrero.
En la montaña de la serpiente, el vencedor.
Entre montañas,
con pintura de guerra
y con escudo de águila.
Nadie, por cierto, pudo hacerle frente.
La tierra se puso a dar vueltas
cuando él se pintó de guerra
y alzó él escudo.





1521
Tlatelolco
La espada de fuego

La sangre corre como agua y está acida de sangre el agua de beber. De comer no queda más que tierra. Se pelea casa por casa, sobre las ruinas y los muertos, de día y de noche. Ya va para tres meses de batalla sin treguas. Sólo se respira pólvora y náuseas de cadáver; pero todavía resuenan los atabales y los tambores en las últimas torres y los cascabeles en los tobillos de los últimos guerreros. No han cesado todavía los alaridos y las canciones que dan fuerza. Las últimas mujeres empuñan el hacha de los caídos y golpetean los escudos hasta caer arrasadas.
El emperador Cuauhtémoc llama al mejor de sus capitanes. Corona su cabeza con el búho de largas plumas, y en su mano derecha coloca la espada de fuego.
Con esta espada en el puño, el dios de la guerra había salido del vientre de su madre, allá en lo más remoto de los tiempos. Con esta serpiente de rayos de sol, Huitzilopochtli había decapitado a su hermana la luna y había hecho pedazos a sus cuatrocientos hermanos, las estrellas, porque no querían dejarlo nacer.
Cuauhtémoc ordena:
—Véanla nuestros enemigos y queden asombrados.
Se abre paso la espada de fuego. El capitán elegido avanza, solo, a través del humo y los escombros.
Lo derriban de un disparo de arcabuz.

1521
Tenochtitlán
El mundo está callado y llueve

De pronto, de golpe, acaban los gritos y los tambores. Hombres y dioses han sido derrotados. Muertos los dioses, ha muerto el tiempo. Muertos los hombres, la ciudad ha muerto. Ha muerto en su ley esta ciudad guerrera, la de los sauces blancos y los blancos juncos. Ya no vendrán a rendirle tributo, en las barcas a través de la niebla, los príncipes vencidos de todas las comarcas.
Reina un silencio que aturde. Y llueve. El cielo relampaguea y truena y durante toda la noche llueve.
Se apila el oro en grandes cestas. Oro de los escudos y de las insignias de guerra, oro de las máscaras de los dioses, colgajos de labios y de orejas, lunetas, dijes. Se pesa el oro y se cotizan los prisioneros. De un pobre es el precio, apenas, dos puñados de maíz. Los soldados arman ruedas de dados y naipes.
El fuego va quemando las plantas de los pies del emperador Cuauhtémoc, untadas de aceite, mientras el mundo está callado y llueve.













1522
Caminos de Santo Domingo
Pies
La rebelión, primera rebelión de los esclavos negros en América, ha sido aplastada. Había estallado en los molinos de azúcar de Diego Colón, el hijo del descubridor. En ingenios y plantaciones de toda la isla, se había propagado el incendio. Se habían alzado los negros y los pocos indios que quedaban vivos, armados de piedras y palos y lanzas de caña que se quebraron, furiosas, inútiles, contra las armaduras.
De las horcas, desparramadas por los caminos, penden ahora mujeres y hombres, jóvenes y viejos. A la altura de los ojos del caminante, cuelgan los pies.
Por los pies, el caminante podría reconocer a los castigados, adivinar cómo eran antes de que llegara la muerte. Entre estos pies de cuero, tajeados por el trabajo y los andares, hay pies del tiempo y pies del contratiempo; pies prisioneros y pies que bailan, todavía, amando a la tierra y llamando a la guerra.

1523
Cuzco
Huaina Cápac
Ante el sol que asoma, se echa en tierra y humilla la frente. Recoge con las manos los primeros rayos y se los lleva a la boca y bebe la luz.
Después, se alza y queda de pie. Mira fijo al sol, sin parpadear.
A espaldas de Huaina Cápac, sus muchas mujeres aguardan con la cabeza gacha. Esperan también, en silencio, los muchos príncipes. El Inca está mirando al sol, lo mira de igual a igual, y un murmullo de escándalo crece entre los sacerdotes.
Han pasado muchos años desde el día en que Huaina Cápac, hijo del padre resplandeciente, subió al trono con el título de poderoso y joven jefe rico en virtudes. Él ha extendido el imperio mucho más allá de las fronteras de sus antepasados. Ganoso de poder, descubridor, conquistador, Huaina Cápac ha conducido sus ejércitos desde la selva amazónica hasta las alturas de Quito y desde
el Chaco hasta las costas de Chile. A golpes de hacha y vuelo de flechas, se ha hecho dueño de nuevas montañas y llanuras y arenales. No hay quien no sueñe con
él ni existe quien no lo tema en este reino que es, ahora, más grande que Europa.
De Huaina Cápac dependen los pastos, el agua y las personas. Por su voluntad se han movido la cordillera y los gentíos. En este imperio que no conoce la rueda, él ha mandado construir edificios, en Quito, con piedras del Cuzco, para que en el futuro se entienda su grandeza y su palabra sea creída por los hombres.
El Inca está mirando fijo al sol. No por desafío, como temen los sacerdotes, sino por piedad. Huaina Cápac siente lástima del sol, porque siendo el sol su padre y el padre de todos los incas desde lo antiguo de las edades, no tiene derecho a la fatiga ni al aburrimiento. El sol jamás descansa ni juega ni olvida. No puede faltar a la cita de cada día y a través del cielo recorre, hoy, el camino de ayer y de mañana.
Mientras contempla el sol, Huaina Cápac decide: «Pronto moriré».





1522
Sevilla
El más largo viaje jamás realizado
Nadie los creía vivos, pero llegaron anoche. Arrojaron el ancla y dispararon toda su artillería. No desembarcaron en seguida ni se dejaron ver. Al amanecer aparecieron sobre las piedras del muelle. Temblando y en andrajos, entraron en Sevilla con hachones encendidos en las manos. La multitud abrió paso, atónita, a esta procesión de esperpentos encabezada por Juan Sebastián de Elcano.
Avanzaban tambaleándose, apoyándose los unos en los otros, de iglesia en iglesia, pagando promesas, siempre perseguidos por el gentío. Iban cantando.
Habían partido hace tres años, río abajo, en cinco naves airosas que tomaron rumbo al oeste. Eran un montón de hombres a la ventura, venidos de todas partes, que se habían dado cita para buscar, juntos, el paso entre los océanos y la fortuna y la gloria. Eran todos fugitivos; se hicieron a la mar huyendo de la pobreza, del amor, de la cárcel o de la horca.
Los sobrevivientes hablan, ahora, de tempestades, crímenes y maravillas. Han visto mares y tierras que no tenían mapa ni nombre; han atravesado seis veces la zona donde el mundo hierve, sin quemarse nunca. Al sur han encontrado nieve azul y en el cielo, cuatro estrellas en cruz. Han visto al sol y a la luna andar al revés y a los peces volar. Han escuchado hablar de mujeres que preña el viento y han conocido unos pájaros negros, parecidos a los cuervos, que se precipitan en las fauces abiertas de las ballenas y les devoran el corazón. En una isla muy remota, cuentan, habitan personitas de medio metro de alto, que tienen orejas que les llegan a los pies. Tan largas son las orejas que cuando se acuestan, una les sirve de colchón y la otra de manta. Y cuentan que cuando los indios de las Molucas vieron llegar a la playa las chalupas desprendidas de las naves, creyeron que las chalupas eran hijitas de las naves, que las naves las parían y les daban de mamar.
Los sobrevivientes cuentan que en el sur del sur, donde se abren las tierras y se abrazan los océanos, los indios encienden altas hogueras, día y noche, para no morirse de frío. Esos son indios tan gigantes que nuestras cabezas, cuentan,  apenas si les llegaban a la cintura. Magallanes, el jefe de la expedición, atrapó a dos poniéndoles unos grilletes de hierro como adorno de los tobillos y las muñecas; pero después uno murió de escorbuto y el otro de calor.
Cuentan que no han tenido más remedio que beber agua podrida, tapándose las narices, y que han comido aserrín, cueros y carne de las ratas que venían a disputarles las últimas galletas agusanadas. A los que se morían de hambre los arrojaban por la borda, y como no había piedras para atarles, quedaban los cadáveres flotando sobre las aguas: los europeos, cara al cielo, y los indios boca abajo. Cuando llegaron a las Molucas, un marinero cambió a los indios seis aves por un naipe, el rey de oros, pero no pudo probar bocado de tan hinchadas que tenía las encías.
Ellos han visto llorar a Magallanes. Han visto lágrimas en los ojos del duro navegante portugués Fernando de Magallanes, cuando las naves entraron en el océano jamás atravesado por ningún europeo. Y han sabido de las furias terribles de Magallanes, cuando hizo decapitar y descuartizar a dos capitanes sublevados y abandonó en el desierto a otros alzados. Magallanes es ahora un trofeo de carroña en manos de los indígenas de las Filipinas que le clavaron en la pierna una flecha envenenada.
De los doscientos treinta y siete marineros y soldados que salieron de Sevilla hace tres años, han regresado dieciocho. Llegaron en una sola nave quejumbrosa, que tiene la quilla carcomida y hace agua por los cuatro costados.
Los sobrevivientes. Estos muertos de hambre que acaban de dar la vuelta al mundo por primera vez.

Consejos de los viejos sabios aztecas
Ahora que ya miras con tus ojos,
date cuenta.
Aquí, es así: no hay alegría,
no hay felicidad.
Aquí en la tierra es el lugar del mucho llanto,
el lugar donde se rinde el aliento
y donde bien se conoce
el abatimiento y la amargura.
Un viento de obsidiana sopla y se abate
sobre nosotros.
La tierra es lugar de alegría penosa,
de alegría que punza.
Pero aunque así fuera,
aunque fuera verdad que sólo se sufre,
aunque así fueran las cosas en la tierra,
¿habrá que estar siempre con miedo?
¿habrá que estar siempre temblando?
¿habrá que vivir siempre llorando?
Para que no andemos siempre gimiendo,
para que nunca nos sature la tristeza,
el Señor Nuestro nos ha dado
la risa, el sueño, los alimentos,
nuestra fuerza,
y finalmente
el acto del amor
que siembra gentes.
1562
Maní
Se equivoca el fuego
Fray Diego de Landa arroja a las llamas, uno tras otro, los libros de los mayas.
El inquisidor maldice a Satanás y el fuego crepita y devora. Alrededor del quemadero, los herejes aúllan cabeza abajo. Colgados de los pies, desollados a latigazos, los indios reciben baños de cera hirviente mientras crecen las llamaradas y crujen los libros, como quejándose.
Esta noche se convierten en cenizas ocho siglos de literatura maya. En estos largos pliegos de papel de corteza, hablaban los signos y las imágenes: contaban  los trabajos y los días, los sueños y las guerras de un pueblo nacido antes que Cristo. Con pinceles de cerdas de jabalí, los sabedores de cosas habían pintado estos libros alumbrados, alumbradores, para que los nietos de los nietos no fueran ciegos y supieran verse y ver la historia de los suyos, para que conocieran el movimiento de las estrellas, la frecuencia de los eclipses y las profecías de los dioses, y para que pudieran llamar a las lluvias y a las buenas cosechas de maíz.
Al centro, el inquisidor quema los libros. En torno de la hoguera inmensa, castiga a los lectores. Mientras tanto, los autores, artistas-sacerdotes muertos hace años o hace siglos, beben chocolate a la fresca sombra del primer árbol del mundo.
Ellos están en paz, porque han muerto sabiendo que la memoria no se incendia.
¿Acaso no se cantará y se danzará, por los tiempos de los tiempos, lo que ellos habían pintado?
Cuando le queman sus casitas de papel, la memoria encuentra refugio en las bocas que cantan las glorias de los hombres y los dioses, cantares que de gente en gente quedan, y en los cuerpos que danzan al son de los troncos huecos, los caparazones de tortuga y las flautas de caña.

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